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Gaul se había cubierto la cara con el shoufa y miraba en derredor con desconfianza. Sus ropas habían cambiado de color para mimetizarse con la hierba.

—Tienes que ser muy cuidadoso aquí, Gaul —le dijo Perrin—. Pensamientos triviales que te vengan a la cabeza pueden hacerse realidad.

Gaul asintió con un cabeceo y después, vacilante, se bajó el velo.

—Seguiré las instrucciones y actuaré en conformidad.

Era buena señal que las ropas de Gaul no cambiaran demasiado conforme avanzaban a través del campo.

—Tú intenta mantener la mente despejada —aconsejó Perrin—. Libre de pensamientos. Actúa por instinto y haz lo que te diga.

—Cazaré como un gara —contestó Gaul a la par que asentía con la cabeza—. Mis lanzas son tuyas, Perrin Aybara.

Perrin siguió adelante, preocupado de que Gaul, de manera casual, se desplazara a algún sitio al pensar en él. Sin embargo, el Aiel apenas se dejaba llevar por los efectos del Sueño del Lobo. La ropa le cambiaba un poco cuando se sobresaltaba, el velo le tapaba el rostro sin que él lo tocara, pero eso parecía ser todo.

—Veamos —empezó Perrin—. Voy a hacer algo que nos trasladará a la Torre Negra. Vamos a la caza de una presa muy peligrosa, un hombre llamado Verdugo. ¿Te acuerdas de lord Luc?

—¿El cacareítos? —preguntó Gaul.

Desconcertado, Perrin arrugó la frente.

—Es un ave que vive en la Tierra de los Tres Pliegues —explicó Gaul—. No vi mucho a ese hombre, aunque me pareció un fanfarrón. Mucho cacarear, pero luego era un cobarde.

—Bueno, eso era una fachada —contestó Perrin—. Y, en cualquier caso, es una persona muy diferente en el sueño... Aquí es un predador llamado Verdugo que caza lobos y hombres. Es poderoso. Si decide matarte, puede aparecer detrás de ti en un abrir y cerrar de ojos e imaginarte atrapado por enredaderas e incapaz de moverte. Estarás inmovilizado mientras te corta la garganta.

Gaul se echó a reír.

—¿Te parece gracioso? —preguntó Perrin.

—Actúas como si eso fuera algo nuevo —contestó Gaul—. Sin embargo, en el primer sueño, allí adonde voy estoy rodeado de mujeres y hombres que podrían atarme en el aire con sólo pensarlo y matarme en cualquier momento. Me he acostumbrado a sentirme indefenso estando cerca de algunas personas, Perrin Aybara. Así ocurre en el mundo con todo.

—No obstante, si encontramos a Verdugo —dijo Perrin muy serio—, un tipo de cara cuadrada, ojos que no parecen estar del todo vivos y que viste ropas de cuero oscuro, quiero que no te acerques a él. Deja que yo luche con él.

—Pero...

—Dijiste que harías lo que te mandara, Gaul. Esto es importante. Mató a Saltador, y no quiero que te mate a ti también. Tú no lucharás con Verdugo.

—Está bien —se avino Gaul—. Lo juro. No danzaré las lanzas con ese hombre a menos que tú lo ordenes.

Perrin suspiró al imaginar a Gaul inmóvil, sin enarbolar sus lanzas y dejando que Verdugo lo matara por ese juramento. Luz, pero qué irritables podían ser los Aiel.

—Puedes luchar contra él si te ataca —le dijo a Gaul—, pero sólo como un medio para escapar. No lo persigas. Y, si estoy luchando yo con él, mantente alejado. ¿Entendido?

Gaul asintió con la cabeza. Perrin posó la mano en el hombro del Aiel y —cambio— se desplazaron en dirección a la Torre Negra. Perrin no había estado allí nunca, así que tenía que hacer suposiciones e intentar dar con ella. El primer cambio resultó fallido, ya que los desplazó a un sector de Andor donde las colinas herbosas parecían danzar en el agitado viento. Perrin habría preferido saltar de una cumbre de colina a otra, pero no creía que Gaul estuviera preparado para eso. De modo que, en lugar de hacerlo así, tendría que utilizar el cambio para desplazarse.

Tras cuatro o cinco intentos, Perrin llevó a ambos a un lugar desde el que divisó una cúpula traslúcida, ligeramente purpúrea, que se alzaba a lo lejos.

—¿Qué es eso? —preguntó Gaul.

—Nuestro objetivo. Eso es lo que impide que Grady y Neald creen accesos a la Torre Negra.

—Igual que nos pasó en Ghealdan.

—Sí.

Contemplar aquella cúpula le trajo a Perrin recuerdos muy vívidos de lobos muriendo, pero los rechazó. Recuerdos como ésos podían conducirlo a uno a pensamientos triviales. Se permitió experimentar una ira ardiendo en estado latente, como la calidez de su martillo, pero nada más.

—Sigamos —dijo Perrin, que de nuevo indujo un cambio que los trasladó junto a la cúpula. Parecía de cristal—. Tira de mí para sacarme si me desplomo —instruyó a Gaul, tras lo cual dio un paso a través de la barrera.

Fue como si chocara contra algo increíblemente frío que absorbía su fuerza. Dio un traspié, pero mantuvo la mente fija en su objetivo: Verdugo. El cazador de lobos. El asesino de Saltador.

Perrin se enderezó a medida que recuperaba las fuerzas. Estaba siendo más fácil que la última vez; desde luego, acceder físicamente al Sueño del Lobo lo hacía más fuerte. No tenía que preocuparse de sumirse demasiado en el sueño dejando que su cuerpo pereciera en el mundo real.

Se movió despacio a través de la barrera, como si pasara a través de agua, y pisó al otro lado. Tras él, Gaul, con una expresión de curiosidad en el rostro, alargó la mano y dio un golpecito en la cúpula con el dedo índice.

De inmediato se desplomó en el suelo, desmadejado como un muñeco de trapo. Las lanzas y las flechas cayeron y rebotaron en el suelo; él se quedó totalmente inmóvil, sin respirar siquiera. Perrin alargó la mano hacia él y atravesó despacio la cúpula con el brazo para aferrar a Gaul por una pierna y tirar de él hacia sí.

Una vez que estuvo al otro lado, Gaul boqueó e inhaló aire, tras lo cual rodó sobre sí mismo al tiempo que gemía. Sujetándose la cabeza, se sentó. Perrin le recogió las flechas y las lanzas sin decir palabra.

—Va a ser una buena experiencia para conseguir que nuestro ji aumente —comentó el Aiel. Se puso de pie y se frotó el brazo sobre el que había caído al suelo—. ¿Las Sabias dicen que es maligno venir a este lugar como hemos hecho nosotros? Me parece que disfrutarían trayendo a los hombres aquí para darles una lección.

Perrin lo miró. No se había dado cuenta de que el Aiel lo había oído hablar con Edarra sobre el Sueño del Lobo.

—¿Qué he hecho para merecer tu lealtad, Gaul? —preguntó Perrin, casi más a sí mismo que al Aiel.

—No tiene nada que ver con que tú hicieras algo —dijo Gaul riendo.

—¿Qué quieres decir? Te saqué de aquella jaula. Por eso me has seguido.

—Por eso empecé a seguirte. Pero no es por lo que he continuado a tu lado. Vamos, ¿no decías que es peligrosa la pieza de caza tras la que vamos?

Perrin asintió y Gaul se veló el rostro. Caminaron bajo la cúpula en dirección a la estructura que había dentro. Había una buena tirada desde el límite de la cúpula hasta el centro, pero Perrin no quería saltar y que lo pillaran por sorpresa, de modo que siguieron a pie a través del paisaje de praderas extensas salpicadas de arboledas.

Caminaron alrededor de una hora antes de que avistaran las murallas. Altas e imponentes, parecían las de una urbe importante. Perrin y Gaul se encaminaron hacia allí; el Aiel exploraba con gran recelo, como si esperara que le dispararan una flecha en cualquier momento. Sin embargo, en el Sueño del Lobo, esos muros no estarían vigilados. De estar allí, Verdugo se encontraría merodeando, al acecho, en el mismísimo centro de la cúpula. Y probablemente habría tendido una trampa.

Perrin apoyó la mano en el hombro de Gaul y ambos se desplazaron al adarve de la muralla en un instante. Gaul, agazapado, avanzó con sigilo a uno de los puestos de guardia cubiertos y echó un vistazo dentro. Perrin fue hacia el lado interior de la muralla y se asomó. La Torre Negra no era tan imponente como daba a entender su aspecto desde fuera. Era un pueblo de chozas y casas pequeñas. Más allá de esas construcciones se extendía un gran edificio en obras.