Cuando salió el sol, Parmani fue a hacer café, pero entonces se acordó de que no tenían ni gas ni electricidad. Pasando con cuidado por encima de los escombros y trozos de cristal, echó agua caliente del grifo en una taza e introdujo una bolsita de té. Apenas estaba tibio, pero se lo llevó a Sarah, que lo encontró reconfortante. Parmani peló un plátano para ella. Sarah había insistido en que no quería comer nada; todavía estaba demasiado conmocionada y alterada.
Apenas había terminado el té cuando entró Seth, con aire lúgubre.
– Qué rápido -comentó Sarah.
– Las carreteras están cerradas. -Parecía atónito-. Quiero decir, todas las carreteras. En la entrada a la 101, toda la rampa de acceso se ha derrumbado.
No le habló de la horrible carnicería que había debajo. Había ambulancias y policía por todas partes. Los agentes de la patrulla de carreteras lo habían obligado a dar media vuelta y le habían dicho, secamente, que volviera a casa y se quedara allí. No era momento para ir a ningún sitio. Intentó explicarles que vivía en Palo Alto, pero el policía le dijo que tendría que quedarse en la ciudad hasta que abrieran las carreteras de nuevo. Contestó a la siguiente pregunta de Seth diciendo que no lo estarían hasta dentro de varios días. Tal vez incluso una semana, dados los enormes daños que habían sufrido las vías de comunicación.
– Intenté llegar a la 280 por la avenida Diecinueve, pero ocurrió lo mismo. Por la playa, para llegar a Pacifica, pero allí hay deslizamientos de tierra. Está todo bloqueado. No me molesté en probar por los puentes, porque por la radio dijeron que estaban cerrados. ¡Joder, Sarah! -exclamó, furioso-. ¡Estamos atrapados!
– Por poco tiempo. No sé por qué no te calmas. Además, parece que tenemos mucho que limpiar. En Nueva York, nadie esperará que los llames. Seguro que están más enterados de lo que está pasando aquí que nosotros. Créeme, Seth, nadie echará en falta tu llamada.
– No lo entiendes -masculló, sombrío. Luego se lanzó escaleras arriba y cerró la puerta de la habitación de un portazo.
Sarah dejó a los niños con Parmani, que había observado la escena, intrigada, y siguió a su marido al piso de arriba. Seth recorría la habitación, arriba y abajo, como un león enjaulado. Un león muy furioso, con aspecto de estar a punto de devorar a alguien y, a falta de otra víctima, parecía que fuera a atacarla a ella.
– Lo siento, cariño -dijo Sarah, dulcemente-. Sé que estás en medio de una operación, pero los desastres naturales no se pueden controlar. No podemos hacer nada. La operación esperará unos días.
– No, no lo hará. -Escupió las palabras con rabia-. Algunas operaciones no esperan. Y esta es una de ellas. Lo único que necesito es un maldito teléfono. -Fabricaría uno si pudiera, pero no podía. Solo sentía gratitud porque sus hijos estaban a salvo.
La obsesión de Seth por continuar con sus negocios, en aquellas circunstancias, le parecía más que exagerada. Aunque, al mismo tiempo, sabía que gracias a ello era un hombre de tanto éxito. Nunca paraba. Estaba pegado al móvil día y noche, haciendo negocios. Sin él, ahora se sentía absoluta y completamente impotente, atrapado, como si alguien le hubiera cortado las cuerdas vocales y le hubiera atado las manos. Estaba clavado en el suelo, en una ciudad muerta, sin ninguna posibilidad de comunicarse con el exterior. Sarah, que se daba cuenta de que para él era una crisis muy grave, deseaba convencerlo para que se calmase.
– ¿Qué puedo hacer para ayudarte, Seth? -preguntó, sentándose en la cama y dando unos golpecitos junto a ella. Pensó en un masaje, un baño, un tranquilizante, unas friegas en la nuca o en la espalda, abrazarlo o tumbarse junto a él en la cama.
– ¿Que qué puedes hacer para ayudarme? ¿Te burlas de mí? ¿Es una broma? -Casi estaba gritando en su habitación tan bellamente decorada. El sol ya había salido y los suaves tonos amarillo y azul celeste tenían un aspecto exquisito bajo la primera luz de la mañana. Seth, totalmente ajeno a la belleza de la habitación, la miraba colérico.
– Lo digo de verdad -respondió ella con calma-. Haré todo lo que pueda.
Él siguió mirándola fijamente, como si pensara que estaba loca.
– Sarah, no tienes ni idea de lo que está pasando. Ni la más remota idea.
– Ponme a prueba. Fuimos a la escuela de negocios juntos. No soy estúpida, ¿sabes?
– No, el estúpido soy yo -dijo, sentándose en la cama y pasándose la mano por el pelo. Ni siquiera podía mirarla-. Tengo que transferir sesenta millones de dólares de nuestras cuentas de fondos, hoy, antes de mediodía. -Su voz parecía muerta al decirlo, y a Sarah la impresionó.
– ¿Vas a hacer una inversión de esa envergadura? ¿Qué compras? ¿Materias primas? Parece arriesgado en esas cantidades.
Por supuesto, la compra de materias primas entrañaba un riesgo alto, pero también un beneficio igualmente alto, si se hacía bien. Sabía que Seth era un genio con las inversiones.
– No estoy comprando, Sarah -dijo, mirándola un momento y luego apartando la vista-. Me estoy cubriendo el culo. Es lo único que estoy haciendo y, si no lo consigo, estoy jodido… estamos jodidos… todo lo que tenemos desaparecerá… Incluso podría ir a la cárcel. -Tenía la mirada fija en el suelo, entre los pies, mientras hablaba.
– ¿De qué estás hablando? -Sarah parecía presa del pánico. Seth estaba bromeando, seguro, aunque la expresión de su cara le decía que no era así.
– Tuvimos una auditoría esta semana para comprobar nuestro nuevo fondo. Era una auditoría de los inversores, para asegurarse de que teníamos en el fondo tanto como afirmábamos. Con el tiempo lo tendremos, claro, no hay ninguna duda. Ya lo he hecho antes. Sully Markham me ha cubierto en auditorías así en otras ocasiones. Al final, cuando conseguimos el dinero lo ingresamos en la cuenta. Pero, a veces, al principio, cuando no lo tenemos y los inversores hacen una auditoría, Sully me ayuda a inflar un poco las cosas.
Sarah lo miraba, estupefacta.
– ¿Un poco? Sesenta millones de dólares ¿y dices que es inflarlo un poco? Dios santo, Seth, ¿en qué estabas pensando? Podrían haberte pillado o no lograr reponer el dinero.
– Al decirlo, se dio cuenta de que eso era precisamente lo que estaba sucediendo. Ahí era donde Seth estaba ahora.
– Debo conseguir el dinero, de lo contrario pillarán a Sully, en Nueva York. Es preciso que tenga el dinero de vuelta en sus cuentas hoy. Los bancos están cerrados. No tengo el maldito móvil; ni siquiera puedo llamar a Sully para decirle que lo cubra de alguna manera.
– Seguro que se habrá dado cuenta. Con toda la ciudad paralizada, debe de saber que no puedes hacerlo.
Sarah estaba pálida. Nunca, ni por asomo, se le había ocurrido que Seth no fuera honrado. Y sesenta millones no era un desliz pequeño. Era importante. Un fraude a gran escala. Ni por un momento se le había ocurrido que la codicia corrompería a Seth y lo llevaría a hacer algo así. Ponía en entredicho todo lo que había entre ellos, toda su vida y, lo más importante, quién era él.
– Se suponía que iba a hacerlo ayer -dijo Seth, sombrío-. Le prometí a Sully que lo haría antes de cerrar. Pero los auditores se quedaron hasta casi las seis. Por eso llegué larde al Ritz. Sabía que él tenía hasta las dos del mediodía de hoy, y yo tenía hasta las once, así que calculé que podría ocuparme esta mañana. Estaba preocupado, pero no me dejé llevar por el pánico. Ahora sí. Ahora el pánico me ahoga. Estamos absoluta, total y completamente jodidos. El tiene que pasar una auditoría que empieza el lunes. Debe posponerla, ya que los bancos no habrán abierto para entonces. Y yo ni siquiera puedo hacer una maldita llamada para avisarle. -Seth parecía a punto de echarse a llorar, mientras Sarah no podía dejar de mirarlo, escandalizada e incrédula.