Refrenando la irritación, siguió adelante. Bien, sólo tenía que llegar a la taberna adecuada. Lástima que el establecimiento de Setalle hubiera dejado de ser una opción válida. Eso tenía...
Mat se quedó rígido en la silla, aunque Puntos continuó avanzando sin prisa, a su paso. Mat acababa de echar una rápida ojeada al otro guardia de la puerta. ¡Era Petro, el hombre forzudo del espectáculo ambulante de Valan Luca!
Mat miró hacia otro lado y volvió a sentarse inclinado en la silla, tras lo cual lanzó un vistazo rápido por encima del hombro. Y tanto que era Petro. Esos brazos largos y ese cuello grueso como un tronco de árbol eran inconfundibles. Petro no era un hombre alto, pero sí tan ancho que un ejército entero habría podido cobijarse a su sombra. ¿Qué hacía de vuelta en Ebou Dar? ¿Por qué llevaba un uniforme seanchan? Mat estuvo a punto de dar media vuelta para hablar con él, ya que siempre habían mantenido un trato amistoso, pero el uniforme seanchan hizo que se lo replanteara.
En fin, al menos su suerte no lo había abandonado. Si le hubiera tocado con Petro en lugar del guardia con el que había hablado, lo habría reconocido, seguro. Mat soltó la respiración que había estado conteniendo y desmontó para llevar a Puntos por las riendas. La ciudad estaba abarrotada y no quería que el caballo empujara a alguien y lo tirara. Además, Puntos llevaba bastantes bultos para que pareciera un caballo de carga... Para el ojo inexperto de quien no supiera nada de caballos, se entiende. Asimismo, si iba a pie tal vez llamaría menos la atención.
Quizá tendría que haber empezado a buscar en una taberna del Rahad. Allí siempre era fácil enterarse de los rumores que corrían, aparte de ser un sitio donde se jugaba a los dados. También era el lugar donde sería más fácil acabar con un cuchillo clavado en las tripas, y eso ya era mucho decir en Ebou Dar. En el Rahad la gente tenía tanta propensión a sacar los cuchillos y empezar a matarse, como a dar los buenos días por la mañana.
No fue al Rahad. Ahora le parecía diferente. Había soldados apostados en la entrada. Generaciones de sucesivos dirigentes de Ebou Dar habían permitido que los problemas en el barrio del Rahad fueran a peor, sin intervenir, pero los seanchan no eran de la misma opinión.
Mat les deseó suerte. El Rahad había rechazado todas las invasiones hasta entonces. Luz. Rand debería haberse escondido allí, en lugar de ir a luchar en la Última Batalla. Los trollocs y los Amigos Siniestros habrían ido a darle caza allí, y el Rahad los habría dejado a todos inconscientes en un callejón, con los bolsillos vueltos del revés y los zapatos vendidos por cuatro cobres. Mat captó un fugaz atisbo de Rand afeitándose, pero rechazó la imagen con contundencia.
Se fue abriendo camino con el hombro por un atestado puente que cruzaba un canal, sin perder de vista las alforjas pero, hasta el momento, ni un solo cortabolsas había hecho intención de arramblar con ellas. Con una patrulla seanchan en cada esquina, para Mat quedaba claro el porqué. Mientras se cruzaba con un hombre que pregonaba las noticias del día, un tipo con indicios de estar al tanto de los rumores y compartirlos a cambio de un poco de dinero, Mat se sorprendió a sí mismo sonriendo. Le sorprendía lo familiar que le resultaba esa ciudad, incluso lo cómodo que se sentía en ella. Le había gustado vivir allí. Aunque guardaba un vago recuerdo de haber protestado por tener ganas de irse —probablemente después de que se le viniera encima la pared, ya que Matrim Cauthon no era de los que protestaban cada dos por tres—, ahora se daba cuenta de que el tiempo pasado en Ebou Dar estaba entre las mejores épocas de su vida. Había partidas de cartas y de dados a montones en esa ciudad.
Tylin. Qué puñetas, ése sí que había sido un juego divertido. Ella siempre había sabido sacar lo mejor de él, una y otra vez. Ojalá que la Luz pusiera en su camino montones de mujeres que supieran hacer eso, aunque no en una rápida sucesión, y siempre y cuando él supiera dónde estaba la puerta de atrás. Tuon era una de ellas. Ahora que lo pensaba, era muy probable que nunca necesitara otra. Era de armas tomar, y a un hombre le bastaba y le sobraba con ella. Sonrió de nuevo y le dio palmaditas en el cuello a Puntos. En justa correspondencia, el caballo resopló a Mat en el cogote.
Era curioso que ese sitio le pareciera más su hogar que Dos Ríos. Sí, los ebudarianos eran susceptibles, pero en todas partes cocían habas. De hecho, cuanto más lo pensaba, Mat descubría que nunca había conocido a gente que no fuera quisquillosa por una cosa o por otra. A los fronterizos no había quien los entendiera, y lo mismo pasaba con los Aiel, aunque eso último holgaba decirlo. Luego estaban los cairhieninos y sus extraños juegos. Y los tearianos y sus ridículas jerarquías. Los seanchan y su... «seanchanismo».
Era la pura verdad. Todo el mundo, aparte de Dos Ríos y —en menor medida— Andor, estaba jodidamente chiflado. Y un hombre debía estar preparado para eso.
Siguió adelante, procurando ser afable para no encontrarse con un cuchillo en la barriga. El aire olía a centenares de confites y dulces distintos, y el chachareo de la multitud era un apagado rumor en sus oídos. Los ebudarianos aún vestían con sus atuendos coloridos; quizás era la razón de que los gitanos hubieran ido allí, atraídos por los intensos colores, como soldados atraídos por la cena. Sea como fuere, las ebudarianas lucían vestidos con corpiños ajustados y adornados con puntillas que dejaban ver buena parte del busto, y no era que él los mirara. Debajo de las faldas, recogidas a un lado o por delante con ese fin, asomaban enaguas de colores. A eso nunca le había encontrado sentido. ¿Por qué poner las prendas de colores vivos debajo? Y, si se hacía, ¿por qué tomarse tantas molestias para taparlas y después hacer lo contrario y recoger hacia arriba la ropa de fuera?
Los hombres llevaban chalecos largos, también de colores vivos, tal vez para disimular las manchas de sangre cuando alguien los acuchillaba. Era absurdo tirar un buen chaleco sólo porque el tipo que lo llevaba puesto moría asesinado por preguntar qué tal tiempo hacía. Sin embargo, mientras Mat seguía avanzando por la ciudad se topó con menos duelos de lo que había esperado. Nunca habían sido tan frecuentes en esa parte de la ciudad como en el Rahad, pero algunos días casi no se podían dar dos pasos sin pasar al lado de dos hombres con los cuchillos empuñados. Ese día no vio ni siquiera uno.
Algunos ebudarianos —a menudo se los identificaba por el tono aceitunado de la piel— paseaban vestidos con ropas seanchan. Todo el mundo era muy cortés. Tanto como un crío de seis años que acaba de oírte decir que tienes en la cocina una tarta de manzana recién hecha.
La ciudad era la misma, pero diferente. Como una imagen que, comparada con la que uno guarda en el recuerdo, le parece «desvaída» uno o dos tonos. Y no se debía sólo a la ausencia de barcos de los Marinos en el puerto. Era por los seanchan, obviamente. Habían implantado normas desde que él se había marchado. ¿De qué clase?
Mat condujo a Puntos a un establo que parecía bastante respetable. Una rápida ojeada a los animales albergados en él le reveló que allí los cuidaban bien, y había bastantes que eran muy buenas monturas. La prudencia aconsejaba elegir un establo con buenos caballos, aunque costara un poco más.
Dejó a Puntos, recogió su fardo y usó la ashandarei, todavía bien envuelta, como un bastón de caminante. Encontrar una buena taberna resultaba tan complicado como elegir un buen vino. Uno quería alguna que fuera antigua, pero que no estuviera en malas condiciones. Limpia, pero no demasiado; una taberna impecable era aquella que no se había utilizado de verdad. Mat no soportaba ese tipo de establecimientos donde la gente se sentaba en silencio alrededor de una mesa para tomar té, y que acudía allí básicamente para que la vieran.
No, una buena taberna estaba desgastada y usada, como un buen par de botas. También era resistente, de nuevo como lo eran unas buenas botas. Siempre y cuando la cerveza no supiera como unas buenas botas, uno había dado con el premio gordo. Los mejores establecimientos para obtener información se encontraban en el Rahad, pero llevaba una ropa demasiado buena para hacer una visita a ese barrio, y no quería toparse con lo que quiera que los seanchan estuvieran haciendo allí.