Perrin caminó a través del campamento, entre los hombres que tenía a su mando. La lucha había sido dura en ese bosque. Los suyos estaban haciendo daño a los trollocs, pero, por la Luz, siempre parecía haber más Engendros de la Sombra para reemplazar a los que habían caído.
Después de comprobar que los suyos se habían alimentado como era debido, que se habían organizado los turnos de guardia y que los hombres sabían qué hacer si se despertaban en plena noche por un ataque de los Engendros de la Sombra, fue a buscar a los Aiel. A las Sabias en particular. Casi todas ellas se habían reunido para ir con Rand cuando emprendiera la marcha contra Shayol Ghul —de momento, seguían esperando esa orden—, pero unas pocas se habían quedado con Perrin, incluida Edarra.
Ella y las otras Sabias no se hallaban sujetas a sus órdenes. Y, sin embargo, al igual que Gaul, seguían con él cuando sus compañeros se habían ido a otro sitio. Perrin no les había preguntado la razón de que actuaran así. Tenerlas con él le era útil, y por ello les estaba agradecido.
Los Aiel lo dejaron entrar en su perímetro. Encontró a Edarra sentada junto al fuego bien rodeado de piedras para evitar que una chispa perdida saltara del hoyo. Esas frondas, secas como estaban, podían salir ardiendo con tanta facilidad como un granero lleno de paja de la última siega.
Ella lo miró mientras se sentaba a su lado. La Aiel parecía joven, pero olía a paciencia, curiosidad y control. Sabiduría. No le preguntó por qué había ido a verla. Esperó a que él hablara.
—¿Eres una caminante de sueños? —preguntó Perrin.
Ella lo observó en la noche; Perrin tuvo la clara sensación de que aquélla no era una pregunta que un hombre —o un forastero— debería hacer.
Por lo tanto, se sorprendió cuando ella respondió:
—No.
—¿Sabes mucho sobre ello? —inquirió.
—Algo.
—Necesito saber cómo entrar físicamente en el Mundo de los Sueños. No sólo en mi sueño, sino con mi cuerpo físico. ¿Has oído hablar de ello?
Ella inhaló con brusquedad.
—No pienses en eso, Perrin Aybara. Es maligno.
Perrin frunció el entrecejo. La fuerza en el Sueño del Lobo —en el Tel’aran’rhiod— era un tema delicado. Cuanto más fuerte entrara Perrin en el sueño —cuanto más sólido fuera allí— más fácil le resultaba cambiar las cosas, manipular ese mundo.
No obstante, implicaba un riesgo. Al entrar con demasiada fuerza en el sueño se exponía a disociarse de su cuerpo, dormido en el mundo real.
Eso, al parecer, no le preocupaba a Verdugo. Verdugo era fuerte allí. Muy, muy fuerte; el hombre estaba físicamente en el sueño. De eso Perrin tenía cada vez más certeza.
«Nuestra contienda no acabará hasta que tú seas la presa, Verdugo —pensó Perrin—. Cazador de lobos. Acabaré contigo.»
—En muchos aspectos todavía eres un niño, por mucho honor que hayas obtenido —rezongó Edarra sin quitarle ojo; aunque no le hacía gracia, Perrin se había acostumbrado a que las mujeres que tenían uno o dos años más que él lo trataran así—. Ninguna caminante de sueños te enseñará a hacer eso. Es maligno.
—¿Por qué lo es?
—Entrar en el Mundo de los Sueños en persona te arrebata parte de lo que te hace humano. Lo que es más, si uno muere en ese sitio mientras se halla físicamente en él, ocurre que muere para siempre. Sin más renacimientos, Perrin Aybara. Tu hilo en el Entramado podría terminar para siempre, y tú, destruido. Eso no es algo que deberías plantearte hacer.
—Los seguidores de la Sombra lo hacen, Edarra —argumentó Perrin—. Corren esos riesgos para dominar. Tenemos que aceptar exponernos a los mismos peligros para detenerlos.
Edarra soltó un quedo siseo mientras meneaba la cabeza.
—No te cortes un pie por miedo a que una serpiente vaya a morderlo, Perrin Aybara. No cometas un terrible error porque te atemoriza algo que parece peor. Es todo cuanto tengo que decir respecto a este tema.
La Sabia se puso de pie y lo dejó sentado junto al fuego.
13
Lo que ha de hacerse
El ejército se dividió delante de Egwene para dejarle paso; cabalgaba hacia las colinas del sudeste de Kandor, donde al cabo de poco entablarían batalla con el enemigo que avanzaba hacia ellos. Encabezaba una fuerza de cien Aes Sedai, muchas de ellas pertenecientes al Ajah Verde. Las revisiones tácticas de Bryne habían sido rápidas y eficaces. Contaba con algo mejor que arqueros para romper la carga del enemigo, algo más destructivo que la caballería pesada para ocasionar un daño considerable.
Había llegado el momento de hacer uso de ese recurso.
Otras dos fuerzas más pequeñas de Aes Sedai se encaminaban hacia los flancos del ejército. Puede que esas colinas hubieran sido exuberantes y verdes en otros tiempos: ahora estaban amarillentas y pardas, como agostadas por el sol. Intentó ver las ventajas de ello. Al menos el suelo era firme y no perdería pie. Y, aunque los relámpagos surcaban de vez en cuando el cielo, no parecía probable que lloviera.
Los trollocs que avanzaban hacia ellos parecían extenderse sin fin en ambas direcciones. Aunque el ejército de Egwene era enorme, de repente parecía muy pequeño. Por suerte, Egwene tenía una ventaja: al ejército trolloc lo impulsaba la necesidad de seguir moviéndose hacia adelante. Los ejércitos trollocs se desmoronaban cuando no avanzaban constantemente. Empezarían a enzarzarse entre ellos. Se les acabaría la comida.
El ejército de Egwene era una barrera en su camino. Y un cebo. Los Engendros de la Sombra no podían permitirse que un contingente tan grande anduviera suelto y, en consecuencia, Egwene los conduciría en la dirección marcada por ella.
Sus Aes Sedai llegaron al frente del campo de batalla. Bryne había dividido su ejército en unidades numerosas, con mucha movilidad, para caer sobre los trollocs dondequiera y cuandoquiera que denotaran vulnerabilidad.
La formación ofensiva de las tropas de Bryne pareció desconcertar a los trollocs. Al menos, así fue como Egwene interpretó el movimiento inseguro de sus filas, la agitación, el aumento del ruido. Los trollocs rara vez tenían que preocuparse de ponerse a la defensiva. Los trollocs atacaban, los humanos se defendían. Los humanos se preocupaban. Los humanos eran comida.
Egwene coronó la colina y contempló la llanura que era territorio de Kandor, donde la ingente masa de trollocs estaba reunida; sus Aes Sedai se colocaron en una larga línea a ambos lados de Egwene. Detrás, entre los hombres del ejército parecía haber incertidumbre. Sabían que Egwene y las otras eran Aes Sedai, y ningún hombre se sentía cómodo habiendo cerca encauzadoras.
Egwene se llevó una mano al costado y sacó algo largo, blanco y fino de una funda de piel que llevaba atada al cinturón. Era una vara estriada, el sa’angreal de Vora. El contacto en su mano le resultaba cómodo, familiar. Aunque sólo había utilizado ese sa’angreal una vez, la sensación era como si entre la vara y ella hubiera una relación de pertenencia en ambas direcciones. Durante la batalla contra los seanchan, ésa había sido su arma. Por primera vez había comprendido por qué un soldado llegaba a sentir un vínculo con su espada.
El brillo del Poder parpadeó a todo lo largo de la línea de mujeres, como una hilera de linternas que se hubieran encendido. Egwene abrazó la Fuente y sintió el Poder Único fluir en ella como una cascada que al inundarla le hubiera abierto los ojos. El mundo se tornó más hermoso, y el olor a aceite en las armaduras y a hierba pisoteada se hizo más intenso.
En el abrazo del Saidar vislumbraba el indicio de los colores que la Sombra no quería que advirtieran. No todo el pasto estaba muerto; había pequeños rastros verdes donde las briznas de hierba se aferraban a la vida. Debajo había topillos; ahora percibía con facilidad las ondulaciones en la tierra. Comían raíces moribundas y luchaban por sobrevivir.