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Se asomó a una posada llamada La Flor de Invierno e inmediatamente dio media vuelta y se marchó. Guardias de la Muerte de uniforme. No quería correr el albur de toparse con Furyk Karede. La siguiente posada estaba alumbrada en demasía, mientras que la de más allá le pareció demasiado oscura. Tras una hora aproximadamente de búsqueda —y sin haber visto duelo alguno— empezó a perder la esperanza de encontrar el sitio adecuado. Entonces oyó el tintineo de dados en un cubilete.

Al principio, pegó un brinco al creer que esos condenados dados sonaban en su cabeza. Por suerte, eran dados normales y corrientes. Benditos y maravillosos dados. El sonido dejó de oírse un momento después, arrastrado por el viento entre las gentes que ocupaban las calles. Con la mano en la bolsa del dinero y el fardo echado al hombro, se abrió paso entre la multitud al tiempo que mascullaba disculpas. En un callejón cercano vio un letrero colgado de una pared.

Se dirigió hacia allí y leyó las palabras «La Gresca Anual» estampadas en cobre sobre el rótulo. Tenía un dibujo de gente aplaudiendo, y del interior salía el sonido de los dados mezclado con el olor a vino y a cerveza. Mat entró. Un seanchan carirredondo se encontraba justo al lado de la puerta, recostado en la pared con aparente desinterés y una espada al cinto. Dirigió a Mat una mirada desconfiada. Bueno, Mat no conocía a ningún vigilante de taberna que no echara esa mirada a cualquier hombre que entrase. Mat alzó la mano para tocar el ala del sombrero como saludo al hombre, pero, claro está, no lo llevaba puesto. Maldición. A veces se sentía desnudo sin él.

—¡Jame! —gritó una mujer desde el interior del local—. No estarás mirando mal a los clientes otra vez, ¿verdad?

—Sólo a los que se lo merecen, Kathana —respondió el tipo, con el cansino acento seanchan—. Y seguro que éste entra en esa clase.

—Soy un humilde viajero que busca jugar una partida de dados y beber un poco de vino —afirmó Mat—. Nada más. Desde luego, no busco jaleo.

—¿Y por eso llevas una media pica? —inquirió Jame—. ¿Envuelta así?

—Oh, déjalo ya —dijo la mujer, Kathana. Había cruzado la sala y agarró a Mat por la manga de la chaqueta para tirar de él hacia el mostrador. Era baja, de cabello oscuro y tez blanca. No era mucho mayor que él, pero tenía un inequívoco aire maternal—. No le hagáis caso. No arméis jaleo y no se verá obligado a apuñalaros, mataros o cualquier variante entre lo uno y lo otro.

Hizo que Mat se sentara en una banqueta del mostrador y empezó a trajinar detrás del mostrador. La sala estaba poco iluminada, pero el ambiente era amistoso. La partida de dados se jugaba a un lado; un rato de esparcimiento sano, porque la gente reía y daba palmadas en la espalda a los amigos por una derrota asumida con buen humor. Allí no había miradas de angustia de hombres que se jugaban su última moneda.

—Os hace falta comer —manifestó Kathana—. Tenéis el aspecto de quien no ha tomado un buen plato de algo sustancioso durante una semana. ¿Cómo perdisteis el ojo?

—Era un guardia de un lord en Murandy —contestó—. Lo perdí en una emboscada.

—Eso es una mentira, y gorda —contestó Kathana, que soltó con fuerza un plato delante de él lleno de lonchas de cerdo, bañadas con salsa—. Aunque mejor que la mayoría. Además, la habéis dicho con seguridad. Casi os he creído. Jame, ¿quieres comer?

—¡Tengo que vigilar la puerta! —contestó él a voces.

—Luz, hombre. ¿Es que esperas que alguien se la lleve? Ven aquí.

Jame rezongó, pero se dirigió al mostrador y se sentó en una banqueta, al lado de Mat. Kathana puso una jarra de cerveza delante de él y el hombre se la llevó a los labios, con la mirada fija al frente.

—Te estoy vigilando —le dijo en voz baja a Mat.

Mat no estaba seguro de estar en la taberna adecuada para él, pero tampoco sabía con seguridad si podría escabullirse con la cabeza en su sitio a no ser que se comiera lo que había en el plato, como le había dicho la mujer. Lo probó; sabía bastante bueno. Ella se había apartado y movía un dedo mientras sermoneaba a un hombre sentado a una de las mesas. Parecía de las que sermonearían a un árbol por crecer en el sitio equivocado.

«A esta mujer nunca se le debería permitir estar en la misma habitación que Nynaeve —pensó Mat—. Al menos, estando yo para que me chillen.»

Kathana regresó, ajetreada. Lucía un Cuchillo de Esponsales al cuello, aunque Mat no miró más de unos pocos segundos debido a ser un hombre casado. Kathana llevaba la falda recogida por un costado, al estilo de las plebeyas ebudarianas. Mientras ella regresaba al mostrador y preparaba un plato de comida para Jame, Mat se fijó en que el hombre la miraba con cariño y llegó a una conclusión.

—¿Lleváis mucho tiempo casados los dos? —preguntó.

Jame lo miró en silencio unos instantes.

—No —contestó por fin—. No hace mucho tiempo que estoy a este lado del océano.

—Supongo que tiene sentido —dijo Mat, que echó un trago a la cerveza que tenía delante.

No era mala, si se tenía en cuenta lo horrible que sabía casi todo últimamente. Ésa sólo sabía un poco mal.

Kathana se acercó a los hombres que jugaban a los dados y exigió que comieran más, porque estaban pálidos. Lo asombroso era que ese tipo, Jame, no pesara como dos caballos juntos. No obstante, ella hablaba un poco, así que quizá podría sonsacarle la información que necesitaba.

—Parece que ya no hay tantos duelos como antes —comentó cuando la mujer pasaba delante de él.

—Eso es por una norma seanchan —contestó Kathana—, de la nueva emperatriz, así viva para siempre. No ha prohibido los duelos por completo, y menos mal que no lo hizo. Los ebudarianos no se sublevarán por algo tan nimio como ser conquistados, pero quitarles los duelos... Entonces sí que se habría montado una buena. Sea como sea, ahora los duelos han de llevarse a cabo teniendo como testigo a un oficial del gobierno. Uno no puede batirse en duelo sin responder un centenar de preguntas y pagar unos honorarios. Eso está quitándole toda la gracia a la cosa.

—Ha salvado vidas —argumentó Jame—. Los hombres aún pueden matarse con sus cuchillos si están decididos a hacerlo. Sólo tienen que darse tiempo para tranquilizarse y pensar.

—Los duelos no tienen nada que ver con pensar —replicó Kathana—. Pero supongo que eso significa que no he de preocuparme de que te corten tu bonita cara en la calle.

Jame resopló con guasa y posó la mano en la espada. Mat reparó por primera vez en que la empuñadura tenía marcas de la garza, aunque no alcanzaba a ver si también las tenía la hoja. Antes de que Mat tuviera ocasión de hacer otra pregunta, Kathana se alejó y empezó a chillar a unos hombres que habían derramado cerveza en la mesa. Parecía ser de las que no podían permanecer en un mismo sitio mucho tiempo.

—¿Cómo está el tiempo por el norte? —preguntó Jame, todavía mirando al frente.

—Deprimente —repuso Mat con sinceridad—. Como en todas partes.

—Los hombres dicen que es la Última Batalla —apuntó Jame.

—Lo es.

Jame soltó un quedo gruñido.

—Pues, en ese caso, sería un mal momento para entrometerse en política, ¿no te parece?

—¡Y tanto! La gente tendría que dejar de entretenerse con esos jueguecitos y echar una ojeada al cielo, puñetas.

—Muy cierto. —Jame lo miró—. Deberías hacer caso de lo que dices.—

«Luz —pensó Mat—. Debe de creer que soy un espía o algo parecido.»

—Nunca elegiría meterme en eso —contestó—. A veces la gente sólo escucha lo que quiere oír.