—No está aquí —dijo Lanfear.
—¡Por la Luz! —Perrin había dado un brinco al tiempo que enarbolaba el martillo—. ¿Por qué no dejas de aparecer tan de repente, mujer?
—Me está buscando —contestó ella, que echó otra ojeada al cielo—. Se supone que no puedo hacer esto y empieza a sospechar algo. Si me encuentra, lo sabrá con certeza y me destruirá. Me hará arder, cautiva, durante toda la eternidad.
—¿Esperas que sienta lástima por ti, una de las Renegadas? —espetó Perrin.
—Elegí a mi señor —respondió ella, que lo observó con atención—. Éste es el precio que he de pagar... a menos que halle un modo de librarme de ello.
—¿Qué?
—Creo que tú eres quien tiene más opciones —dijo—. Necesito que venzas, Perrin, y tengo que estar a tu lado cuando lo hagas.
Él resopló con sorna.
—No has aprendido trucos nuevos, ¿verdad? —dijo después—. Ve a otra parte con tus ofertas, que a mí no me interesan.
Dio vueltas al clavo con los dedos. Nunca había llegado a entender cómo funcionaba el otro.
—Tienes que girarlo por la cabeza. —Lanfear extendió la mano.
Perrin la observó, sin dárselo.
—¿No crees que habría podido quedármelo si hubiera querido? —preguntó, divertida—. ¿Quién tumbó a los cachorros de M’Hael para ayudarte?
Él vaciló, pero después le tendió el clavo. Lanfear pasó el pulgar desde la punta hasta la mitad del clavo, y algo chascó dentro. Luego subió los dedos y giró la cabeza. En el exterior, la tenue pared violeta se contrajo y desapareció. Hecho esto, le tendió el clavo a Perrin.
—Vuelve a girarlo para que aparezca el campo de nuevo. Cuanto más lo gires, más grande se hará. Luego, para fijarlo, desliza el dedo al contrario de como lo hice yo. Dondequiera que lo instales tendrá repercusiones en el mundo de vigilia, como en este mundo, e impedirá incluso a tus aliados que entren o salgan. Se puede cruzar con una llave, pero no sé cuál es para este clavo.
—Gracias —dijo de mala gana Perrin. A sus pies, uno de los hombres dormidos gruñó y dio media vuelta para tenderse de costado.
—¿De verdad no hay... no hay un modo de que resistan para que no los Trasmuten? ¿No pueden hacer nada para evitarlo?
—Una persona puede resistir un poco de tiempo. Sólo un poco. Al final, hasta los más fuertes caen. Si es un hombre que se enfrenta a mujeres, ellas lo quebrantan con rapidez.
—No tendría que poder hacerse —manifestó Perrin mientras se arrodillaba—. Nadie tendría que ser capaz de obligar a un hombre a alinearse con la Sombra. Cuando se nos arrebata todo lo demás, debería quedarnos esa opción.
—Oh, pueden elegir —dijo Lanfear, que empujó con el pie a uno de ellos, con gesto ausente—. Podrían haber optado por el amansamiento. Así habrían acabado con su punto débil y habría sido imposible que los Trasmutaran.
—Pues de opción sólo tiene el nombre.
—Esto es la urdimbre del Entramado, Perrin Aybara. No todas las opciones han de ser buenas. A veces tienes que escoger el mal menor y capear el temporal.
Perrin le asestó una mirada severa.
—¿Quieres dar a entender que eso es lo que hiciste tú? —le preguntó a la mujer—. ¿Que te uniste a la Sombra porque era la opción «menos mala»? Te uniste a la Sombra por poder. Todo el mundo lo sabe.
—Piensa lo que quieras, lobezno —contestó Lanfear con un destello de dureza en los ojos—. He sufrido por mis decisiones. Por lo que he hecho en mi vida, he soportado dolor, angustia, tormento. Mi sufrimiento va más allá de lo que eres capaz de concebir.
—Y de todos los Renegados, tú fuiste la que eligió su destino y lo aceptó de mejor gana.
—¿Crees que es verídico lo que cuentan unos relatos de hace tres mil años? —Lanfear resopló con sorna.
—Mejor darles crédito a esas historias que a lo que afirme alguien como tú.
—Como quieras. —De nuevo miró a los dos hombres dormidos en el suelo—. Si te ayuda a comprender, lobezno, deberías saber que muchos piensan que hombres como éstos mueren cuando ocurre la Trasmutación. Y que entonces otra cosa invade el cuerpo. Al menos, hay gente que cree que es así. —Dicho esto, desapareció.
Perrin suspiró, se guardó el clavo de sueños, y con un cambio regresó al tejado. Tan pronto como apareció, Gaul giró velozmente al tiempo que tensaba la cuerda del arco.
—¿Eres tú, Perrin Aybara?
—Sí, soy yo.
—Me pregunto si debería pedirte que lo pruebes —insinuó Gaul, sin aflojar la cuerda del arco—. Me parece que en este sitio uno puede cambiar de apariencia con facilidad.
—La apariencia no lo es todo —dijo Perrin con una sonrisa—. Sé que tienes dos gai’shain, una a la que quieres y otra a la que no. A ninguna de ellas parece satisfacerle actuar como verdaderas gai’shain. Si sobrevivimos a esto, una podría casarse contigo.
—Sí, una podría hacerlo —convino Gaul, que bajó el arco—. Aunque lo más probable es que tenga que tomar a las dos o a ninguna. Quizá sea un castigo por hacerles dejar las lanzas, aunque la elección de que lo hicieran no fue mía, sino de ellas. —Meneó la cabeza—. La cúpula ha desaparecido.
—Así es. —Perrin sostuvo en alto el clavo de los sueños.
—¿Cuál es nuestra siguiente tarea?
—Esperar. —Perrin se sentó en el tejado—. Y ver si la desaparición de la cúpula llama la atención de Verdugo.
—¿Y si no lo hace?
—Entonces iremos a otro sitio donde es posible que lo encuentre. —Perrin se frotó el mentón—. O, lo que es lo mismo, donde haya lobos a los que él pueda matar.
—¡Te oímos! —gritó Canler a Androl en medio de la lucha—. ¡Así me abrase si no es verdad! ¡Estábamos en mi tienda, ahí arriba, y te oímos hablar, suplicando! Decidimos que teníamos que atacar. Ahora o nunca.
Estallaban tejidos a través de la estancia. La tierra saltaba por los aires y el Fuego salía disparado desde la gente de Taim, en el estrado, hacia los hombres de Dos Ríos. Los Fados cruzaron la sala esquivando tejidos, con las capas sin moverse y desenvainando espadas.
Androl se apartó a trompicones de Canler con la cabeza agachada y fue hacia Pevara, Joneth y Emarin, que se encontraban a un extremo. ¿Que Canler lo había oído? El acceso que había hecho, justo antes de que Taim lo alzara en el aire. Debía de haberse abierto, tan pequeño que ni siquiera lo había visto.
Podía hacer accesos otra vez. Pero sólo unos muy pequeños. ¿De qué servía eso?
«Sirvió para detener el fuego compacto de Taim», pensó. Llegó junto a Pevara y los otros. Ninguno de los tres se encontraba en condiciones de luchar. Tejió un acceso y arremetió contra el muro, lo empujó para...
Algo cambió.
El muro desapareció.
Androl se sentó un momento, pasmado. En sus oídos retumbaban los estallidos y explosiones de la sala. Canler y los otros luchaban bien, pero los chicos de Dos Ríos se enfrentaban a Aes Sedai bien entrenadas y tal vez a una de las Renegadas. Iban cayendo uno tras otro.
El muro había desaparecido.
Androl se levantó despacio y regresó al centro de la sala. Taim y los suyos luchaban desde el estrado; los tejidos procedentes de Canler y sus chicos empezaban a ir a menos.
Androl miró a Taim y experimentó un arrollador e imperioso arranque de cólera. La Torre Negra les pertenecía a ellos, a los Asha’man, no a ese hombre.
Ya era hora de que los Asha’man reclamaran lo que era suyo.
Androl rugió al tiempo que alzaba las manos y tejía un acceso. El Poder penetró a raudales en él. Sus accesos se abrían siempre en su sitio, con precisión, de golpe y más deprisa que los de cualquier otro, además de alcanzar un tamaño mayor de lo que un encauzador con su fuerza en el Poder debería ser capaz de hacer.