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—Deberías hacer caso a Moraine —le dijo—. Se ha estado preparando para estos días más tiempo del que llevas vivo. Deja que te guíe.

—Quiere que abandone este campo de batalla y que ataque de inmediato en Shayol Ghul, en lugar de intentar combatir a esos encauzadores para que puedas recuperar de nuevo el desfiladero —repuso Rand.

—En ese caso, quizá tendrás que hacer lo que ella... —dijo Lan tras una ligera vacilación.

—No —lo interrumpió Rand—. Vuestra posición aquí es desesperada, viejo amigo. Yo puedo hacer algo, y por eso lo haré. Si no logramos frenar a esos Señores del Espanto, os harán retroceder hasta Tar Valon.

—He oído contar lo que hiciste en Maradon —repuso Lan—. No rechazaré un milagro aquí si ese milagro está decidido a encontrarnos.

—Lo de Maradon fue un error —manifestó Moraine con sequedad—. No puedes permitirte el lujo de ponerte en peligro, Rand.

—Tampoco puedo permitirme el lujo de no hacerlo. ¡No voy a quedarme sentado mientras mueren personas! No si tengo oportunidad de protegerlas.

—Los fronterizos no necesitan que se los proteja —intervino Lan.

—No, pero no conozco a ninguno que rehusaría una espada cuando alguien se la ofrece en tiempo de necesidad —respondió Rand.

Lan buscó sus ojos y le sostuvo la mirada, tras lo cual asintió con la cabeza.

—Haz lo que puedas —dijo luego.

Rand hizo un gesto de asentimiento a las dos Doncellas, que respondieron de igual forma.

—Pastor —dijo Lan.

Rand enarcó una ceja.

Lan lo saludó con el brazo cruzado sobre el pecho y una inclinación de cabeza. Rand respondió del mismo modo.

—Hay algo para ti allí en el suelo, Dai Shan —le indicó.

Lan frunció el entrecejo y se dirigió hacia el montón de mantas apiladas. No había mesas en esa tienda. Lan se arrodilló y recogió una brillante corona plateada, delgada, pero fuerte.

—La corona de Malkier —susurró Lan—. ¡Estaba perdida!

—Mis forjadores hicieron lo que pudieron basándose en dibujos antiguos —explicó Rand—. La otra es para Nynaeve; creo que le sentará bien. Siempre has sido un rey, amigo mío. Elayne me enseñó a gobernar, pero tú... Tú me enseñaste a soportar con entereza el peso de la responsabilidad. Gracias. —Se volvió hacia Moraine—. Mantén un espacio despejado para mi vuelta.

Acto seguido asió el Poder Único y abrió un acceso. Atrás dejó a Lan arrodillado, con la corona en las manos; las Doncellas lo siguieron a un campo negro. Los tallos quemados crujieron bajo las botas; el humo dibujaba espirales en el aire.

Las Doncellas buscaron refugio de inmediato en una pequeña depresión del campo y se acurrucaron contra la tierra ennegrecida, preparadas para capear la tormenta.

Porque, desde luego, se estaba gestando una. Los trollocs se arremolinaban en una ingente masa delante de Rand, aplastando a su paso la tierra y las granjas en ruinas. La rápida corriente del río Mora pasaba cerca de allí, y en esa zona se encontraban las primeras tierras cultivadas al sur del desfiladero de Tarwin. Las tropas de Lan las habían quemado antes, como preparativo a la retirada río abajo, adelantándose al avance trolloc.

Había decenas de miles de bestias allí. Puede que más. Rand alzó los brazos, apretó el puño e hizo una profunda inhalación. En la bolsa que llevaba colgada del cinturón guardaba un objeto familiar. El hombrecillo gordo con la espada, el angreal que había recuperado en los pozos de Dumai no hacía mucho. Había vuelto allí a echar un último vistazo para buscarlo y lo encontró enterrado en el barro. En Maradon le había hecho un buen servicio. Nadie sabía que lo tenía, y eso era importante.

Pero lo que se preparaba allí no era consecuencia de simples trucos. Los trollocs gritaron cuando se levantó un vendaval y los torbellinos empezaron a arremolinarse con furia en torno a Rand. Aquello no era consecuencia de encauzar; todavía no.

Era él mismo, Rand. Su presencia allí. Enfrentándose a... él.

Los mares se rizaban cuando corrientes opuestas chocaban entre sí. La intensidad de los vientos aumentaba cuando el aire caliente y el aire frío se mezclaban. Y cuando la Luz se enfrentaba a la Sombra... se gestaban tormentas. Rand gritó, provocando que su naturaleza avivara la tempestad. El Oscuro constreñía el mundo con el propósito de sofocarlo. El Entramado necesitaba estabilidad. Necesitaba equilibro.

Necesitaba al Dragón.

La intensidad del viento aumentó, los rayos hendieron el aire, polvo negro y tallos quemados fueron arrastrados hacia lo alto y giraron en el torbellino. Rand encauzó por fin cuando los Myrddraal obligaron a los trollocs a que lo atacaran; las bestias cargaron contra el viento, y Rand dirigió los rayos.

Era mucho más fácil dirigir que controlar. Con la tormenta en marcha no necesitaba forzar las chispas eléctricas, sólo tenía que estimularlas.

Los rayos destruyeron los primeros grupos de trollocs, cientos de descargas eléctricas en rápida sucesión. El acre olor a carne quemada no tardó en unirse a los tallos de cereales abrasados que giraban en la tormenta. Rand gritó en tanto que los trollocs seguían avanzando. Puertas de la Muerte aparecieron a su alrededor, accesos que se deslizaron a través del terreno, tan veloces como tejedores de agua en un remanso, mientras arrasaban a los trollocs. Los Engendros de la Sombra no sobrevivían al Viaje.

Al tiempo que Rand atacaba a los trollocs que intentaban llegar hasta él, vientos tempestuosos giraron a su alrededor. ¿El Oscuro se creía señor de aquel lugar? ¡Iba a enterarse de que esta tierra ya tenía un rey! Y vería que la lucha no...

Un escudo intentó cortar el contacto de Rand con la Fuente. Él rió y giró sobre sí para localizar el origen del escudo.

—¡Taim! —gritó, aunque la tormenta ahogó su voz—. ¡Esperaba que vinieras!

Era la lucha que Lews Therin le había exigido constantemente, una lucha que Rand no se había atrevido a iniciar. No hasta ese momento, no hasta que tuviera control. Hizo acopio de fuerza, pero entonces lo golpeó otro escudo, y otro.

Rand absorbió más Poder Único y siguió hasta llegar casi al tope de lo que podía absorber a través del angreal de hombrecillo gordo. Siguieron cayendo escudos sobre él como moscas picadoras. Ninguno era lo bastante fuerte para cortar su conexión con la Fuente, pero eran docenas.

Rand recobró la calma. Buscó la paz, la paz de la destrucción. Él era vida, pero también era muerte. Era la manifestación de la propia tierra.

Atacó y acabó con un Señor del Espanto oculto en los escombros de un edificio quemado que había cerca. Se enfocó en el Fuego y lo dirigió contra un segundo, al que redujo a cenizas y a la nada.

No veía los tejidos de las mujeres que había allí fuera; sólo sentía los escudos.

Demasiado débiles. Cada cual por sí solo era demasiado débil, y, sin embargo sus ataques lo preocupaban. Habían aparecido con demasiada rapidez, al menos tres docenas de Señores del Espanto, todos y cada uno de ellos con el único propósito de cortarle la conexión con la Fuente. Aquello era peligroso, que estuvieran allí, esperándolo. Era la razón de que los encauzadores hubieran castigado a Lan con tanta saña: hacer que él saliera a descubierto.

Rand rechazó los ataques, pero ninguno de ellos era una amenaza seria en cuanto a escudarlo. Una única persona no podía aislar a alguien que estuviera absorbiendo tanto Saidin como él. Tendría que...

Lo vio venir antes de que ocurriera. Los otros ataques eran ardides, tapaderas.

«¡Allí!» Un escudo cayó con fuerza sobre él, pero Rand tuvo el tiempo justo para prepararse. Encauzó Energía en la tempestad tejiendo por instinto gracias a los recuerdos de Lews Therin y rechazó el escudo. Lo apartó, pero fue incapaz de destruirlo.

¡Luz! Eso debía de ser un círculo completo. Rand gruñó cuando el escudo se deslizó más y más cerca de él; creaba un dibujo brillante en el cielo, inmóvil a despecho de la tempestad. Rand se resistió con su propio arranque de Energía y Aire, y lo contuvo como si se tratara de un cuchillo que pendiera sobre su garganta.