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Selucia se asomó un instante después. Llevaba afeitado el lado derecho de la cabeza, y la otra mitad tapada con tela. La piel era de un tono cremoso, pero cualquier hombre que creyera que era frágil y delicada descubriría enseguida su error. Selucia podría enseñar un par de cosas a la piel seca de un pez lija respecto a ser dura y áspera. Le apuntaba con una pequeña ballesta.

—¡Lo sabía! —exclamó Mat, que sonrió a la mujer—. Eres su guardia personal. Siempre lo has sido.

—¿Qué estáis haciendo aquí, necio? —Selucia tenía fruncido el entrecejo.

—Oh, salí a dar un paseo. —Mat se levantó y enfundó el cuchillo—. Se dice que el aire nocturno es bueno para la salud. La brisa del mar. Esa clase de cosas.

—¿Habéis escalado hasta aquí? —preguntó Selucia, que se asomó por el balcón, como si buscara una cuerda o una escala.

—¿Qué? No me digas que vosotros no escaláis normalmente. Es muy bueno para los brazos. Ayuda a mejorar el agarre.

Ella le dirigió una mirada de exasperación y Mat no pudo evitar sonreír. Si Selucia estaba alerta a la aparición de asesinos, entonces Tuon tenía que encontrarse bien. Señaló con la cabeza la ballesta, que seguía apuntándole.

—¿Vas a...?

Ella suspiró y bajó el arma.

—Muchas gracias —dijo Mat—. Podrías sacarle el ojo a un tipo con esa cosa, y en otro momento no me habría importado, pero últimamente ando un poco corto de ojos.

—¿Qué os pasó? —preguntó Selucia con sequedad—. ¿Jugasteis a los dados con un oso?

—¡Selucia! —Mat pasó a su lado y entró en el dormitorio—. Casi has hecho un chiste. Creo que, con un pequeño esfuerzo, quizá conseguiríamos que desarrollaras un poco tu sentido del humor. Sería algo tan inesperado, que te exhibiríamos en una feria ambulante y cobraríamos dinero para que la gente te viera. «Venid a ver a la maravillosa so’jhin risueña. Sólo dos cobres, esta noche...»

—Os jugaste el ojo en alguna apuesta, ¿a que sí?

Mat tropezó y abrió la puerta. Se echó a reír. ¡Luz! Eso se acercaba mucho a la verdad.

—Muy lista —dijo.

«Fue una apuesta que gané —pensó—. Da igual lo que pueda parecer.» Matrim Cauthon era el único hombre que se había jugado a los dados el premio mayor, que era el destino del mundo, nada menos. Por supuesto, la próxima vez que buscaran a otro, algún estúpido héroe, que ocupara su lugar. Como Rand o Perrin. Esos dos rebosaban tanto heroísmo que prácticamente les escurría de la boca y les resbalaba barbilla abajo. Reprimió las imágenes que empezaban a formarse en su mente. ¡Luz! Tenía que dejar de pensar en esos dos.

—¿Dónde está ella? —preguntó Mat tras recorrer con la mirada el dormitorio.

Las sábanas estaban arrugadas —puso todo su empeño en no imaginar cintas rosa atadas en aquella cabecera—, pero a Tuon no se la veía por ninguna parte.

—Fuera.

—¿Fuera, dices? ¿En mitad de la noche?

—Sí. Una hora en la que sólo hay visitas de asesinos. Tenéis suerte de que me fallara la puntería, Matrim Cauthon.

—No te preocupes por eso, puñetas. Eres su guardia personal.

—No sé a qué os referís. —Selucia hizo desaparecer la pequeña ballesta entre sus ropas—. Soy so’jhin de la emperatriz, así viva para siempre. Soy su Voz y su Palabra de la Verdad.

—Estupendo —aprobó Mat mientras miraba la cama—. Eres el señuelo que la sustituye, ¿verdad? Acostada en su cama. ¿Con una ballesta preparada por si los asesinos intentan colarse a hurtadillas?

Selucia no dijo nada.

—Bien, ¿dónde está? —demandó Mat—. ¡Maldita sea, mujer! Esto es serio. ¡El general Galgan ha contratado hombres para que la maten!

—¿Estáis preocupado por eso? —preguntó Selucia—. ¿En serio?

—Pues claro que lo estoy, puñetas.

—No hay motivo para preocuparse por Galgan —repuso Selucia—. Es un militar demasiado bueno para comprometer nuestros esfuerzos actuales por estabilizar la situación. Krisa es la que sí tendría que preocuparos. Ha traído tres asesinos de Seanchan. —Selucia miró la puerta del balcón, y Mat reparó por primera vez en una mancha del suelo que podría haber sido sangre—. Hasta el momento he cazado dos. Lástima. Di por sentado que erais el tercero.

Lo miró como si considerara que él, contra toda lógica, podría ser ese asesino.

—Estás completamente loca —dijo Mat, que se colocó el sombrero y recogió la ashandarei—. Voy con Tuon.

—Ése ya no es su nombre. Ahora se llama Fortuona, así viva para siempre. No os dirigiréis a ella por ninguno de esos nombres, sino como Excelsa Señora o Altísima Señora.

—La llamaré como jodidamente me plazca —replicó Mat—. ¿Dónde está?

Selucia lo miró con detenimiento.

—No soy un asesino.

—No creo que lo seáis. Intento decidir si ella querrá que os diga dónde se encuentra.

—Soy su esposo, ¿verdad?

—Chitón. Habéis intentado ahora mismo convencerme de que no sois un asesino, ¿y ahora salís con ésas? Qué necio. Está en los jardines de palacio.

—¿En mitad...?

—... de la noche, sí —lo interrumpió Selucia—. Lo sé. No siempre presta oídos a la prudencia. —En su voz se notó un atisbo de exasperación—. Tiene todo un pelotón de Guardias de la Muerte con ella.

—Me da igual si tiene al mismísimo Creador en persona —espetó Mat, que se encaminó de vuelta al balcón—. Iré allí, la sentaré en mis rodillas y le explicaré unas cuantas cosas.

Selucia lo siguió y se apoyó en la puerta para mirarlo con escepticismo.

—Bueno, tal vez no la sentaré —dijo Mat, que miraba los jardines, allá abajo, a través de celosía abierta—. Pero sí le explicaré, con lógica, por qué no puede salir a deambular por ahí de noche. Al menos, se lo mencionaré. Rayos y centellas. Estamos muy alto, ¿verdad?

—La gente normal utiliza la escalera.

—Todos los soldados de esta ciudad me buscan. Creo que Galgan intenta hacerme desaparecer.

Selucia frunció los labios.

—Así que no lo sabíais, ¿verdad? —le preguntó Mat.

Ella vaciló, pero luego negó con la cabeza.

—No sería inverosímil que Galgan estuviera alerta a vuestra llegada. El Príncipe de los Cuervos sería un competidor en circunstancias normales. Él es general de nuestros ejércitos, pero ésa es una tarea que a menudo se le asigna al Príncipe de los Cuervos.

Príncipe de los Cuervos.

—No me lo recuerdes, puñetas —pidió Mat—. Creía que ése era mi título cuando estaba casado con la Hija de las Nueve Lunas. ¿No ha cambiado al ascender ella al trono?

—No —dijo Selucia—. Aún no.

Mat asintió con la cabeza y suspiró al contemplar de nuevo el descenso que le esperaba por la fachada de palacio. Pasó una pierna por encima de la barandilla.

—Hay otro camino —informó Selucia—. Venid, antes de que os rompáis la crisma. Aún no sé qué es lo que ella quiere de vos, pero dudo que esté incluido que os precipitéis a vuestra muerte.

Con alivio, Mat se bajó de la barandilla del balcón y siguió a Selucia al dormitorio. La mujer abrió un armario y luego descorrió el fondo, que daba a un oscuro pasadizo encerrado entre la madera y la piedra del palacio.

—Pero qué puñetas... —Mat metió la cabeza dentro—. ¿Esto ya estaba aquí antes?

—Sí.

—Puede que fuera así como esa cosa entró —masculló Mat—. Hay que clausurar esto con tablas, Selucia.

—He hecho algo mejor. Cuando la emperatriz duerme, así viva para siempre, lo hace en el ático. Nunca duerme en esta habitación. No hemos olvidado con qué facilidad mataron a Tylin.

—Eso está bien. —Mat tuvo un escalofrío—. Encontré a esa cosa que la asesinó. No volverá a degollar a nadie. Tylin y Nalesean se echarán un buen baile para celebrarlo. Adiós, Selucia. Gracias.