Se movió con sigilo, evitando los quebradizos matorrales de espino. ¿No había más de esos matorrales últimamente? Parecían ser de las pocas plantas que no se habían secado del todo. El suelo tenía un olor a rancio que no debería haber en un bosque, aunque lo superaba el hedor a muerte y podredumbre. Pasó cerca de otro grupo de trollocs caídos. La sangre estaba seca. Llevaban varios días muertos.
Elayne había ordenado a sus tropas que llevaran de vuelta a sus muertos. Miles y miles de trollocs se desplazaban por ese bosque como escarabajos. Elayne quería que sólo encontraran los cadáveres de los suyos con la esperanza de que eso les infundiera miedo.
Birgitte se movió hacia el ruido. A la luz menguante del día, vio largas sombras. Trollocs que olisqueaban el aire.
Las criaturas siguieron abriéndose paso a través del bosque. No tenían más remedio que evitar las calzadas donde una emboscada con los dragones podría resultar mortífera. El plan de Elayne de formar equipos como el de Birgitte tenía el propósito de empujar a grupos de trollocs hacia el interior de la fronda para reducir su número.
Por desgracia, ese grupo era demasiado numeroso para que su equipo le saliera al paso. Birgitte se retiró e hizo una seña a los Aiel para que la siguieran, y regresaron en silencio hacia el campamento.
Esa noche, tras su fracaso con el ejército de Lan, Rand se refugió en sus sueños.
Buscó su valle de paz y apareció en medio de una arboleda de cerezos en flor cuyo perfume impregnaba el aire. Con esas hermosas flores de un intenso color rosa en el interior de la corola y blanco por el borde de los pétalos, casi parecía que los árboles estuvieran en llamas.
Rand vestía la ropa sencilla de Dos Ríos. Tras meses de ropajes regios de llamativos colores y tejidos finos, los amplios pantalones de paño y la camisa de lino le resultaban cómodos. Calzaba botas fuertes, como las que había gastado en la adolescencia. Le ajustaban como no lo haría ninguna bota nueva, por bien hecha que estuviera.
Ahora ya no dejaban que llevara botas viejas. Si tenían el más leve asomo de desgaste, uno u otro sirviente las hacía desaparecer.
Rand se encontraba en las colinas de su sueño e hizo aparecer un bastón normal, tras lo cual echó a andar pendiente arriba. Aquél no era un lugar real; ya no. Lo había creado de la memoria y el deseo, mezclando de algún modo reminiscencias de algo familiar con cierta posibilidad de explorar. El aire tenía un olor a frescura, a hojas caídas y a savia. Entre los matorrales se movían animales. El grito de un halcón se oyó a lo lejos.
Lews Therin había sabido cómo crear fragmentos de sueño como ése. A pesar de no ser un Soñador, casi todos los Aes Sedai de aquella era habían hecho uso del Tel’aran’rhiod de un modo u otro. Una de las cosas que aprendían era a escindir un sueño para sí mismos, un lugar seguro dentro de su mente, más controlado que los sueños normales. Aprendían a entrar en un fragmento como ése mientras meditaban, a la par que, de algún modo, le proporcionaban al cuerpo un descanso tan real como si durmieran.
Lews Therin había sabido hacer esas cosas y más. Por ejemplo, cómo llegar a la mente de alguien si entraban en su fragmento de sueño. Cómo darse cuenta si alguien invadía sus sueños. Cómo mostrar sus sueños a otros. A Lews Therin le había gustado saber cosas, como un viajero que desea llevar en las alforjas un ejemplar de todo lo que es útil.
Lews Therin rara vez había utilizado esas herramientas. Las había dejado almacenadas en algún rincón de la mente, cogiendo polvo. ¿Las cosas habrían ido de un modo distinto si cada noche hubiera dedicado un rato a deambular por un tranquilo valle como ése? Rand lo ignoraba. Y, a decir verdad, ese valle había dejado de ser seguro. Llegó cerca de una caverna que había a su izquierda. Esa cueva no era obra suya. ¿Otro intento de Moridin de atraerlo? Rand pasó de largo, sin mirar.
El bosque ya no parecía tan vivo como hacía unos segundos. No había practicado con esto lo suficiente; así pues, a medida que caminaba, la fronda empezó a volverse gris, como si se destiñera.
La caverna reapareció. Rand se detuvo delante de la boca. Un aire frío, húmedo, con olor a moho, llegó hasta él y le heló la piel. Desechó el bastón y entró en la caverna. Al entrar en la oscuridad tejió una esfera de luz blanca azulada y la dejó flotando a un lado de la cabeza. La claridad se reflejaba en la piedra húmeda y brillaba en protuberancias y hendiduras alisadas.
En las profundidades de la caverna sonó el eco de jadeos, seguido por gritos ahogados. Y... chapoteos. Rand continuó adelante, aunque para entonces ya había imaginado de qué se trataba aquello. Había empezado a preguntarse si ella volvería a intentarlo.
Al final del túnel llegó a una pequeña cámara de unos diez pasos de ancho, donde la piedra se hundía bajo un estanque de agua clara, perfectamente circular. La profundidad azul parecía extenderse hacia abajo sin interrupción.
Una mujer vestida de blanco se debatía para mantenerse a flote en el centro. La tela del vestido ondeaba en el agua y formaba un círculo. Tenía el rostro y el cabello mojados. Rand la estaba mirando cuando, de repente, agitándose en el agua cristalina, la mujer jadeó y se hundió.
Boqueando, emergió al cabo de unos instantes.
—Hola, Mierin —dijo con suavidad Rand.
Apretó el puño. No iba a saltar al agua para rescatarla. Estaba en un fragmento de sueño y ese estanque, de hecho, podía ser de agua, pero lo más probable era que representara algo diferente.
Su llegada pareció mantenerla a flote, y sus vigorosos manoteos y movimientos se volvieron más eficaces.
—Lews Therin —dijo ella mientras se limpiaba la cara con una mano, entre jadeos.
¡Luz! ¿Dónde había quedado su estado de paz y tranquilidad? Volvió a sentirse como un chiquillo, un muchacho que pensaba que Baerlon era la urbe más grande de cuantas se habían construido jamás. Sí, la cara de la mujer era diferente, pero las caras habían dejado de tener importancia para él. Ella seguía siendo la misma persona.
De todos los Renegados, sólo Lanfear había elegido su nuevo nombre. Siempre había querido tener uno así.
Él recordó. Recordó. Se vio a sí mismo entrando en fiestas magníficas, con ella del brazo. Oía su risa mezclada con la música. Y las noches pasadas a solas los dos. No habría querido recordar hacer el amor a otra mujer, sobre todo a una de las Renegadas, pero no podía escoger y seleccionar lo que había en su mente.
Esos recuerdos se mezclaban con los suyos propios, de cuando la había deseado como lady Selena. Una lujuria estúpida, juvenil. Ya no sentía nada de eso, pero los recuerdos permanecían.
—Puedes liberarme, Lews Therin —dijo Lanfear—. Me tiene en su poder. ¿Es que he de suplicar? ¡Me tiene en su poder!
—Juraste lealtad a la Sombra, Mierin —contestó Rand—. Ésta es tu recompensa. ¿Esperas que te compadezca?
Algo oscuro ascendió en el agua y se enroscó alrededor de las piernas de la mujer para, acto seguido, tirar otra vez de ella hacia el abismo. A pesar de lo que había dicho, Rand se sorprendió dando un paso adelante, como si fuera a saltar a la charca.
Se contuvo. Tras luchar largo y tendido, por fin se sentía de nuevo un único ser, completo e intacto. Eso lo fortalecía, pero en su paz alentaba una debilidad, la debilidad que siempre había temido. La que Moraine había visto en él, y con razón: la de la compasión.
Él necesitaba ese sentimiento. Igual que un yelmo necesitaba un agujero por el que ver. De ambas cosas podía sacar provecho un enemigo. Admitía que era cierto.
Lanfear salió a la superficie escupiendo agua y con aspecto de indefensión.
—¿He de suplicar? —repitió.
—No te creo capaz de hacerlo.
Ella bajó los ojos.
—¡Por favor...! —susurró después.
A Rand se le revolvieron las tripas. Él mismo había luchado en la oscuridad buscando la Luz. Se había dado a sí mismo una segunda oportunidad; ¿es que no iba a dársela a ella?