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– Dios mío, Mel, pensaba que estarías muerta, electrocutada, que te habría caído un trozo del hotel en la cabeza.

– No, solo estaba ayudando un poco -dijo Melanie, en voz baja. Su voz se atenuaba hasta casi ser inaudible cuando estaba cerca de su madre.

Vio que Ashley estaba muy pálida. La pobre estaba muerta de miedo; había quedado traumatizada por el terremoto. Había pasado toda la noche acurrucada junto a Jake, aunque él no le hacía ningún caso, ya que dormía para eliminar todo lo que había bebido y fumado antes del seísmo.

Al oír chillar a Janet, abrió un ojo y miró a Melanie. Parecía tener una resaca horrible, y contemplaba a Melanie con curiosidad. Ni siquiera se acordaba de su actuación, y tampoco estaba seguro de haber estado allí, aunque sí recordaba las sacudidas del terremoto.

– Bonita chaqueta -comentó, entornando los ojos y mirando la sucia chaqueta de esmoquin-. ¿Dónde has estado toda la noche? -Parecía más interesado que preocupado.

– Ocupada -contestó, pero no se inclinó para besarlo.

Tenía un aspecto horrible. Había estado tumbado en el suelo, durmiendo como un tronco, con la chaqueta enrollada debajo de la cabeza, a guisa de almohada. La mayoría de su equipo dormía cerca de allí, igual que los músicos.

– ¿No tenías miedo de estar allí fuera? -preguntó Ashley, que parecía aterrada.

Melanie negó con la cabeza.

– No. Mucha gente necesitaba ayuda. Niños perdidos, adultos que necesitaban a los paramédicos. Muchas personas habían sufrido cortes por los cristales que caían. He hecho lo que he podido.

– No eres enfermera, por todos los santos -le espetó su madre-. Has ganado un Grammy. Los ganadores de un Grammy no van por ahí limpiándole los mocos a nadie. -Janet la miraba furiosa. No era la imagen que quería para su hija.

– ¿Por qué no, mamá? ¿Qué hay de malo en ayudar a los demás? Había muchas personas asustadas que necesitaban que alguien hiciera lo que pudiera.

– Que lo hagan otros -zanjó la madre, tumbándose junto a Jake-. Dios, me gustaría saber cuánto tiempo vamos a tener que quedarnos aquí. Han dicho que el aeropuerto está cerrado por daños en la torre. Espero que nos envíen a casa de una puñetera vez en el avión privado.

Estas cosas tenían mucha importancia para ella. Insistía mucho en sacar el máximo partido de todas las ventajas que les ofrecían. Todo eso le importaba más a ella que a Melanie. A Melanie le habría parecido igual de bien viajar en un autobús Greyhound.

– ¿Qué importancia tiene, mamá? A lo mejor podemos alquilar un coche para volver a casa. Lo más importante es que podamos volver. No tengo otro concierto hasta la semana que viene.

– No voy a quedarme aquí, en el suelo de una iglesia, toda una semana. La espalda me está matando. Tienen que alojarnos en algún sitio decente.

– Todos los hoteles están cerrados, mamá. Los generadores no funcionan, los edificios son peligrosos y los frigoríficos están fuera de servicio. -Melanie lo sabía por lo que le habían dicho los bomberos-. Por lo menos, aquí estamos a salvo.

– Quiero volver a Los Ángeles -se quejó la madre. Le dijo a Pam que siguiera preguntando cuándo abrirían el aeropuerto, y ella lo prometió que lo haría.

Pam admiraba a Melanie por haber ayudado a la gente durante toda la noche. Ella se la había pasado llevándole a Janet mantas, cigarrillos y café que preparaban en hornillos de butano en el comedor. Ashley estaba tan aterrorizada que había vomitado dos veces. Jake se durmió al momento, borracho como una cuba. Había sido una noche terrible, pero por lo menos todos estaban vivos.

Tanto la peluquera como la mánager de Melanie estaban en la entrada, sirviendo sándwiches y galletas y repartiendo botellas de agua. La comida, procedente de la enorme cocina de la iglesia en la que daban de comer a los sin hogar, se acabó rápidamente. Después, entregaron a la gente latas de pavo, jamón en salsa picante y cecina de buey. No faltaba mucho para que se quedaran sin nada. A Melanie no le importaba; de todos modos, no tenía hambre.

A mediodía, les dijeron que los llevarían a un refugio en Presidio. Iban a llegar autobuses y saldrían de la iglesia por turnos. Les dieron mantas, sacos de dormir y productos de higiene personal, como cepillos de dientes y dentífrico, que añadieron a sus pertenencias, ya que no iban a volver a la iglesia.

Melanie y su grupo no consiguieron subir a un autobús hasta las tres de la tarde. La joven había logrado dormir un par de horas y se encontraba bien mientras ayudaba a su madre a enrollar las mantas; luego sacudió a Jake para despertarlo.

– Despierta, Jackey, nos vamos -dijo, preguntándose qué drogas se habría tomado la noche anterior.

Había estado fuera de combate todo el día y todavía parecía tener resaca. Era un hombre guapo, pero cuando se levantó y miró alrededor, tenía muy mal aspecto.

– Dios, odio esta película. Parece el escenario de una de esas superproducciones de desastres y me siento como un extra cualquiera. Todo el rato estoy esperando que venga alguien para que me pinte sangre en la cara y me ponga una venda en la cabeza.

– Tendrías un aspecto de fábula, incluso con la sangre y el vendaje -le aseguró Melanie, mientras se recogía el pelo en una trenza.

Su madre no paró de quejarse hasta que llegaron al autobús, porque la manera en que los trataban era asquerosa y porque nadie parecía saber quiénes eran. Melanie le aseguró que ellas no eran distintas y que a nadie importaban. Eran solo un puñado de personas que habían sobrevivido al terremoto; no eran diferentes de los demás.

– Cállate ya, niña -la riñó su madre-. Esta no es la manera de hablar de una estrella.

– Aquí no soy una estrella, mamá. A nadie le importa un comino si sé cantar. Están cansados, hambrientos y asustados; todos quieren irse a casa, igual que nosotros. No somos diferentes.

– A ver si la convences, Mellie -dijo uno de los músicos mientras subían al autobús.

Justo entonces, dos adolescentes la reconocieron y se pusieron a chillar. Les firmó autógrafos a las dos, aunque le pareció absurdo. Se sentía cualquier cosa menos una estrella, sucia y vestida a medias, con una chaqueta masculina de esmoquin que había visto días mejores y con el vestido de malla y lentejuelas que había llevado en el escenario, roto.

– Cántanos algo, Melanie -suplicaron y Melanie se echó a reír.

Les dijo que no iba a cantar de ninguna manera. Eran jóvenes y tontas; solo tendrían unos catorce años. Vivían cerca de la iglesia con su familia y viajaban en el autobús con ella. Dijeron que parte de su edificio de pisos se había desplomado y que la policía las había rescatado; nadie había resultado herido, salvo una anciana que vivía en el piso más alto y que se había roto una pierna. Tenían montones de historias que contar.

Cuando llegaron a Presidio, veinte minutos después, los acompañaron a unos viejos hangares militares, donde la Cruz Roja había instalado catres y un comedor. En uno de los hangares habían organizado un hospital de campaña, con personal médico voluntario, paramédicos, médicos y enfermeras de la Guardia Nacional, voluntarios de las iglesias locales y voluntarios de la Cruz Roja.

– A lo mejor pueden sacarnos de aquí en helicóptero -dijo Janet al sentarse en el catre, horrorizada por aquel alojamiento.

Jake y Ashley fueron a buscar algo para comer y Pam se ofreció a llevarle comida a Janet, porque esta dijo que estaba demasiado cansada y traumatizada para moverse. No era tan vieja para mostrarse tan indefensa, pero no veía razón alguna para hacer cola durante horas a fin de conseguir una comida asquerosa. Los músicos y los encargados del equipo estaban fuera, fumando. Cuando todos los demás se fueron, Melanie se deslizó discretamente entre la multitud para ir hasta las mesas de la entrada. Habló con la encargada en voz baja. Era una sargento de la reserva de la Guardia Nacional, con traje de faena de camuflaje y botas de combate. Miró a Melanie, sorprendida, y la reconoció de inmediato.