Nynaeve siguió escribiendo cuando entraron. Ya no llevaba coleta; tenía el cabello suelto sobre los hombros, una imagen tan rara como la de un barco sin vela.
—Te atenderé dentro de un instante, Sleete —le dijo al Guardián—. En serio, la forma en que tú y tus compañeros estáis revoloteando a mi alrededor últimamente me hace pensar en una gallina que ha perdido un huevo. ¿Vuestras Aes Sedai no tienen trabajo que daros?
—Lan es muy importante para muchos de nosotros, Nynaeve Sedai —repuso el Guardián, Sleete, con voz grave, sosegada.
—Oh, ¿y para mí no lo es? En serio, me pregunto si no convendría mandaros a cortar leña o algo por el estilo. Si viene a verme un Guardián más por si necesito...
Alzó la vista y por fin vio a Leilwin. De inmediato el rostro de Nynaeve se torno impávido. Frío. Helador. Y Leilwin se puso a sudar. Esa mujer tenía su vida en sus manos. ¿Por qué no había podido Sleete llevarlos hasta Elayne? Quizá no deberían haber mencionado a Nynaeve.
—Estos dos querían veros —explicó Sleete, que tenía la espada desenvainada; Leilwin no se había fijado en ese detalle. Domon masculló entre dientes—. Afirman que prometisteis pagarles dinero y que han venido por él. Sin embargo, no se identificaron en la Torre, y hallaron el modo de escabullirse a través de uno de los accesos. El hombre es de Illian. La mujer, de otra parte. Ha imitado el acento illiano.
Bueno, a lo mejor no era tan buena con el acento como había imaginado. Leilwin echó un vistazo a la espada del hombre. Si se tiraba hacia un lado y rodaba, probablemente él fallaría un golpe, eso dando por hecho que arremetería contra el pecho o el cuello. Ella podría sacar el garrote y...
Estaba cara a cara con una Aes Sedai. Lo más seguro era que nunca se levantara del suelo. Estaría inmovilizada por un tejido del Poder Único. O algo peor.
—Los conozco, Sleete —dijo Nynaeve con voz fría—. Has hecho bien en traérmelos aquí. Gracias.
El Guardián envainó la espada de inmediato y Leilwin notó un aire frío en el cuello cuando él salió de la tienda, tan silencioso como un susurro.
—Si habéis venido buscando el perdón, habéis acudido a la persona equivocada —dijo Nynaeve—. Casi estoy por entregaros a los Guardianes para que os interroguen. Quizá puedan sacaros algo útil sobre los seanchan de esa traicionera mente vuestra.
—Me alegro de volver a verte, Nynaeve —habló Leilwin con frialdad.
—Bien, ¿qué pasó? —demandó Nynaeve.
¿Qué pasó? ¿A qué se refería esa mujer?
—Lo intenté —respondió de pronto Bayle con expresión arrepentida—. Luché con ellos, pero enseguida me redujeron. Podrían haber prendido fuego a mi barco, habernos hundido, haber matado a mis hombres.
—Mejor habría sido que tú y todos cuantos estabais a bordo hubieseis muerto, illiano —repuso Nynaeve—. El ter’angreal acabó en manos de una de las Renegadas, Semirhage. Se ocultaba en Seanchan, fingiendo ser una especie de juez. Una Palabra de la Verdad. ¿Es así como se llaman?
—Sí —confirmó Leilwin en voz queda. Ahora lo entendía—. Lamento haber roto mi juramento, pero...
—¿Que lo lamentas, Egeanin? —la interrumpió Nynaeve mientras se incorporaba con tanta violencia que volcó la silla—. ¡Lamentarlo no es una palabra que yo utilizaría por poner en peligro al mismísimo mundo, por empujarnos al filo de la oscuridad y estar en un tris de arrojarnos por el borde! Hizo copias de ese artilugio, mujer. Una acabó en el cuello del Dragón Renacido. ¡El propio Dragón Renacido, controlado por una de los Renegados! —Nynaeve agitó las manos en el aire.
»¡Luz! Estuvimos a unos segundos del fin por tu culpa. El fin de todo. De desaparecer el Entramado, el mundo, y quedar la nada. Millones de vidas podrían haber desaparecido en un parpadeo por tu negligencia.
—Yo...
De repente sus fallos le parecieron monumentales a Leilwin. Su vida perdida. Su nombre perdido. Despojada de su barco por la mismísima Hija de las Nueve Lunas. Todo eso parecía carecer de importancia a la luz de aquello.
—Luché —repitió Bayle con más firmeza—. Luché con cuanto estaba a mi alcance.
—Al parecer tendría que haberme unido a ti —dijo Leilwin.
—Intenté explicártelo —adujo Bayle, sombrío—. Muchas veces, así me abrase, pero lo intenté.
—Bah —rezongó Nynaeve, que se llevó una mano a la frente—. ¿Qué haces aquí, Egeanin? Esperaba que estuvieras muerta. Si hubieses muerto para mantener tu juramento, entonces no habría podido culparte.
«Se lo entregué a Suroth yo misma —pensó Leilwin—. Un precio pagado a cambio de mi vida, la única salida que tenía.»
—¿Y bien? —Nynaeve le asestó una mirada feroz—. Suéltalo de una vez, Egeanin.
—Ya no me llamo así. —Leilwin se puso de rodillas—. He sido despojada de todo, incluido mi honor, por lo que parece. Me entrego a ti en pago.
Nynaeve resopló.
—Yo no tengo personas como si fueran animales, a diferencia de lo que vosotros hacéis, seanchan.
Leilwin siguió de rodillas. Bayle le puso la mano en el hombro, pero no hizo intención de tirar para que se pusiera de pie. Entendía muy bien ahora por qué hacía lo que hacía. Faltaba poco para que fuera civilizado.
—De pie —espetó Nynaeve—. Por la Luz, Egeanin. Te recuerdo lo bastante fuerte como para masticar rocas y escupirlas hechas arena.
—Es la fuerza lo que me obliga a hacer esto —respondió mientras bajaba la vista al suelo.
¿Es que Nynaeve no entendía lo difícil que le resultaba aquello? ¿Que sería mucho más sencillo para ella cortarse el cuello, sólo que ya no le quedaba honor suficiente para exigir un final tan fácil?
—¡Ponte de pie!
Leilwin obedeció.
Nynaeve recogió su capa de la cama y se la echó por los hombros.
—Vamos. Os conduciremos ante la Amyrlin. Quizás ella sepa qué hacer con vosotros.
Nynaeve salió a la noche abriéndose paso entre ellos. Leilwin fue tras ella; había tomado una decisión. Sólo había un camino que tenía sentido, un modo de preservar un resto de honor y, tal vez, ayudar a su pueblo a sobrevivir a las mentiras que le habían estado diciendo durante tanto tiempo.
Leilwin Sin Barco ahora era propiedad de la Torre Blanca. Dijeran lo que dijeran, intentaran lo que intentaran hacer con ella, ese hecho no cambiaría. Era de su propiedad. Sería una da’covale de la tal Amyrlin y capearía ese temporal como un barco al que el viento ha desgarrado el velamen.
A lo mejor, con el honor que le quedaba, podría ganarse la confianza de esa mujer.
—Es parte de un remedio para el dolor que conocía un viejo fronterizo —dijo Melten mientras le quitaba el vendaje del costado de Talmanes—. La urticana ralentiza la infección dejada por el metal maldito.
Melten era un hombre enjuto y greñudo. Vestía como un leñador andoreño, con camisa sencilla y capa, pero hablaba como un fronterizo. En la bolsa del cinturón llevaba un juego de bolas de colores con las que a veces hacía malabarismos para los otros miembros de la Compañía. En otra vida tenía que haber sido un juglar.
Era un hombre que no parecía hecho para estar en la Compañía, aunque, de un modo u otro, ése era el caso de todos.
—Ignoro cómo mitiga la ponzoña —admitió Melten—, pero lo hace. No es un veneno natural, ojito. No se puede extraer chupándolo.
Talmanes se apretó el costado con la mano. El dolor abrasador era como si unos bejucos espinosos le serpentearan bajo la piel, extendiéndose y desgarrando la carne con cada movimiento. Sentía claramente cómo se movía el veneno a través de su cuerpo. Luz, y cómo dolía.