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El que creó en ese momento tenía el tamaño de una carreta grande. Poniéndose delante de los encauzadores de Taim, lo abrió en el preciso instante en que soltaban la siguiente oleada de tejidos mortíferos.

La extensión del acceso sólo tenía unos pocos pasos de distancia, y conducía justo detrás de sus enemigos.

Los tejidos creados por las mujeres y los hombres de Taim impactaron en el acceso abierto, del que sólo veían una neblina que flotaba en el aire delante de Androl, y... los alcanzaron a ellos por la espalda.

Los tejidos acabaron con sus creadores, abrasando Aes Sedai, matando Asha’man y los pocos Myrddraal que quedaban. Combatiendo contra el agotamiento, Androl gritó más alto y abrió pequeños accesos en las ataduras de Logain para sesgarlas. Abrió otro acceso directamente en el suelo, debajo de la silla de Logain, y la trasladó de la sala a un lugar alejado de la Torre Negra, uno que, así lo quisiera la Luz, sería un sitio seguro.

La mujer llamada Hessalam huyó. Cuando salía con precipitación a través de un acceso creado por ella, Taim la siguió con otros dos. Los demás no fueron tan listos... Un instante después Androl abría un nuevo acceso a todo lo ancho del suelo, y el resto de las mujeres y de Asha’man se precipitaron a plomo en una caída de centenares de pies.

15

Con una soga al cuello

El palacio de Tarasin de Ebou Dar distaba mucho de ser el edificio más difícil de allanar de todos aquellos en los que Mat había entrado a hurtadillas.

Se agarró a una cornisa de mármol con una mano mientras que con la otra se encajaba el sombrero en la cabeza para que no se le cayera; la ashandarei la llevaba atada a la espalda con una correa. El fardo lo había dejado abajo, en los jardines. El aire nocturno era fresco al contacto con el sudor que le corría por la cara.

Arriba, en el balcón, sonaba un tintineo metálico al compás de los pasos de un par de Guardias de la Muerte. Rayos y truenos. ¿Es que esos tipos nunca se quitaban la armadura? Parecían escarabajos. Casi no los distinguía. El balcón estaba resguardado con una ornamentada celosía de hierro forjado para impedir que la gente viera desde abajo a quienes se encontraban dentro, pero Mat se hallaba lo bastante cerca para atisbar a los guardias que se movían en el balcón.

Luz, cuánto tiempo llevaban allí. A Mat empezó a dolerle el brazo. Los dos hombres hablaban en murmullos. Quizás iban a sentarse a tomar un poco de té. Sacarían un libro y se pondrían a leer hasta bien entrada la noche. Tuon debería despedir a esos dos, en serio. ¡Allí fuera podría haber asesinos!

Por fin, gracias a la Luz, los dos se marcharon. Mat intentó contar hasta diez antes de auparse, pero sólo llegó a siete. Abrió uno de los paneles que no tenían echado el pestillo y pasó con dificultad por encima de la barandilla del balcón.

Mat exhaló despacio; tenía los brazos doloridos. El palacio —a pesar de esos dos guardias— no era ni de lejos tan inexpugnable como en su momento lo había sido la Ciudadela de Tear, y él se había colado en ella. Por supuesto, en el palacio tenía otra ventaja: había vivido en él, y había entrado y salido a su antojo. Casi todo el tiempo. Se rascó el cuello y tocó el pañuelo que llevaba atado. Durante un instante tuvo la impresión de que era una cinta que lo ceñía como una cadena.

El padre de Mat tenía costumbre de citar un refrán: No cabalgues nunca sin saber adónde vas. No había un hombre más honrado que Abell Cauthon y todo el mundo lo sabía, pero había otros —como los de Embarcadero de Taren— de los que uno no podía fiarse más allá de donde alcanzaban con un escupitajo. Abell siempre había dicho que en el negocio caballar uno debía estar preparado para cabalgar, y siempre tenía que saber en qué dirección iba a ir.

En los dos meses que había vivido en ese palacio, Mat había descubierto todas las salidas, todos los pasadizos y resquicios, todas las ventanas que no encajaban bien. Qué celosías de balcón se abrían con facilidad, cuáles solían estar bien cerradas. Si uno podía salir a hurtadillas, también podía colarse de rondón. Descansó un momento en el balcón, pero no entró en la habitación a la que daba. Se encontraba en la tercera planta, donde se alojaban los invitados. Podría haber intentado escabullirse por allí, pero los entresijos de un edificio siempre estaban mejor guardados que el pellejo. Mejor ir por fuera.

Hacerlo así implicaba no mirar mucho abajo. Menos mal que la fachada del palacio no presentaba dificultades para escalarla: construcción de sillería y madera con multitud de sitios a los que agarrarse. Recordaba haber reprendido a Tylin por eso en una ocasión.

Mientras el sudor le resbalaba por la frente como hormigas que bajaran por una cuesta, salió a gatas a la celosía, se aupó y empezó a subir hacia la cuarta planta. De vez en cuando, la ashandarei le golpeaba las piernas por detrás. La brisa llevaba olor a mar. Las cosas siempre olían mejor si uno estaba en un lugar alto. A lo mejor era porque las cabezas olían mejor que los pies.

«Qué idea tan estúpida», se dijo para sus adentros. Cualquier cosa valía para no pensar en la altura. Al impulsarese en un saliente de la obra de sillería, le resbaló un pie y dio un bandazo. Tras inhalar y exhalar varias veces, continuó trepando.

Allí. Un poco más arriba estaba el balcón de Tylin. Esos aposentos tenían varios, por supuesto; se dirigió hacia el del dormitorio, no al que correspondía a la sala de estar. Ése daba a la plaza de Mol Hara y, si trepaba por allí, destacaría tanto como una mosca en un pastel blanco.

Miró de nuevo hacia arriba, al balcón resguardado por el arabesco de la celosía de hierro. Siempre se había preguntado si sería capaz de subir hasta allí. Ni que decir tiene que sí había considerado escabullirse por él hasta la plaza.

En fin, no era tan necio para intentar de nuevo una cosa así, eso por descontado. Sólo esa vez, y a regañadientes. Matrim Cauthon siempre iba con cuidado para no partirse el cuello. No habría sobrevivido tanto tiempo si hubiera corrido riesgos absurdos, ni que tuviera suerte ni que no. Si Tuon quería vivir en una ciudad donde el general de sus ejércitos estaba intentando que la asesinaran, eso era cosa de suya.

Asintió para sus adentros. Escalaría hasta allí, le explicaría en un tono de voz racional que debía abandonar la ciudad y que ese general Galgan la traicionaba. Después se iría tranquilamente para continuar con la búsqueda de alguna partida de dados. Para eso había ido a la ciudad, después de todo. Si Rand había ido al norte, donde se concentraban los trollocs, entonces él quería encontrarse lo más lejos posible de ese hombre. Le daba lástima Rand, pero cualquier persona en su sano juicio se daría cuenta de que su elección era la mejor. El remolino de colores empezó a formarse, pero Mat lo rechazó.

Racional. Sería muy racional.

Mascullando maldiciones, sudoroso y con las manos doloridas, Mat se aupó al balcón de la cuarta planta. Allí uno de los pestillos de la celosía estaba suelto, igual que cuando él vivía en el palacio. Sólo tuvo que hurgar un poco con un pequeño gancho de alambre para tener libre acceso al interior. Entró en el balcón resguardado, se quitó la ashandarei y se tumbó de espaldas en el suelo, jadeando como si acabara de llegar a Tear corriendo todo el camino desde Andor.

Tras unos pocos minutos, se puso de pie y se asomó por el panel abierto a la calle, cuatro pisos más abajo. Se sentía muy satisfecho de la escalada.

Recogió la ashandarei y se dirigió a las puertas del balcón. Sin duda Tuon se habría trasladado allí, a los aposentos de Tylin. Eran los mejores de palacio. Forzó las puertas con un chasquido. Sólo echaría un vistazo y...

Algo salió disparado de las sombras hacia él y se clavó en la puerta, justo encima de su cabeza.

Mat se tiró al suelo y rodó sobre sí mismo al tiempo que empuñaba un cuchillo con una mano y sostenía la ashandarei con la otra. La puerta se abrió con un chirrido, impulsada por la fuerza del virote hincado en la madera.