¡Luz! Dudó al recordar lo que había sentido en el momento de asir el Poder Verdadero. Ese tormento y esa excitación, ese poder y ese horror. Lanfear se había entregado al Oscuro, pero, en cierto modo, Rand también lo había hecho.
La miró a los ojos, hurgando en ellos, reconociéndolos. Por último, Rand meneó la cabeza.
—Has perfeccionado este tipo de engaño, Mierin. Pero no lo suficiente.
La expresión de la mujer se ensombreció. En un visto y no visto, el estanque desapareció y fue reemplazado por un suelo de piedra. Lanfear se sentó en él, cruzada de piernas, con el vestido blanco plateado. Con un rostro nuevo, pero sin dejar de ser ella.
—Así que has vuelto —dijo de un modo que no sonaba muy complacido—. Bueno, ya no habré de tratar con un simple pastor. Lo cual tiene más pros que contras.
Rand resopló con sorna y entró en la cámara. Mierin seguía prisionera; se percibía una oscuridad a su alrededor, como una cúpula de sombras, y se mantuvo fuera de ella. Sin embargo, el estanque —el acto de ahogarse— había sido mero teatro. Por arrogante que fuera, era muy capaz de fingir fragilidad cuando la situación lo requería. Si hubiera podido aceptar antes como propios los recuerdos de Lews Therin, esa mujer no lo habría engañado con tanta facilidad en el Yermo.
—En ese caso no me dirigiré a ti como una damisela necesitada del auxilio de un héroe —dijo Lanfear, que siguió con la mirada los pasos de Rand alrededor de la cámara—. Lo haré como a un igual, para pedir asilo.
—¿Un igual? —Rand se echó a reír—. ¿Desde cuándo has considerado a alguien tu igual, Mierin?
—¿Te trae sin cuidado mi cautividad?
—Lo lamento —contestó Rand—, pero no más de lo que lo lamenté cuando juraste servir a la Sombra. ¿Sabías que yo estaba allí, cuando lo manifestaste? No me viste, porque no quería que me vieras, pero te estaba observando. Luz, Mierin, juraste matarme.
—¿Crees que lo decía en serio? —preguntó ella, que se volvió para mirarlo a los ojos.
¿Lo fue...? No, no era su intención. Entonces no. Lanfear no mataba a quienes pensaba que podían serle de utilidad, y ella siempre lo había considerado útil.
—Hubo un tiempo en que compartimos algo especial —manifestó la mujer—. Eras mi...
—¡Era un adorno que lucías! —espetó Rand. Respiró hondo en un intento de sosegarse. Luz, qué difícil resultaba conseguirlo estando ella cerca—. El pasado, pasado está. No tiene importancia para mí, y de buen grado te ofrecería una segunda oportunidad para volver a la Luz. Por desgracia, te conozco. Vuelves a hacer lo mismo. Juegas con todos nosotros, incluido el Oscuro. La Luz te trae sin cuidado. A ti sólo te importa tu poder, Mierin. ¿De verdad quieres que crea que has cambiado?
—No me conoces tan bien como crees —repuso ella sin dejar de seguirlo con la mirada mientras él recorría el perímetro de su prisión—. Nunca me conociste.
—Entonces, demuéstramelo. —Rand se paró—. Muéstrame tu mente, Mierin. Ábrela por completo para mí. Dame control sobre ti aquí, en este lugar de sueños domeñados. Si en tus intenciones no hay doblez, te liberaré.
—Lo que me pides está prohibido.
Rand rompió a reír.
—¿Y cuándo te ha detenido eso a ti? —le preguntó a la mujer.
Ella se quedó pensativa, como si se lo estuviera planteando; en verdad debía de estar preocupada por su cautividad. En otro tiempo, semejante sugerencia la habría hecho reír. Puesto que aquél era, de forma ostensible, un sitio donde Rand tenía todo el control, si le daba permiso él podría ahondar en su mente y despojarla de todo fingimiento.
—Yo... —empezó Lanfear.
Él avanzó un paso, hasta el borde de la prisión. Ese temblor en la voz de la mujer... parecía real. La primera emoción genuina que dejaba ver.
«Luz —pensó al tiempo que escudriñaba su mirada—. ¿De verdad va a hacerlo?»
—No puedo —dijo Lanfear—. No puedo —repitió, esta vez en un susurro.
Rand exhaló. Descubrió que la mano le temblaba. Qué cerca. ¡Qué cerca de la Luz, como una gata salvaje en la noche, al acecho, acercándose y apartándose del granero iluminado! Se sorprendió al notar que estaba enfadado; y más que antes. ¡Ella siempre acababa haciendo lo mismo! Coqueteando con lo que era correcto, pero eligiendo siempre su propio camino.
—Hemos terminado, Mierin —dijo Rand al tiempo que daba media vuelta, dispuesto a salir de la cámara—. Para siempre.
—¡Me has malinterpretado! —gritó ella—. ¡Siempre lo haces! ¿Acaso tú te mostrarías a alguien de esa forma? Yo no puedo hacerlo. Me han abofeteado demasiadas veces aquellos en quienes debería haber podido confiar. Me han traicionado quienes deberían haberme amado.
—¿Ahora vas a culparme a mí por esto? —replicó Rand, que se había dado la vuelta de nuevo para mirarla.
Ella no apartó la vista. Estaba sentada con aire imperioso, como si la prisión fuera un trono.
—En verdad lo recuerdas así, ¿no es cierto? —preguntó Rand—. ¿Crees que te traicioné por ella?
—Dijiste que me amabas.
—Jamás dije tal cosa. Jamás. No podía decirlo. Ignoraba lo que era amar. Siglos de vida y no lo descubrí hasta que la conocí. —Vaciló antes— de continuar; habló en voz tan baja que no levantó eco en la pequeña cámara—. Jamás lo has sentido, ¿verdad? Por supuesto. ¿Cómo podrías amar? Tu corazón ya tiene dueño: el poder que ambicionas con tantas ansias. No queda sitio para nada más.
Rand se dejó llevar.
Y lo hizo como Lews Therin nunca había sido capaz de hacerlo. Incluso después de descubrir a Ilyena, incluso después de comprender cómo lo había utilizado Lanfear, se había aferrado al odio y al desprecio.
«¿Esperas que te compadezca?», le había preguntado.
Y ahora era justamente eso lo que sentía. Compasión por una mujer que jamás había conocido el amor, una mujer que no se permitiría conocerlo. Compasión por una mujer que no era capaz de estar de parte de nadie que no fuera ella.
—Yo... —susurró de nuevo Lanfear.
Rand alzó la mano y entonces se abrió a ella. Sus intenciones, su mente, su ser... Todo apareció en un remolino de color, de emociones y de poder a su alrededor.
Los ojos de Lanfear se abrieron de par en par mientras el remolino danzaba delante de ella, como imágenes sobre una pared. No podía ocultar nada. Ella vio sus motivaciones, sus deseos, sus anhelos para el género humano. Vio sus intenciones. Ir a Shayol Ghul, matar al Oscuro. Dejar tras de sí un mundo mejor del que había dejado la última vez.
No temió revelar esas cosas. Había tocado el Poder Verdadero y, en consecuencia, el Oscuro sabía lo que había en su corazón. Allí no había sorpresas, al menos nada que debería haberlo sido.
Aun así, Lanfear se sorprendió. Se quedó boquiabierta al ver la verdad... La verdad de que, en lo más hondo, no era de Lews Therin la esencia que daba vida a Rand. Era la del pastor criado por Tam. Sus vidas revisadas en unos instantes, sus recuerdos y sus sentimientos puestos al descubierto.
Por último, le mostró su amor por Ilyena... como un cristal brillante colocado en una repisa donde admirarlo. Después, su amor por Min, por Aviendha, por Elayne. Como una ardiente hoguera, cálido, reconfortante, apasionado.
No había amor por Lanfear en lo que mostró de sí mismo. Ni una brizna. También había aplastado el desprecio que Lews Therin sentía por ella. Y así, para él, Lanfear no era nada en realidad.
Ella soltó un grito ahogado. El brillo que envolvía a Rand se desvaneció.
—Lo siento —dijo él—. Lo que dije era en serio. He terminado contigo, Mierin. Mantén la cabeza agachada mientras dure la tormenta que se avecina. Si salgo victorioso en esta batalla, ya no tendrás motivos para temer por tu alma. No quedará nadie que quiera atormentarte.
Una vez más, le dio la espalda y se dirigió a la salida de la cueva. Atrás quedó Lanfear, sumida en el silencio.
La llegada del crepúsculo en el Bosque de Braem iba acompañada por el olor de hogueras ardiendo sin llama en sus agujeros y los sonidos de hombres que gemían entre dientes mientras se acomodaban para echar un sueño intranquilo, con la espada al alcance de la mano. En el aire estival había un frío impropio de la estación.