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– Te quiero, cariño -dijo él en voz baja.

Ella lo miró, asombrada.

– ¿Cómo puedes decir eso? Yo también te quiero, pero mira lo que nos has hecho, a todos nosotros. No solo a ti y a mí, sino también a los niños. Quizá nos echen a la calle. Y tú podrías acabar en la cárcel. -Y eso era lo que pasaría, casi con toda seguridad.

– Puede que no sea tan malo.

El trataba de tranquilizarla, pero ella no lo creía. Conocía demasiado bien las normas de la SEC para creer las trivialidades que le decía. Corría un peligro muy real de que lo arrestaran y lo encarcelaran. Y si lo hacían, su vida, tal como la conocían, desaparecía con él. Nunca volvería a ser igual.

– ¿Qué vamos a hacer ahora? -preguntó, abatida, sonándose con un pañuelo de papel.

Ya no parecía la glamurosa dama de la alta sociedad de la noche anterior. Era una mujer terriblemente asustada. Se había puesto un suéter encima del traje de noche y llevaba los pies descalzos, mientras permanecía sentada en la cama, llorando. Parecía una adolescente cuyo mundo hubiera llegado a su fin. Y lo había hecho, gracias a su marido.

Se deshizo el moño y dejó que el pelo le cayera sobre los hombros. Aparentaba la mitad de su edad, allí sentada, mirándolo furiosa, sintiéndose traicionada, como nunca se había sentido antes. No por el dinero y el modo de vida que perderían, aunque también importaban. Todo había parecido tan seguro y había sido tan importante para ella, para sus hijos… Pero lo peor era que él les había arrebatado la vida feliz que había forjado para ellos, la seguridad con la que ella contaba. Al transferir el dinero que Sully Markham les había prestado, los había puesto en peligro a todos. Había hecho saltar su vida por los aires, junto a la de él.

– Creo que lo único que podemos hacer es esperar -dijo Seth, en voz baja, mientras cruzaba la habitación y se quedaba mirando por la ventana.

Había incendios debajo de ellos y, a la luz de la mañana, pudo ver que algunas casas cercanas habían sufrido daños. Había árboles caídos, balcones colgando en ángulos extraños, chimeneas derrumbadas sobre los tejados. La gente caminaba con expresión aturdida. Pero nadie estaba tan aturdido como Sarah, que seguía llorando en la habitación. Solo era cuestión de tiempo que la vida tal como la conocían tocara a su fin y, quizá con ella, su matrimonio.

Capítulo 4

Aquella noche, Melanie permaneció en la calle mucho rato, frente al Ritz-Carlton, ayudando a los heridos, tratando de llevar a los paramédicos hasta ellos. Encontró dos niñas que estaban perdidas y las ayudó a buscar a su madre. No era mucho lo que podía hacer, ya que no tenía los conocimientos de enfermería de la hermana Mary Magdalen, pero podía dar consuelo y tranquilizar. Uno de sus músicos la siguió durante un rato, pero luego fue a reunirse con los demás en el refugio. Melanie ya era mayor y podía cuidar de sí misma. Nadie de su grupo se había quedado con ella. Todavía llevaba el vestido y los zapatos de plataforma que lucía en el escenario, y por encima, la chaqueta del esmoquin alquilado de Everett, que ahora estaba sucia, manchada de polvo y de la sangre de las personas a las que había atendido. Pero estar allí hacía que se sintiera bien. Por primera vez, en mucho tiempo, pese al polvo de yeso que flotaba en el aire, sentía que podía respirar.

Se sentó en la parte de atrás de un coche de bomberos, para comer un donut, beber una taza de café y hablar con los bomberos sobre lo que había pasado. Los hombres estaban sorprendidos y felices de estar tomando café con Melanie Free.

– ¿Cómo es ser Melanie Free? -preguntó uno de los bomberos más jóvenes.

Había nacido en San Francisco y había crecido en Mission. Su padre era policía, igual que dos de sus hermanos; otros dos eran bomberos como él. Todas sus hermanas se habían casado justo al acabar el instituto. Melanie Free estaba tan lejos de su vida como cualquier otra persona, aunque viéndola tomar el café y el donut, le parecía igual que cualquier otra persona.

– A veces es divertido -respondió ella-. Y a veces es una mierda. Es mucho trabajo y mucha presión, especialmente cuando damos conciertos. Y la prensa es un coñazo.

Todos se echaron a reír por su comentario, mientras ella cogía otro donut. El bombero que le había hecho la pregunta tenía veintidós años y tres hijos. Pensaba que la vida de Melanie parecía mucho más interesante que la suya, aunque quería mucho a su mujer y a sus hijos.

– ¿Y a ti? -le preguntó ella-. ¿Te gusta lo que haces?

– Sí. Casi siempre. Sobre todo en una noche como esta. Tienes la sensación de que estás haciendo algo importante, algo bueno. Es mucho mejor que cuando te tiran botellas de cerveza o te disparan sin más cuando vas a Bay West a apagar un incendio que ellos mismos han provocado. Pero no siempre es así. La mayoría de las veces me gusta ser bombero.

– Los bomberos son muy guapos -comentó Melanie y luego soltó una risita. Ni se acordaba de la última vez que se había comido dos donuts. Su madre la habría matado. A diferencia de Janet, y debido a su insistencia, ella siempre estaba a dieta. Era una de las pequeñas servidumbres de la fama. Allí, sentada en el peldaño más bajo del camión, charlando con los bomberos, aparentaba menos de los diecinueve años que tenía.

– Tú también eres muy guapa -dijo uno de los bomberos de más edad al pasar junto a ellos.

Acababa de pasar cuatro horas sacando a varias personas de un ascensor donde habían quedado atrapadas. Una mujer se había desmayado; los demás estaban bien. Había sido un día muy largo para todos. Melanie saludó con la mano a las dos niñas que había encontrado y que ahora pasaban por delante de ella con su madre, camino del refugio. La madre se quedó atónita cuando se dio cuenta de que era Melanie. Incluso con su largo pelo rubio sin peinar y enredado y la cara sucia, era fácil reconocer a la estrella.

– ¿No te cansas de que la gente te reconozca? -le preguntó uno de los bomberos.

– Sí, mucho. Mi novio lo detesta. Una vez, le pegó un puñetazo en la cara a un fotógrafo y acabó en la cárcel. La verdad es que lo saca de quicio.

– No me sorprende. -El bombero sonrió y volvió al trabajo.

Los hombres que quedaban le dijeron que debería ir al refugio. Allí estaría más segura. Durante toda la noche había estado ayudando a los huéspedes del hotel y a diversos desconocidos, pero el Departamento de Servicios de Emergencia quería que todos fueran a los refugios. Caían cascotes por todas partes, trozos de ventana, junto con anuncios y pedazos de hormigón de los edificios. Sin mencionar los cables eléctricos que eran un peligro constante. Realmente, no era seguro que se quedara en la calle.

El más joven de los bomberos se ofreció para acompañarla las dos manzanas que había hasta el refugio y ella aceptó a regañadientes. Eran las siete de la mañana y sabía que su madre estaría muerta de preocupación; probablemente le habría dado un ataque de nervios, después de tantas horas sin saber dónde estaba su hija. Melanie fue charlando tranquilamente con el joven bombero hasta llegar a la iglesia adonde enviaban a todo el mundo. El edificio estaba lleno a rebosar y los voluntarios de la Cruz Roja y miembros de la iglesia estaban sirviendo el desayuno. Cuando vio aquella multitud, Melanie pensó que no iba a encontrar a su madre. Se despidió del bombero en la puerta, le agradeció que la hubiera acompañado y se abrió camino entre la gente, buscando a alguien conocido. Era un grupo enorme de personas, que hablaban, lloraban, reían; algunas parecían preocupadas y había cientos sentadas en el suelo.

Finalmente encontró a su madre, sentada junto a Ashley y Pam, la secretaria de Melanie. Llevaban horas preocupadas por ella. Janet soltó un chillido al verla y corrió a abrazarla. La estrechó con tanta fuerza que casi la aplastó y, a continuación, la riñó a voz en grito por desaparecer toda la noche.