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Perdió el control de la tempestad.

Los rayos se descargaron a su alrededor. Los otros encauzadores tejieron para intensificar la tormenta... No intentaron controlarla, porque no lo necesitaban. Que estuviera fuera de control los beneficiaba, ya que en cualquier momento podía descargarse sobre él.

Rand bramó de nuevo, esta vez con más fuerza, con más determinación:

—¡Te venceré, Taim! ¡Al final haré lo que debería haber hecho hace meses!

Pero no dejó que la rabia, la insensatez, lo empujaran a un enfrentamiento. Había aprendido la lección: no caería en lo mismo.

No era ése el lugar. Allí no debía luchar. Si lo hacía, perdería.

Rand arremetió con una oleada de fuerza y empujó el escudo de Taim; aprovechó el momentáneo respiro para tejer un acceso. Sus Doncellas lo cruzaron de inmediato, y Rand, agachando la cabeza contra el viento, las siguió de mala gana.

Salió a la tienda de Lan, donde Moraine había hecho lo que le había pedido: mantener un espacio abierto para él. Cerró el acceso y dejó de oírse el viento, el ruido se amortiguó.

Jadeante, con el sudor corriéndole por la cara, Rand apretó el puño. Allí, de nuevo con el ejército de Lan, la tempestad estaba lejos, aunque Rand la oía retumbar y unos ligeros golpes de viento sacudieron la tienda.

Rand tuvo que esforzarse para no caer de rodillas en el suelo. Hizo varias inhalaciones profundas. Con dificultad, logró que los latidos acelerados del corazón bajaran a un ritmo más lento y dio a su rostro una expresión sosegada. ¡Quería luchar, no huir! ¡Podría haber vencido a Taim!

Y, al hacerlo, se habría debilitado tanto que el Oscuro se habría apoderado de él con facilidad. Se obligó a aflojar el puño y consiguió controlar las emociones.

Alzó la vista hacia el rostro tranquilo, avisado, de Moraine.

—¿Era una trampa? —preguntó ella.

—Más que una trampa, un campo de batalla bien preparado, con centinelas —contestó Rand—. Saben lo que hice en Maradon. Deben de tener equipos de Señores del Espanto preparados para Viajar allí a dondequiera que aparezca para atacarme.

—¿Has visto que esa actuación era un error? —preguntó Moraine.

—Un error... no. Algo inevitable, sí.

No podía luchar esa guerra personalmente. No esta vez.

Tendría que encontrar otro modo de proteger a los suyos.

12

Fragmento de un instante

Birgitte corría a través del bosque acompañada por un grupo de treinta Aiel, todos equipados con arco. Hacían ruido —era algo que no podían evitar—, pero los Aiel hacían menos de lo que deberían. Saltaban encima de árboles caídos y corrían con agilidad a lo largo del tronco o encontraban piedras en las que pisar. Esquivaban ramas que colgaban, se agachaban, se movían.

—Aquí —dijo en voz baja al doblar en la hendidura de una colina.

Por suerte, la cueva seguía allí aunque oculta por enredaderas. Un pequeño regato corría junto a ella. Los Aiel se metieron en el agua, que borró todo rastro de su paso.

Dos de ellos siguieron por la trocha de animales de caza; se alejaron haciendo mucho más ruido al rozar con todas las ramas con las que se encontraban. Birgitte se reunió con los que se habían escondido en la caverna. Estaba oscuro dentro y olía a moho y a tierra.

¿Se había escondido ella en esa cueva siglos atrás, cuando vivía en ese bosque siendo salteadora de caminos? Lo ignoraba. Rara vez recordaba cualquiera de sus vidas pasadas, a veces sólo vislumbres fugaces de los años intermedios de su vida en el Mundo de los Sueños, antes de verse anormalmente arrastrada de vuelta al mundo real por Moghedien.

Contemplaba aquello con una sensación de náusea. Estaba bien renacer con la mente en blanco. Pero ¿que sus recuerdos —su propio yo— le fueran arrebatados? Si perdía la memoria del tiempo pasado en el Mundo de los Sueños, ¿olvidaría por completo a Gaidal? ¿Se olvidaría de sí misma?

Apretó los dientes. «Es la Última Batalla, necia —pensó—. ¿Qué importa eso?»

Pero le importaba. Una pregunta había empezado a obsesionarla. ¿Y si al haberla sacado a la fuerza del Mundo de los Sueños había quedado disociada del Cuerno? Ignoraba si tal cosa era posible. No recordaba lo suficiente para saberlo.

Pero, si había ocurrido eso, entonces había perdido a Gaidal para siempre.

Fuera crujieron hojas y chascaron ramitas. El estrépito era tal que Birgitte habría jurado que un millar de soldados marchaban por el bosque; pero sabía que el pelotón de trollocs constaba sólo de cincuenta bestias. Aun así, cincuenta superaban con creces a su grupo. No se preocupó. Aunque a Elayne le decía que no sabía mucho sobre tácticas de guerra, ese escondite en un bosque con un equipo de compañeros bien entrenados... Era algo que ya había hecho antes. Docenas de veces. Puede que centenares, aunque los recuerdos eran tan borrosos que no podía afirmarlo con certeza.

Cuando los trollocs casi habían pasado del todo, los Aiel y ella salieron del escondite. Los seres habían empezado a bajar por la trocha marcada a propósito por los otros Aiel un rato antes; Birgitte los atacó por detrás y derribó a varios con flechas antes de que el resto hubiera reaccionado.

Los trollocs no eran fáciles de matar. A menudo había que acertarles con dos o tres flechas para frenarlos. En fin, eso ocurría sólo cuando no se acertaba a dar en un ojo o en la garganta. Ella nunca fallaba. Monstruo tras monstruo cayeron por disparos de su arco. Los trollocs habían empezado a bajar la cuesta que había un poco más adelante de la cueva, lo cual significaba que cada uno que los Aiel o ella mataran era otro cuerpo que los demás tenían que saltar para llegar hasta ellos.

De cincuenta pasaron a ser treinta en cuestión de segundos. Al tiempo que esos treinta corrían hacia arriba, la mitad de los Aiel sacaron las lanzas y se enzarzaron con ellos mientras Birgitte y los otros daban unos cuantos pasos cuesta abajo y flanqueaban a los trollocs.

Los veinte se redujeron a diez, que intentaron huir. A pesar del entorno boscoso, era fácil localizarlos, aunque hacerlo así significara darles en las piernas o en la parte posterior del cuello, malhiriéndolos para después rematarlos con lanzas.

Diez de los Aiel se ocuparon de ellos clavando una lanza en cada uno para asegurarse de que estaban muertos. Otros recogieron flechas. Birgitte hizo un gesto a Nichil y a Ludin, dos de los Aiel, y ambos se le unieron para explorar los alrededores.

Se movía por la zona con seguridad. Esa fronda le resultaba familiar, y no sólo por vidas pasadas que ya no recordaba. Durante los siglos vividos en el Mundo de los Sueños, Gaidal y ella habían pasado años y años en ese bosque. Recordó las caricias de Gaidal en su cuello. Su cuello.

«No puedo perder esto —pensó al tiempo que contenía el pánico—. Luz, no puedo, Por favor...» No sabía lo que le estaba pasando. Recordaba algunas cosas, una simple discusión por... ¿Por qué? Lo había perdido. A la gente no se la podía desvincular del Cuerno, ¿verdad? Puede que Hawkwing lo supiera. Tendría que preguntárselo. A no ser que ya se lo hubiera preguntado...

«¡Así me abrase!»

Un movimiento en el bosque la hizo pararse en seco. Se agazapó junto a una roca, con el arco por delante de ella. La maleza crujió muy cerca. Nichil y Ludin habían desaparecido con el primer ruido. Luz, qué buenos eran. Aunque escondidos cerca, tardó unos instantes en localizarlos.

Alzó un dedo, con el que se señaló a sí misma, y después señaló hacia adelante. Ella exploraría; ellos serían su cobertura.

Birgitte se movió en silencio. Iba a enseñarles a esos Aiel que no eran los únicos que sabían cómo evitar ser detectados. Además, ese bosque era suyo. No permitiría que la dejara en evidencia una pandilla de habitantes del desierto.