Un acceso del diámetro de una moneda se abrió delante de Androl, que atrapó el fuego compacto dentro del pequeño orificio.
Taim frunció la frente, y en la estancia se hizo el silencio cuando los sorprendidos Asha’man dejaron de urdir los tejidos. En ese momento, la puerta del cuarto explotó hacia adentro.
Canler, asiendo el Poder Único, entró al tiempo que lanzaba un grito. Lo seguían unos veinte muchachos de Dos Ríos que habían ido a la Torre Negra para entrenarse.
—¡Nos atacan! —gritó Taim mientras abrazaba la Fuente.
La cúpula parecía estar centrada sobre el edificio en obras en el que Perrin se había fijado. Eso no auguraba nada bueno; con esas cimentaciones y agujeros, Verdugo tendría sitios de sobra donde esconderse y tenderle una emboscada.
Una vez que llegaron al pueblo, Perrin señaló una edificación de buen tamaño. Tenía dos plantas y estaba construida como una posada, con un sólido techo de madera.
—Voy a llevarte allí —susurró Perrin—. Ten tu arco preparado. Grita si ves que alguien intenta acercarse a mí a hurtadillas, ¿de acuerdo?
Gaul asintió con la cabeza. Perrin realizó un cambio y los dos aparecieron sobre el tejado; Gaul se apostó junto a la chimenea. La ropa del Aiel se mimetizó con el color de los ladrillos de arcilla, y él se mantuvo agachado, con el arco presto. No tendría el alcance de un arco largo, pero desde allí resultaría mortífero.
Perrin bajó a la calle flotando y se posó con suavidad en el suelo a fin de no hacer ruido. Se agachó y —cambio— se trasladó al costado de una construcción que había un poco más adelante. Otro cambio, y se encontró en la esquina del último edificio de la calle, antes de la excavación, y entonces miró hacia atrás. Gaul, muy bien escondido allí arriba, levantó los dedos: había seguido el desplazamiento de Perrin.
A partir de allí, Perrin avanzó arrastrándose con sigilo; no quería desplazarse con el cambio a un sitio que no alcanzaba a ver desde donde se encontraba. Llegó al borde del primer agujero, profundo y oscuro, de los cimientos; se asomó y vio un suelo de tierra. El viento aún soplaba y allí abajo el polvo se levantaba en remolinos que habrían borrado las posibles huellas que hubiera podido haber.
Se incorporó un poco para quedarse agachado y empezó a desplazarse alrededor del perímetro de la gran cimentación. ¿Dónde estaría el centro exacto de la cúpula? Imposible saberlo, pues era demasiado grande. Siguió adelante, aunque anduvo con cien ojos.
Estaba tan pendiente de los agujeros de la cimentación que casi se topó con los guardias. La risa queda de uno de ellos fue lo que lo puso en guardia y se desplazó haciendo un cambio al otro lado de los cimientos; cayó de rodillas, con un arco largo de Dos Ríos en las manos. Recorrió con la vista los alrededores del lugar, ahora lejano, del que acababa de llegar.
«Estúpido», se recriminó, ahora que por fin los veía. Los dos hombres estaban apoltronados en una casucha construida al lado de los cimientos. La choza era el tipo de estructura en la que uno esperaría que comieran los trabajadores. Perrin miró en derredor con ansiedad, pero Verdugo no surgió de repente de un escondrijo para atacarlo, y los dos guardias no habían advertido su presencia.
No alcanzaba a distinguir con claridad muchos detalles, por lo que de nuevo hizo un cambio y se encontró de vuelta muy cerca de donde había estado antes. Saltó al agujero de los cimientos y creó un saliente de tierra en la pared excavada para subirse a él mientras echaba un vistazo a la casucha desde el borde del agujero.
Sí, eran dos hombres. Unos tipos con chaquetas negras. Asha’man. Creyó reconocerlos por haberlos visto inmediatamente después del episodio en los pozos de Dumai, donde habían rescatado a Rand. Le serían leales, ¿no? ¿Acaso Rand le había enviado ayuda?
«Así la Luz lo abrase —rezongó para sus adentros—. ¿Es que es incapaz de no andarse con rodeos con la gente?»
Claro que incluso los Asha’man podían ser Amigos Siniestros. Perrin se planteó salir del agujero y hacerles frente.
—Herramientas rotas —dijo Lanfear con desinterés.
Perrin sufrió un sobresalto y masculló un juramento al verla a su lado en el saliente, mirando a los hombres.
—Los han Trasmutado —continuó ella—. Siempre he pensado que es un desperdicio. Se pierde algo en la transformación, y nunca servirán tan bien como lo harían si cambiaran por propia voluntad. Oh, serán leales, desde luego, pero la luz ha desaparecido. La propia motivación, la chispa de ingenio que hace a la gente lo que es.
—Baja la voz —instó Perrin—. ¿Trasmutados? ¿A qué te refieres? ¿Es eso que...?
—Trece Myrddraal y trece Señores del Espanto. —Lanfear hizo un gesto mezcla de mofa y desprecio—. Qué rudimentario. Qué derroche.
—No entiendo.
Lanfear suspiró y habló como si se lo estuviera explicando a un niño:
—Dándose las circunstancias adecuadas, a los que encauzan se los puede Trasmutar en servidores de la Sombra por la fuerza. M’Hael ha estado teniendo problemas aquí por hacer que el proceso funcionara con lo que disponía. Necesita mujeres si quiere Trasmutar con facilidad encauzadores varones para que sirvan a la Sombra.
«Luz», pensó Perrin. ¿Sabía Rand que eso podía ocurrirle a la gente? ¿Planeaban hacer lo mismo con él?
—Yo tendría cuidado con esos dos —comentó Lanfear—. Son fuertes en el Poder.
—En tal caso, deberías hablar en voz más baja —susurró Perrin.
—Bah. Es sencillo controlar el sonido en este sitio. Podría gritar tan fuerte como me fuera posible y ellos no lo oirían. Están bebiendo, ¿no te has dado cuenta? Se han traído vino. Y están aquí físicamente, por supuesto. Dudo que su líder les haya advertido de los peligros que implica hacer eso.
Perrin observó a los guardias. Los dos daban sorbos de vino y se reían. Mientras los observaba, el primero se desplomó de costado, y a continuación ocurrió lo mismo con el otro. Ambos se cayeron de las sillas al suelo.
—¿Qué has hecho?
—Poner horcaria en el vino —respondió Lanfear.
—¿Por qué me ayudas? —demandó él.
—Te tengo aprecio, Perrin.
—¡Eres una de las Renegadas!
—Lo era. Ese... privilegio me ha sido arrebatado. El Oscuro descubrió que planeaba ayudar a Lews Therin para que venciera. Ahora, yo...
Enmudeció de golpe y volvió a alzar la vista hacia el cielo. ¿Qué vería en esas nubes? Algo que hizo que se le demudara el semblante. Desapareció un instante después.
Perrin trató de decidir qué hacer. Por supuesto, no se fiaba de ella. Sin embargo, era muy buena en el Sueño del Lobo. Se las había arreglado para aparecer a su lado sin hacer el más mínimo ruido. Algo que era más difícil de lo que parecía. Tenía que evitar mover el aire cuando llegaba, tenía que calcular con precisión dónde iba a aparecer para no hacer ruido, y tenía que impedir el frufrú de la ropa.
Con un sobresalto, Perrin cayó en la cuenta de que esta vez Lanfear había enmascarado incluso su olor. Sólo había captado ese aroma —la suave fragancia de la dama de noche— después de que había empezado a hablar con él.
Indeciso, salió gateando del agujero y se acercó a la choza. Los dos hombres dormían. ¿Qué le ocurría a una persona que se dormía en el sueño? Lo normal sería que eso los hiciera volver al mundo de vigilia, pero ésos estaban allí en persona.
Le recorrió un escalofrío al pensar qué efecto habría tenido en ellos.
—¿Trasmutados?
¿Era ésa la palabra que había utilizado ella? Luz. No era justo. Tampoco el Entramado lo era siempre, reconoció mientras registraba la choza con rapidez.
Encontró el clavo de sueños en el suelo, debajo de la mesa. El objeto de metal plateado parecía una estaca larga de tienda de campaña, con dibujos grabados de arriba abajo. Era similar al otro que había visto, pero no exactamente igual. Lo sacó del suelo y esperó, con la mano en el martillo, que Verdugo fuera por él.