—¿Por lo del pasadizo? —preguntó ella—. ¿O por no mataros con la ballesta?
—Por no dirigirte a mí por el jodido título de Alteza, como Musenge y los otros —rezongó Mat.
Entró en el pasadizo y encontró un farol colgado en la pared. Lo encendió con su pedernal y su yesca.
A su espalda, Selucia se echó a reír.
—Pues si eso os molesta, Cauthon, os espera una vida irritante por demás. Sólo hay una forma de dejar de ser Príncipe de los Cuervos, y es encontraros con una soga al cuello. —Cerró la puerta del armario.
«Pero qué mujer tan agradable», pensó Mat con sorna. Casi prefería aquellos días en que ni siquiera le dirigía la palabra. Meneando la cabeza, empezó a bajar por el pasadizo y entonces cayó en la cuenta de que Selucia no le había dicho adónde conducía exactamente.
Rand caminó a través del campamento de Elayne, en la linde oriental del Bosque de Braem, acompañado por un par de Doncellas. El campamento estaba oscuro por la proximidad de la noche, pero eran pocos los que dormían. Hacían los preparativos para levantar el campamento a la mañana siguiente y desplazar el ejército hacia el este, en dirección a Cairhien.
Sólo una escolta de dos Doncellas esa noche. Casi se sentía desprotegido; y pensar que hubo un tiempo en el que cualquier número de guardias, por pocos que fueran, le parecía excesivo... El inevitable girar de la Rueda había cambiado su percepción, tan cierto como que las estaciones cambiaban.
Iban por un camino alumbrado por linternas que, obviamente, había sido una trocha de animales. Ese campamento no llevaba allí suficiente tiempo para que se hubieran marcado caminos. Unos ruidos quedos rompían la quietud de la noche: suministros que se cargaban en carros, hojas de espadas que se afilaban con piedras de amolar, raciones que se distribuían entre los hambrientos soldados...
Los hombres no alzaban la voz ni se llamaban unos a otros. No sólo porque fuera de noche, sino porque las fuerzas de la Sombra se encontraban en el bosque, cerca, y los trollocs tenían un oído muy fino. Mejor acostumbrarse a hablar en voz baja, sin gritar de un lado del campamento al otro. Las linternas tenían una pantalla opaca que se corría a discreción a fin de dar poca luz, y el fuego de las lumbres de cocinar se mantenía muy bajo.
Rand salió del camino, cargado con un fardo alargado, y, cruzando a través de la susurrante hierba del claro, anduvo hasta la tienda de Tam. Sería una visita rápida. Respondió con un cabeceo a los soldados que lo saludaban a su paso. Se impresionaban al verlo, pero no se sorprendían de que anduviera por el campamento. Elayne había puesto al corriente a sus ejércitos de sus anteriores visitas.
«Yo soy la mano que dirige estos ejércitos —le había dicho ella cuando se separaron la última vez—, pero tú eres el corazón que los mueve. Los reuniste, Rand. Combaten por ti. Deja que te vean cuando vienes, por favor.»
Así que lo hacía. Ojalá pudiera protegerlos mejor, pero lo único que podría hacer sería cargar con ese peso. Al final había resultado que el secreto no estaba en endurecerse hasta casi quebrarse. No estaba en volverse insensible, sino en seguir adelante aguantando el sufrimiento, igual que con las heridas que tenía en el costado, y aceptar el dolor como una parte de sí mismo.
Dos hombres de Campo de Emond hacían guardia delante de la tienda de Tam. Rand les respondió con un cabeceo cuando ellos se pusieron firmes e hicieron un saludo. Ban al’Seen y Dav al’Thone; en otros tiempos jamás habría creído que los vería cuadrarse para saludarlo. Y además lo hacían bien.
—Se os ha confiado una tarea muy seria, soldados —les dijo Rand—. Tan importante como cualquiera en este campo de batalla.
—¿Defender Andor, milord? —preguntó Dav, desconcertado.
—No. Velar por mi padre. Aseguraos de hacerlo bien. —Dejando a las Doncellas fuera, entró en la tienda.
Tam, inclinado sobre una mesa de campaña, inspeccionaba unos mapas. Rand sonrió. Era la misma expresión que tenía antaño cuando examinaba una oveja que se había quedado enganchada en un matorral.
—Por lo visto piensas que necesito que cuiden de mí —dijo Tam.
Rand llegó a la conclusión de que responder a ese comentario sería tanto como entrar en un local donde se reúnen arqueros y retar a cualquiera que estuviera allí a que le disparara. Así pues, dejó el paquete en la mesa. Tam miró el fardo alargado y a continuación tiró de la envoltura; la tela se soltó y reveló debajo una majestuosa espada con la vaina lacada en negro y ornamentada con dos dragones enroscados, uno rojo y el otro dorado.
Tam alzó los ojos hacia Rand con expresión interrogante.
—Tú me diste tu espada —contestó Rand—. Como no he podido devolvértela, ésta es para reemplazarla.
Tam desenvainó el arma y la miró con los ojos muy abiertos.
—Es un regalo demasiado bueno, hijo.
—Nada es demasiado bueno para ti —susurró Rand—. Nada.
Tam meneó la cabeza mientras volvía a envainar la espada.
—Acabará olvidada en un baúl, como la otra. Jamás debí llevar esa espada a casa. Te volcaste demasiado en esa espada. —Se movió para devolverle el arma, pero Rand le sujetó la mano.
—Por favor —dijo—. Un maestro espadachín merece tener un arma apropiada. Quédatela. Así no me sentiré culpable. Bien sabe la Luz que cualquier cargo de conciencia que pueda quitarme será una ayuda en los días venideros.
—Eso es jugar sucio, Rand —le reprochó Tam con una mueca de dolor.
—Lo sé. Últimamente he pasado mucho tiempo con indeseables de todo tipo. Reyes, administradores, lores y damas.
Aunque a regañadientes, Tam se quedó el arma.
—Considérala una muestra de agradecimiento del mundo entero —pidió Rand—. Si no me hubieses enseñado la llama y el vacío hace años... Luz, padre. Ahora no estaría aquí. Habría muerto, de eso no me cabe duda. —Rand bajó la mirada hacia la espada—. Imagina. Si no te hubieras empeñado en hacer de mí un buen arquero, jamás habría aprendido lo que me ha mantenido cuerdo en los malos momentos.
Tam resopló por la nariz.
—La llama y el vacío no tienen nada que ver con disparar un arco —dijo.
—Sí, lo sé. Son una técnica de la esgrima.
—Tampoco tienen nada que ver con las espadas —refutó Tam, que se sujetó el arma en el cinturón.
—Pero...
—La llama y el vacío tienen que ver con la concentración —dijo Tam—. Y con la serenidad de espíritu. Si pudiera, se lo enseñaría a todas y cada una de las personas de esta tierra, fueran o no fueran soldados. —La expresión de su rostro se suavizó—. Pero, Luz, ¿qué estoy haciendo? ¿Dándote una charla? A ver, dime, ¿dónde conseguiste esta arma?
—La encontré.
—Es la mejor espada que he visto en mi vida. —Tam volvió a sacarla y examinó los pliegues del metal—. Es antigua. Y se ha usado. Mucho. Se la ha cuidado bien, desde luego, pero no se guardó en un estuche para exhibirla como un trofeo en la vitrina de un cabecilla militar. La han blandido hombres. Han matado con ella.
—Perteneció a... un alma gemela.
Tam alzó los ojos y buscó su mirada.
—Bueno, entonces supongo que podría probarla —dijo luego—. Vamos.
—¿Ahora, de noche?
—No hace tanto que ha anochecido —argumentó Tan—. Es una buena hora. El campo de entrenamiento no estará abarrotado.
Rand enarcó una ceja, pero se apartó cuando Tam rodeó la mesa y salió de la tienda. Lo siguió, y las Doncellas fueron tras ellos. Su padre los condujo a un campo de prácticas cercano donde se entrenaban unos cuantos Guardianes a la luz de linternas colgadas de pértigas.
Cerca del astillero de las armas para práctica, Tam desenvainó la espada nueva y ejecutó varias poses. Aunque tenía el pelo canoso y el rostro con arrugas alrededor de los ojos, Tam al’Thor se movía como una cinta de seda al viento. Rand nunca había visto luchar a su padre, ni siquiera entrenarse. A fuer de ser sincero, le costaba un poco imaginar al afable Tam al’Thor matando nada aparte de un urogallo para espetarlo en la lumbre.