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– Mi amiga Ashley se hizo daño en el tobillo y los paramédicos se están ocupando de ella. Mi novio estaba muy borracho, así que la gente de la orquesta tuvo que sacarlo. Está vomitando por ahí. -Hizo un gesto vago con la mano-. Todos los demás están bien. -Fuera del escenario, volvía a parecer una adolescente, pero él recordaba su actuación y lo extraordinaria que era. Lo mismo haría todo el mundo después de esa noche.

– Deberíais ir al refugio. Es más seguro -les dijo Everett, y Janet Hastings empezó a tirar de su hija. Estaba de acuerdo con Everett; quería estar fuera de la calle antes de que llegara el siguiente temblor.

– Me parece que me quedaré por aquí un rato -afirmó Melanie con voz tranquila.

Le dijo a su madre que se fuera sin ella, lo cual solo hizo que llorara con más fuerza todavía. Melanie explicó que quería quedarse y ayudar, algo que a Everett le pareció admirable. Entonces, por primera vez, se preguntó si le apetecía tomar un trago y se alegró de darse cuenta de que no lo deseaba. Era una primicia. Ni siquiera con la excusa de un terremoto sentía el deseo de emborracharse. Al pensarlo, su cara se iluminó con una amplia sonrisa. Janet se encaminó al refugio, pero al ver que Melanie desaparecía entre la multitud tuvo otro ataque de pánico.

– Estará bien -dijo Everett, tranquilizándola-. Cuando vuelva a verla, la enviaré al refugio con usted. Vaya con los demás.

Janet parecía insegura, pero el movimiento de la multitud que iba hacia el refugio y sus propios deseos la llevaron hacia allí. Everett supuso que, tanto si la encontraba como si no, Melanie estaría perfectamente. Era joven y tenía muchos recursos, y los miembros de la orquesta estaban cerca; además, no le parecía mala idea que quisiera ayudar a los heridos. Había mucha gente a su alrededor que necesitaba asistencia de algún tipo, más de la que lograban proporcionar los paramédicos.

Estaba de nuevo tomando fotos cuando se tropezó con la mujer menuda y pelirroja que había visto ayudar al hombre del ataque al corazón y marcharse luego. Vio cómo atendía a una niña y luego la entregaba a un bombero para que trataran de encontrar a su madre. Everett tomó varias fotos de la mujer, pero cuando ella se alejó de la niña, dejó caer la cámara.

– ¿Es usted médico? -preguntó, interesado. Parecía muy segura cuando se ocupó del hombre del ataque al corazón.

– No, soy enfermera -contestó sencillamente, mirándolo directa y brevemente con sus brillantes ojos azules. Luego sonrió. Había algo que era a la vez divertido y conmovedor en ella. Tenía los ojos más magnéticos que jamás había visto.

– Esta noche es útil ser enfermera.

Muchas personas estaban heridas, aunque no todas de gravedad. Pero había multitud de cortes y pequeñas heridas, aparte de otras más importantes; además, varias personas estaban en estado de choque. Everett sabía que la había visto en la gala, pero había algo incongruente en su sencillo vestido negro y sus zapatos planos. La toca había desaparecido después del terremoto, así que no se le ocurrió pensar que fuera otra cosa que enfermera. Tenía un rostro joven, intemporal; habría sido difícil adivinar cuántos años tenía. Calculó que estaría a punto de cumplir los cuarenta, quizá los había cumplido no hacía mucho. En realidad, tenía cuarenta y dos años. La mujer se detuvo para hablar con alguien; él la seguía. Luego, volvió a pararse para coger una botella de agua. Todos padecían los efectos del polvo que seguía saliendo en gran cantidad del hotel.

– ¿Va al refugio? Es probable que también necesiten ayuda -comentó. Para entonces ya se había librado de la pajarita y tenía sangre en la camisa, a causa del corte en la mejilla.

Ella negó con la cabeza.

– Me marcharé una vez que haya hecho todo lo que pueda aquí. Creo que la gente de mi barrio también necesitará ayuda.

– ¿Dónde vive? -preguntó, interesado, aunque no conocía bien la ciudad. Había algo en aquella mujer que lo intrigaba. Quizá hubiera una historia en alguna parte, nunca se sabía. Solo mirarla despertaba su instinto de periodista.

Ella sonrió ante la pregunta.

– Vivo en Tenderloin, no muy lejos de aquí. -Aunque en realidad vivía a millones de kilómetros de distancia de todo aquello. En aquel barrio, unas pocas manzanas representaban una diferencia enorme.

– Es un barrio bastante duro, ¿verdad? -Cada vez estaba más intrigado. Había oído hablar de Tenderloin, con sus adictos a las drogas, sus prostitutas y sus marginados.

– Sí, lo es -aceptó ella, sinceramente. Pero era feliz allí.

– ¿Y ahí es donde vive? -Parecía asombrado y confuso.

– Sí -respondió ella, sonriendo, con el pelo y la cara manchados, y sus eléctricos ojos azules chispeando con picardía-. Me gusta.

El sexto sentido de Everett le decía que allí había un reportaje; sabía intuitivamente que ella sería una de las heroínas de la noche. Cuando volviera a Tenderloin, quería estar con ella. Estaba seguro de que en todo aquello había un reportaje esperándolo.

– Me llamo Everett. ¿Puedo acompañarla? -preguntó sencillamente.

Ella vaciló un momento y luego asintió.

– Podría ser peligroso ir hasta allí, por todos los cables eléctricos que han caído en la calle. Además, no se darán prisa en ayudar a la gente de ese vecindario. Todos los equipos de rescate estarán aquí o en otras partes de la ciudad. Por cierto, llámame Maggie.

Pasó otra hora antes de que se alejaran de la escena del Ritz. Para entonces eran casi las tres de la madrugada. La mayoría de la gente había ido al refugio o había decidido marcharse a su casa. No volvió a ver a Melanie, pero no estaba preocupado por ella. Las ambulancias se habían llevado a los heridos graves y los bomberos parecían tenerlo todo bajo control. Se oían sirenas a lo lejos, por lo que supuso que se habrían declarado incendios y que, como las conducciones de agua se habían roto, tendrían muchas dificultades para apagarlos. Siguió a la mujer con obstinación, camino de su casa. Subieron por California Street y luego bajaron por Nob Hill, hacia el sur. Pasaron Union Square, doblaron a la derecha y se encaminaron hacia el oeste por O'Farrell. Se quedaron asombrados al ver que casi todos los cristales de las ventanas de los grandes almacenes de Union Square habían estallado y caído a la calle. Delante del hotel St. Francis, la escena era parecida a la que habían dejado en el Ritz. Habían desalojado los hoteles y dirigido a la gente a los refugios. Les costó media hora llegar hasta donde ella vivía.

Había gente en la calle, aunque su aspecto era notablemente diferente. Iban vestidos con ropa vieja y gastada; algunos todavía iban muy colocados de droga, y otros parecían asustados. Los escaparates de las tiendas estaban hechos añicos, había borrachos tumbados en el suelo y un puñado de prostitutas apiñadas en un grupo. Everett se quedó intrigado al ver que casi todo el mundo conocía a Maggie. Se detenía y hablaba con ellos, preguntando cómo estaban, si alguien había resultado herido, si habían enviado ayuda y si el barrio había salido mal parado. Todos charlaban animadamente con ella. Finalmente, ella y Everett se sentaron en los escalones de entrada a una casa. Eran casi las cinco de la madrugada, pero Maggie ni siquiera parecía cansada.

– ¿Quién eres? -preguntó Everett, fascinado-. Me siento como si estuviera en una extraña película con un ángel que hubiera bajado a la tierra. Quizá únicamente yo puedo verte.

Ella se echó a reír ante esa descripción y le recordó que nadie tenía ningún problema para verla. Era real, humana y totalmente visible, como podía confirmar cualquiera de las prostitutas de la calle.

– Puede que la respuesta a tu pregunta sea «qué», en vez tic «quién» -dijo tranquilamente, deseando poder despojarse de su hábito.

Era un vestido negro, sencillo y feo, pero echaba de menos los vaqueros. Por lo que podía ver, su edificio se había sacudido, pero no había sufrido daños peligrosos y no había nada que le impidiera entrar. Allí no había bomberos ni policía dirigiendo a la gente hacia los refugios.