Выбрать главу

Bayle le dirigió una mirada inexpresiva.

—Que sepas que sé llevar un negocio honrado, Leilwin. No sería un...

Ella levantó la mano para pedirle silencio y luego se la apoyó en el hombro.

—Lo sé, amor mío. Lo sé. Estoy hablando por hablar, empujándonos en un curso que no lleva a ninguna parte.

—¿Por qué?

La pregunta, escueta y directa, le escoció como una astilla clavada debajo de la uña. ¿Por qué? ¿Por qué había hecho aquel largo viaje junto a Matrim Cauthon y se había puesto peligrosamente cerca de la Hija de las Nueve Lunas?

—Mis compatriotas, Bayle, tienen un concepto erróneo del mundo, que es muy peligroso y genera injusticia.

—Te depusieron, Leilwin. Te marginaron —musitó él—. Ya no eres uno de ellos.

—Siempre seré uno de ellos. Mi nombre fue revocado, pero no mi origen.

—Siento lo del insulto, sí.

Ella asintió con un brusco cabeceo.

—Sigo siendo leal a la emperatriz, así viva para siempre. Pero las damane... Son el fundamento de su mandato y su poder. Son el medio por el que dicta sus órdenes, por el que mantiene unido el imperio. Y las damane son una mentira.

Las sul’dam podían encauzar. El Talento podía aprenderse. Ahora, meses después de haber descubierto la verdad, su mente aún era incapaz de abarcar todas las implicaciones de aquello. Tal vez otra persona habría estado más interesada en la ventaja política que le daría ese conocimiento; quizás otra persona habría regresado a Seanchan y habría hecho uso de ello para obtener poder. Leilwin casi deseaba haber hecho eso. Casi.

Pero las súplicas de las sul’dam, que se hicieron más insistentes al conocer a esas Aes Sedai que no se parecían en nada a lo que le habían enseñado que eran...

Había que hacer algo. No obstante, si lo hacía, ¿no provocaría el desmoronamiento del imperio? Tenía que pensar muy, muy bien sus movimientos, igual que en los últimos movimientos del juego shal.

En la oscuridad, los dos siguieron en pos de la hilera de sirvientes; a menudo, una Aes Sedai u otra mandaban de vuelta a criados en busca de algo que habían dejado en la Torre Blanca, por lo que viajar ida y vuelta era algo normal y corriente, lo cual constituía una suerte para Leilwin. Pasaron el perímetro del campamento de las Aes Sedai sin que surgieran objeciones a su presencia.

Le parecía sorprendente lo fácil que estaba resultando hasta que vio a varios hombres situados a lo largo de camino. Era muy fácil que pasaran inadvertidos a los demás; había algo en ellos que los hacía mimetizarse con el entorno, sobre todo en la oscuridad. Sólo reparó en ellos cuando uno se movió para apartarse de los otros y echar a andar a corta distancia de Bayle y ella.

En cuestión de segundos, resultó obvio que había notado algo distinto en ellos que los diferenciaba de los demás. Quizás era la forma de caminar, de comportarse. Habían tenido cuidado de vestirse con sencillez, aunque la barba de Bayle lo señalaba como illiano.

Poniendo una mano en el brazo de Bayle, Leilwin se paró y se volvió para encararse con el hombre que les seguía los pasos. Suponía, por las descripciones que tenía, que era un Guardián.

El Guardián siguió caminando en su dirección. Aún se encontraban cerca del perímetro del campamento, con las tiendas organizadas en círculos. Leilwin había advertido con malestar que algunas de las tiendas brillaban con una luz demasiado estable para provenir de velas o faroles.

—Hola —dijo Bayle al tiempo que levantaba una mano con gesto amistoso hacia el Guardián—. Venimos buscando a una Aes Sedai llamada Nynaeve al’Meara. Si ella no está aquí, quizá sí lo está otra llamada Elayne Trakand.

—Ninguna de las dos está acampada aquí —repuso el Guardián.

Era un hombre de brazos largos y porte gallardo. El cabello, largo y oscuro, enmarcaba un rostro de rasgos que parecían... inacabados. Como tallados en roca por un escultor que hubiera perdido interés en un proyecto a medio terminar.

—Ah, entonces nos hemos equivocado —comentó Bayle—. ¿Podrías decirnos dónde están acampadas? Es un asunto urgente, ¿sabes? —Habló con soltura, de forma relajada. Cuando era necesario, Bayle podía resultar encantador. Mucho más que ella.

—Eso depende. ¿Tu compañera también quiere encontrar a esas Aes Sedai? —preguntó el Guardián.

—Claro que...

—Quiero que lo diga ella —lo interrumpió el otro hombre sin quitarle ojo a Leilwin.

—Pues yo te lo diré —repuso Leilwin—. ¡Por mi vieja abuela! Esas mujeres prometieron pagarnos, y quiero cobrar, vaya. Las Aes Sedai no mienten. Todo el mundo sabe que eso es así. ¡Si tú no vas a llevarnos ante ellas, entonces proporciónanos a alguien que sí lo haga!

El Guardián vaciló mientras los ojos se le abrían de par en par ante el aluvión de palabras. Luego —afortunadamente— asintió con la cabeza.

—Por aquí.

Los condujo alejándose del centro del campamento, pero ya no parecía sospechar de ellos.

Leilwin soltó un suspiro quedo y echó a andar detrás del Guardián ajustando el paso al de Bayle. Éste la miró con expresión enorgullecida y una sonrisa tan amplia que los habría delatado a ambos si el Guardián hubiera girado la cabeza y los hubiera mirado. Sin embargo, ella no pudo evitar esbozar también un atisbo de sonrisa.

Le costaba imitar el acento illiano, pero los dos habían estado de acuerdo en que su deje seanchan era peligroso, sobre todo si viajaban con Aes Sedai. Bayle afirmaba que un illiano nativo no la tomaría por uno de ellos, pero sí lo imitaba lo bastante bien para engañar a alguien que no fuera oriundo de Illian.

Se sintió aliviada cuando se alejaron del campamento de las Aes Sedai y de las luces. Tener dos amigas —porque lo eran, a despecho de los problemas entre ellas— que eran Aes Sedai no significaba que quisiera estar en un campamento repleto de ellas. El Guardián las condujo a una zona despejada en el centro de Campo de Merrilor. Allí había un campamento muy extenso con un gran número de tiendas.

—Aiel —le dijo Bayle en voz baja—. Pues vaya si hay decenas de miles de tiendas suyas.

Interesante. Sobre los Aiel se contaban cosas amedrentadoras, leyendas que costaba creer que fueran ciertas. Aun así, esas historias —aunque exageradas— sugerían que eran los mejores guerreros a ese lado del océano. Le habría gustado entrenarse con uno o dos de ellos si la situación hubiese sido otra. Tocó con los dedos el fardo que llevaba; había guardado el garrote en un largo bolsillo lateral que tenía al alcance de la mano.

Desde luego eran altos, esos Aiel. Pasó cerca de algunos que estaban arrellanados junto a las fogatas de campamento, aparentemente relajados. Sin embargo, esos ojos los observaron con más atención de lo que lo había hecho el Guardián. Gente peligrosa aquella, lista para matar incluso mientras se relajaba junto a la hoguera. La oscuridad de la noche no le permitía distinguir los estandartes que ondeaban en ese campamento.

—¿Qué rey o reina manda en este campamento, Guardián? —preguntó.

El hombre se volvió hacia ella con los rasgos del rostro difuminados en las sombras de la noche.

—Tu rey, illiana —dijo.

A su lado, Bayle se puso tenso.

«Ay, no...»

El Dragón Renacido. Se sintió orgullosa de no perder el ritmo mientras caminaba, pero le faltó poco. Un hombre con capacidad de encauzar. Era peor, mucho peor, que las Aes Sedai.

El Guardián los condujo a una tienda próxima al centro del campamento.

—Estáis de suerte. Tiene la luz encendida.

No había guardias a la entrada de la tienda, así que el hombre llamó y recibió permiso para entrar. Retiró el faldón de la puerta con un brazo y les hizo un gesto con la cabeza, si bien la otra mano la tenía en la espada y su actitud era de alerta, presto para el combate.

Leilwin detestaba la idea de dejar esa espada a su espalda, pero entró como les habían ordenado. La tienda estaba iluminada por uno de esos globos anormales que irradiaban luz, y una mujer conocida, con un vestido verde, se hallaba sentada a un escritorio escribiendo una carta. Nynaeve al’Meara era lo que, allá en Seanchan, uno llamaría una telarti, una mujer con fuego en el alma. Según tenía entendido Leilwin, se suponía que las Aes Sedai debían ser aguas calmas y plácidas. Bien pues, esa mujer quizá fuera alguna vez aguas tranquilas, pero de esas que uno encontraba a dos viradas de un violento remolino.