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Ahora lo vio. Alumbrado por la luz titilante de una linterna, Tam al’Thor se sumergió en las poses de lucha con espada como quien se pone un par de botas cómodas. Curiosamente, a Rand le sorprendió sentirse celoso. No de su padre, de forma específica, sino de cualquiera con la capacidad de experimentar la paz de la práctica con la espada. Rand alzó la mano y después el muñón del otro brazo para mirarlos. Muchas de las poses requerían el uso de las dos manos. Luchar como estaba haciendo Tam no era lo mismo que luchar con espada corta y escudo, como hacían muchos hombres de la infantería. Esto era algo más. Él podía luchar, pero jamás podría volver a hacer eso. Lo mismo que un hombre al que le faltara un pie no podría bailar.

Tam terminó con La liebre encuentra su madriguera y envainó el arma en un único y grácil movimiento. La luz anaranjada de la linterna se reflejó en la hoja cuando se metía en la funda.

—Espléndida —dijo Tam—. Luz, el peso, la elaboración... ¿Está forjada con el Poder?

—Eso creo —contestó Rand.

Nunca había tenido ocasión de luchar con ella.

Tam bebió un vaso de agua que le ofrecía un chico de servicio. Unos cuantos reclutas novatos corrían en formación con picas a lo lejos; practicaban hasta bien entrada la noche. Cada momento de entrenamiento era valioso, sobre todo para quienes no se encontraban con frecuencia en las primeras líneas de combate.

«Reclutas nuevos —pensó Rand, que los siguió con la mirada—. Ellos también son un peso en mi conciencia. Todos los que luchan lo son.»

Hallaría el modo de derrotar al Oscuro. Si no lo conseguía, esos hombres habrían luchado en vano.

—Estás preocupado, hijo —comentó Tam mientras devolvía la copa al muchacho.

Rand se tranquilizó, encontró la paz, y se volvió hacia Tam. Evocó, de sus recuerdos antiguos, algo leído en un libro. La llave del liderazgo radica en el suave vaivén de las olas. Era imposible encontrar quietud en cualquier extensión de agua si bajo la superficie había agitación. De igual modo, no habría serenidad y concentración en un grupo a menos que el cabecilla poseyera esa paz interior.

Tam lo observaba, pero no hizo alusión a la repentina máscara de control que Rand había adoptado. En cambio, alargó la mano hacia un lado y asió una de las equilibradas espadas de prácticas, hechas de madera, que había en el astillero. Se la lanzó a Rand, que la atrapó en el aire sin mover el brazo que tenía doblado a la espalda.

—Padre —empezó en un tono de advertencia al ver que Tam cogía otra de las espadas de entrenamiento—, no es una buena idea.

—He oído que te has convertido en todo un espadachín —contestó Tam, que dio unos cuantos golpes en el aire con la espada de prácticas para probar el equilibrio—. Me gustaría ver qué eres capaz de hacer. Llámalo orgullo paternal.

Rand suspiró y levantó el otro brazo para mostrar el muñón. La gente tendía a desviar los ojos de él, como si viera un Hombre Gris. No les gustaba la idea de que su Dragón Renacido estuviera mutilado.

Nunca les decía lo cansado que estaba, por dentro. Tenía el cuerpo machacado, como una piedra de molino que llevara generaciones funcionando. Todavía tenía aguante suficiente para realizar su trabajo, y lo haría. Pero... Luz, qué cansado se sentía a veces. Cargar con las esperanzas de millones de personas era más agotador que mover una montaña.

Tam no le dio importancia alguna al muñón. Sacó un pañuelo y se lo envolvió alrededor de una mano, tras lo cual lo ató utilizando los dientes.

—No podré asir nada con esa mano —dijo, moviendo de nuevo la espada en el aire—. Será un combate justo. Vamos, hijo.

La voz de Tam rebosaba autoridad, la autoridad de un padre. Era el mismo tono que utilizaba antaño para que Rand saliera de la cama y fuera a limpiar el cobertizo de ordeño.

Rand no podía desobedecer esa voz, no la voz de Tam. Estaba integrada en él. Suspiró y adelantó un paso.

—Ya no necesito la espada para luchar. Tengo el Poder Único.

—Lo cual sería importante si el hecho de que nos entrenemos ahora tuviera algo que ver con luchar.

Rand frunció la frente. ¿Qué...?

Tam arremetió contra él.

Rand paró el ataque con un golpe lateral desganado. Tam realizó Plumas al viento girando la espada y descargando un segundo golpe. Rand retrocedió y paró otra vez. Algo se removió dentro de él, como un entusiasmo. Cuando Tam atacó por segunda vez, Rand levantó la espada y —de forma instintiva— unió las manos.

Sólo que ya no tenía una de ellas para asir el pomo. Lo cual hizo débil el agarre, y cuando Tam golpeó de nuevo casi lo desarmó.

Rand apretó los dientes y retrocedió. ¿Qué habría dicho Lan si hubiera visto esa actuación chapucera de uno de sus alumnos?

«¿Y qué iba a decir? Diría: “Rand, no te metas en combates a espada. No puedes ganarlos. Ya no.”»

En el siguiente ataque, Tam amagó a la derecha y acto seguido giró y golpeó a Rand en el muslo con un golpe contundente. Rand retrocedió, dolorido. Así que Tam lo había golpeado, y fuerte. Era evidente que no se estaba reprimiendo.

¿Cuánto hacía que Rand había practicado con alguien que buscara hacerle daño? Había demasiada gente que lo trataba con si fuera de cristal. Lan nunca había hecho eso.

Rand se lanzó a la lucha e hizo un intento con El jabalí baja corriendo la montaña. Dominó a Tam durante unos instantes, pero entonces la espada de Tam impactó de lleno en la suya y a punto estuvo otra vez de desarmarlo. Las espadas largas, diseñadas para los maestros, no eran fáciles de estabilizar de forma correcta sin tener ambas manos.

Rand gruñó e intentó de nuevo situarse en una postura a dos manos y otra vez falló. A esas alturas ya había aprendido a hacer frente a lo que había perdido; al menos en la vida normal. No había dedicado tiempo a practicar desde que la Renegada lo había mutilado, aunque había pensado hacerlo.

Se sentía como una silla a la que le falta una pata. Podía guardar el equilibrio —con esfuerzo— pero no demasiado bien. Luchó, probó pose tras pose, pero resistió a duras penas los ataques de Tam.

No podía hacerlo. Hacerlo bien, se entiende. Entonces, ¿por qué molestarse? En ese tipo de actividad no estaba bien capacitado. Practicar no tenía sentido. Se volvió, con la frente empapada de sudor, y tiró la chaqueta a un lado. Lo intentó una vez más y avanzó con cuidado por la hierba pisoteada, pero Tam volvió a ganarle la partida y estuvo a punto de hacer que diera con sus huesos en el suelo.

«¡Esto es absurdo! ¿Por qué luchar con una mano? ¿Por qué no encontrar otro modo? ¿Por qué...?»

Tam estaba haciéndolo.

Rand siguió luchando a la defensiva, pero centró la atención en Tam. Su padre tenía que haber practicado la lucha con una mano; Rand lo notaba en sus movimientos, en la forma en que no intentaba —por instinto— seguir asiendo la empuñadura con la mano vendada. Pensándolo bien, también él tendría que haber practicado con una mano. Muchas heridas podían inutilizarle una mano a cualquiera, y algunas poses se centraban en ataques a los brazos. Lan le había dicho que practicara empuñar la espada invirtiendo las manos. Tal vez luchar con una sola habría sido lo siguiente.

—Libérate, hijo —dijo Tam.

—¿Liberarme de qué?

—De todo.

Tam atacó velozmente arrojando sombras en la luz de la linterna, y Rand buscó el vacío. Toda emoción se consumió en la llama dejándolo vacío y pleno a la vez.

El siguiente ataque casi le abrió la cabeza. Rand soltó una imprecación y adoptó la pose de La garza en los juncos, como Lan le había enseñado, con la espada arriba para parar el siguiente golpe. Una vez más, esa mano que le faltaba trató de asir la empuñadura. ¡Uno no podía olvidar años de entrenamiento en una noche!

Liberarse.