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– ¿Cómo voy a llevarme a una niña a una cita? -preguntó riendo.

– Es posible que despiertes los instintos maternales de tu amiga.

– Instintos maternales -repitió riendo al imaginar a Chenille meciendo a una de las gemelas-. Es justo lo que más me gusta en mis compromisos.

– Siento que tengas que cambiar de planes. ¿Con quién se suponía que ibas a salir? -añadió y deseó inmediatamente haberse mordido la lengua-. Aunque eso no es asunto mío. Claro.

– Con Chenille Savoy, la cantante.

– Chenille Savoy -repitió pensativa-. ¿Dónde he oído antes ese nombre?

– Canta en el centro nocturno Cartier -cuando Chenille actuaba era como vivir un sueño exótico y sensual-. Es posible que la hayas visto actuar en alguno de los programas de la televisión local. Últimamente está teniendo mucha fama.

– No. Ya lo recuerdo. Es la que cuando la invitaron a poner las huellas de sus manos en el Sendero de las Estrellas en el Centro Ala Moana, sugirió que sería mejor dejar la impresión de sus… senos -lo miró anonadada-. ¿Me equivoco?

– Eso fue sólo un ardid publicitario -frunció el ceño y sorprendió a Britt al ruborizarse un poco-. No fue idea suya, lo sugirió su agente.

– Claro.

Chenille Savoy. Aquella mujer parecía una muñeca. ¿Realmente era lo único que los hombres deseaban en un mujer? Había pensado que un hombre como Mitch desearía algo más. Quizá cierta personalidad. No parecía ser así.

– De modo que ése es el tipo de mujeres que frecuentas, ¿no? ¿Por eso has estado mirando el reloj cada cinco minutos?

Mitch parecía sentirse incómodo.

– Te gustan las mujeres que parecen de plástico. -Eso son prejuicios. De cualquier modo, salgo con todo tipo de chicas.

– Ya lo creo -Britt arqueó una ceja. Le gustaba bromear con Mitch-. ¿Qué tipos? Alocadas, sensuales y desinhibidas. ¿Me acerco?

– De ninguna manera -contestó riendo-. Salgo con mujeres muy elegantes.

– Apuesto a que sé tres tipos de mujeres con las que no sales -dijo con satisfacción.

– ¿Eso crees? ¿Cuáles son? -le sonrió.

– Dulces, recatadas y amantes de su casa.

– Tú no eres exactamente dulce, ni recatada ni casera -rió.

– ¿Quién ha dicho que lo sea? -lo miró con orgullo-. Pero no pretendo que me invites a salir. Tampoco invitarías a una mujer como yo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Me lo imagino -era evidente.

– ¿De verdad? -se apoyó en el asiento y la observó. Britt tenía razón. Nunca salía con mujeres que lo miraran como si pudieran verle el alma, lo sabía-. ¿Soy tan transparente?

Britt asintió y Mitch gruñó.

– ¿Cómo te ganas la vida, Britt Lee?

– Son investigadora del Museo de Historia Natural Waikiki. Mi especialidad es la historia polinesia con especialidad en las islas hawaianas.

– ¡Ah! Bueno, ¿qué crees que no me gusta de ti? -preguntó.

– Soy lista, eficiente y sé pensar.

Mitch se enderezó en su asiento. No se trataba de eso, ¿o sí? Realmente no. Sólo era que algunas mujeres lo atraían y otras no. ¿Qué tenía eso de malo?

– ¿De modo que crees que las chicas con las que salgo necesitan guardianes permanentes? -preguntó despacio-. ¿Crees que yo tengo que pensar por ellas?

– Es evidente que alguien tiene que hacerlo.

– Entonces, ¿debo pensar que tú crees que una mujer bella y sensual no tiene cerebro? -preguntó en tono triunfal-. ¿No crees que es una postura muy sexista?

– De ninguna manera -comprendió que había caído en la trampa de él, pero sabía que todavía no la había vencido-. Creo que algunas adoptan esa actitud para abrirse paso en este mundo y que si alguna vez tuvieran cerebro, probablemente terminan teniéndolo atrofiado.

– Lo que has dicho es injusto.

– ¿Para quién, para Chenille?

– Y para todas las mujeres atractivas.

– Supongo que si estoy equivocada no les gustará mucho -entrecerró los ojos-. Por supuesto, es imposible no hacerse preguntas. ¿Qué ven todas esas mujeres en ti?

– Para que lo sepas, soy un hombre estupendo.

Britt ladeó la cabeza y lo examinó como si fuera un objeto.

– Acepto que eres atractivo -frunció el ceño y volvió a observarlo-. Y parece que tienes un poco de inteligencia.

– No es cierto -sonrió más abiertamente-. De ser inteligente no estaría metido en este lío.

– ¿De modo que piensas que estás metido en un lío? ¿Y no crees que yo tengo menos razones para estar metida en este lío que tú?

– Sí, pero eres más tonta que yo -rió-. Te has metido en esto por tu propia voluntad.

– Correcto. Pero me sería muy fácil desentenderme de vosotros tres. ¿Qué harías entonces?

– Llamaría a la policía -respondió sin titubear.

– No, no debes hacer eso -respondió preocupada.

Qué problema ves en que yo llame a la policía?

– Por favor, prométeme que no lo harás -el pánico se reflejó en su mirada-. No soporto pensar que pueden llevar a estas pequeñas a alguna institución del gobierno.

Mitch titubeó. Comprendió que había alguna razón seria para aquella respuesta, pero Britt se volvió y cambió de tema.

– Veamos estos libros -sugirió ella-. Leamos unos capítulos. Quizá encontremos algunas respuestas al problema que tenemos.

Callaron unos minutos mientras se concentraban en los libros. Después de leer todo lo relativo a los bebés hasta los seis meses de edad, Mitch levantó la vista y observó a Britt. Se había puesto las gafas y estaba concentrada en lo que leía. El cuadro era encantador.

De inmediato se dijo que ella no era el tipo de mujer que le gustaba y no deseaba cambiar de idea.

Se acomodó y fingió leer, pero se limitaba a ver por encima del libro. Britt lo fascinaba, era una mujer con un corazón de oro. ¿Cómo serían los hombres con los que salía? Decidió que debían ser serios. Ingenieros o arqueólogos, hombres obsesionados con el trabajo. Era posible que ella también lo fuera, mostraba todas las señales.

Eso tendría que cambiar. Cuando se hicieran amigos, tendría que encontrar tiempo para tomarse la vida con calma y reír.

– Mitchell.

– Dime -levantó la mirada sorprendido.

– Te estás durmiendo.

– No es cierto -pero se le había caído el libro al suelo. Lo levantó y sonrió-. Sólo descansaba y juro que no volverá a suceder.

– Más te vale -contestó con una sonrisa que lo hizo meditar.

No fue nada especial, sólo un presentimiento. Un pequeño estremecimiento detrás de la oscuridad en los ojos femeninos.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella al ver que la observaba detenidamente.

– Nada. No es nada.

Pero había habido algo especial en su mirada.

Capítulo Cuatro

Mitch dejó el libro y bostezó. Se quedaría dormido si seguía leyendo. Además, no había descubierto nada especial.

– Diría que todo parece marchar con normalidad, ¿verdad? -preguntó cuando Britt levantó la cabeza.

– Sí -asintió pensativa-. Con excepción de las cunas.

– ¿Qué cunas? -tuvo un poco de temor.

– Necesitan camas.

– Pronto serán las tres de la madrugada -comentó después de mirar el reloj; estaba agotado-. No creo que haya tiendas abiertas a esta hora.

– Por supuesto que no. No podemos ir a comprarlas. Lo sé. Pero quizá podamos hacerlas.

– ¿Hacerlas? Esta noche no.

Britt no contestó, pero a él no le importó. No se retractaría. Esa noche no se convertiría en un carpintero.

– Además -continuó con lógica-. No querrías despertarlas sólo para acostarlas en camas mejores. Por Dios, están dormidas.

De pronto oyeron algo en la habitación. Mitch gimió, pero Britt saltó como si lo esperaba.

– Muy bien -dijo como un general frente a sus hombres-. Entraremos. Les cambiaremos los pañales. Les daremos de comer y deberán volver a dormirse.