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Sarah ya había abierto la puerta cuando él la alcanzó. Se había quitado aquellos imposibles zapatos de una patada y corría por el vestíbulo. No había electricidad, así que las luces estaban apagadas; todo estaba inusualmente oscuro, ya que ni siquiera funcionaban las luces de la calle. Pasó corriendo por delante del salón para ir arriba y entonces los vio; la canguro dormida en el sofá, con el pequeño, también dormido, en los brazos y Molly respirando profundamente acurrucada a su lado. Había velas encendidas encima de la mesa. La canguro estaba fuera de combate, pero empezó a despertar al acercarse Sarah.

– Hola… oh… ¡qué terremoto tan fuerte! -dijo, completamente despierta, pero susurrando para no despertar a los niños.

Sin embargo, cuando Seth entró en la sala y los tres adultos se pusieron a hablar, los niños también empezaron a moverse. Al mirar alrededor, Sarah vio que todos los cuadros estaban muy torcidos, había dos estatuas caídas y una pequeña y antigua mesa de jugar a las cartas y varias sillas estaban volcadas. La habitación tenía un aspecto terriblemente desordenado, con libros desparramados por el suelo y pequeños objetos esparcidos por todas partes. Pero sus hijos estaban bien, y eso era lo único que importaba. Estaban vivos e ilesos; luego, cuando se acostumbró a la penumbra que reinaba en la estancia, vio que Parmani tenía un golpe en la frente. Explicó que la librería de Oliver se le había caído encima cuando corría a sacarlo de la cuna, al empezar el terremoto. Sarah dio gracias porque no la hubiera dejado inconsciente o hubiera matado al pequeño, ya que los libros y otros objetos habían salido volando de los estantes. En la Marina, un bebé había resultado muerto de ese modo en el terremoto de 1989, cuando un objeto pesado resbaló de un estante y lo mató en la cuna. Sarah daba gracias porque la historia no se hubiera repetido con su hijo.

Oliver se agitó en los brazos de la canguro, levantó la cabeza y vio a su madre, que lo cogió y lo abrazó. Molly seguía durmiendo profundamente, hecha un ovillo, junto a la canguro. Parecía una muñeca y sus padres sonrieron al mirarla, agradecidos porque estuviera a salvo.

– Hola, tesoro, ¿estabas haciendo una grandísima siesta? -preguntó Sarah al pequeño.

El niño pareció sobresaltarse al verlos; empezó a hacer pucheros y se echó a llorar. Sarah pensó que era el sonido más dulce que había oído nunca, tan dulce como la noche en la que nació. Desde que empezó el terremoto había estado aterrada pensando en sus hijos. Lo único que había deseado era correr a casa y abrazarlos. Se inclinó y acarició levemente la pierna de Molly, como si quisiera asegurarse de que también ella estaba viva.

– Debes de haber pasado mucho miedo -dijo Sarah, comprensiva, a Parmani, mientras Seth iba al cuarto de estar y cogía el teléfono.

Seguía cortado. No había servicio telefónico en toda la ciudad. Seth había comprobado su móvil por lo menos un millón de veces de camino a casa.

– Es absurdo -gruñó, al volver a la habitación-. Como mínimo podrían hacer que los móviles siguieran funcionando. ¿Qué se supone que vamos a hacer? ¿Quedarnos desconectados del mundo durante toda la semana? Mejor será que mañana los pongan en marcha.

Sarah sabía, igual que él, que aquello no era en absoluto probable.

Tampoco tenían electricidad y Parmani, muy sensatamente, había cerrado la llave del gas, así que en la casa hacía frío; por suerte, la noche era cálida. Si hubiera sido una de esas habituales noches ventosas de San Francisco, habrían pasado frío.

– Bueno, tendremos que acampar fuera un rato -dijo Sarah, serenamente. Ahora era feliz, con su hijo en los brazos y su hija a la vista, en el sofá.

– Puede que vaya a Stanford o a San José mañana -dijo Seth, vagamente-. Debo hacer unas llamadas.

– El doctor dijo que en el hospital había oído que las carreteras están cerradas. Me parece que estamos incomunicados.

– No puede ser -se lamentó Seth, que parecía presa del pánico; luego miró la esfera luminosa de su reloj-. Tal vez tendría que marcharme ahora. Son casi las siete de la mañana en Nueva York. Para cuando llegue, en la costa Este la gente ya estará en las oficinas. Tengo que completar una transacción hoy mismo.

– ¿No puedes tomarte un día libre? -preguntó Sarah, pero Seth se marchó corriendo, escaleras arriba, sin contestar.

Volvió a bajar a los cinco minutos, vestido con vaqueros, un suéter y zapatillas de correr, con una expresión de tensa concentración en la cara y el maletín en la mano.

Sus dos coches estaban atrapados y, quizá, perdidos para siempre en el garaje del hotel. No había ninguna esperanza de recuperarlos, si es que lograban encontrarlos; en cualquier caso, no lo lograrían en mucho tiempo, dado que la mayor parte del garaje se había desplomado. Se volvió hacia Parmani con una mirada esperanzada y le sonrió en la casi oscuridad del salón. Ollie había vuelto a dormirse en brazos de Sarah, reconfortado por la sensación familiar de su calidez y el sonido de su voz.

– Parmani, ¿te importa que coja prestado tu coche un par de horas? Voy a ver si puedo ir hacia el sur y hacer unas llamadas. Puede que el móvil se decida a funcionar una vez fuera de la ciudad.

– Por supuesto -respondió la canguro, con expresión asombrada.

Le parecía una petición extraña, y a Sarah todavía más. No era el momento de tratar de llegar a San José. A Sarah le parecía inapropiado que estuviera tan obsesionado con los negocios y los dejara solos en la ciudad.

– ¿No puedes relajarte? Hoy nadie esperará tener noticias de nadie de San Francisco. Es absurdo, Seth. ¿Y si hay otro terremoto o una réplica? Estaríamos aquí, solos, y es posible que tú no pudieras volver.

Peor todavía; se podía hundir un paso elevado y aplastarlo en la carretera. No quería que fuera a ninguna parte, pero él parecía decidido y absorto mientras se dirigía hacia la puerta de la calle. Parmani dijo que había dejado las llaves puestas y que el coche estaba en el garaje de la casa. Era un viejo y abollado Honda Accord, pero la llevaba a donde quería ir. Sarah no dejaba que los niños subieran en él y tampoco le entusiasmaba que Seth lo cogiera. El coche tenía más de ciento sesenta mil kilómetros, no estaba dotado de ninguno de los actuales accesorios de seguridad y contaba una docena de años, por lo menos.

– No os preocupéis, señoras. Volveré. -Les sonrió y se marchó a toda prisa.

A Sarah le preocupaba que se aventurara a conducir, sin semáforos que controlaran el tráfico y, tal vez, con obstáculos caídos en la calzada. Pero vio que nada lo detendría. Se había marchado antes de que pudiera decir ni una palabra más. Parmani fue a buscar otra linterna; las velas oscilaron cuando Sarah se sentó en su pequeño salón, pensando en Seth. Una cosa era ser adicto al trabajo y otra irse corriendo a la península, horas después de un fuerte terremoto, dejando que su mujer y sus hijos se las arreglaran solos. No le gustaba en absoluto. Le parecía una conducta irracional y obsesiva.

Parmani y ella permanecieron en el salón, hablando en voz baja casi hasta la salida del sol. Pensó en ir arriba, a su habitación, y acostar a los niños con ella, en su cama, pero se sentía más segura abajo; así podrían abandonar la casa si había otro temblor. Parmani le dijo que había caído un árbol en el jardín y que, en el piso de arriba, el suelo estaba lleno de cosas: un espejo enorme se había caído y se había roto y varias de las ventanas traseras se habían desencajado y se habían hecho añicos contra el cemento. La mayor parte de la vajilla y la cristalería estaba destrozada en el suelo de la cocina, junto con la comida, que había volado, literalmente, de los estantes. Parmani dijo que varias botellas de zumo y de vino se habían roto. Sarah no quería ni pensar en tener que limpiarlo todo. Parmani se disculpó por no haberlo hecho ella, pero estaba demasiado preocupada por los niños y no quiso dejarlos solos el rato que habría necesitado para ocuparse del destrozo. Sarah dijo que ya lo haría ella. Al cabo de un rato, después de dejar a Oliver en el sofá, todavía dormido, fue hasta la cocina a echar una ojeada. Se quedó horrorizada ante la zona catastrófica en la que se había convertido la cocina en pocas horas. Las puertas de la mayoría de los armarios se habían abierto y todo lo que había en el interior había caído. Le llevaría días limpiarlo todo.