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– ¡Eh, rubia! -gritó un hombre viejo. Ella se detuvo para darle el bastón-. ¿Qué hace aquí una chica tan bonita? ¿Estás en el ejército?

– No. Solo me han prestado los pantalones. ¿En qué puedo ayudarlo?

– Necesito que alguien me acompañe al baño. ¿Puedes buscarme algún hombre?

– Claro.

Fue a buscar a uno de los reservas de la Guardia Nacional y lo acompañó hasta el hombre del bastón. Los dos se marcharon hacia las letrinas portátiles instaladas en la parte trasera. Un momento después, se sentó por primera vez en toda la noche y aceptó, agradecida, la botella de agua que le tendía una voluntaria de la Cruz Roja.

– Gracias. -Melanie sonrió.

Estaba muerta de sed, pero no había tenido tiempo de beber desde hacía horas. Tampoco había comido nada desde el mediodía, pero ni siquiera tenía hambre, a causa del cansancio. Estaba saboreando el agua antes de volver al trabajo, cuando una mujer menuda y pelirroja pasó a toda velocidad junto a ella; llevaba vaqueros, una sudadera y unas botas Converse de color rosa. En el hospital hacía calor; la sudadera era de un rosa encendido y decía: «Jesús está viniendo. Finge estar ocupado». La mujer que la llevaba tenía unos luminosos ojos azules que miraron a Melanie; luego le dirigió una amplia sonrisa.

– Me gustó mucho tu actuación anoche -susurró la mujer de la sudadera rosa.

– ¿De verdad? ¿Estabas allí? -Era evidente que, si lo decía, era porque había estado. Le parecía que habían pasado un millón de años desde el concierto y el terremoto que había golpeado la ciudad antes de que ella terminara-. Gracias. Menuda noche, ¿verdad? ¿Saliste bien librada? -La pelirroja, que parecía ilesa, llevaba una bandeja con vendajes, esparadrapo y un par de tijeras médicas-. ¿Estás con la Cruz Roja?

– No, soy enfermera. -Sin embargo, parecía una chica de campamento con su camiseta rosa y sus botas deportivas. También llevaba una cruz colgando sobre el pecho y Melanie sonrió al ver lo que ponía en la camiseta. La mirada de sus ojos azules era eléctrica y, sin ninguna duda, parecía ocupada-. Y tú, ¿estás con la Cruz Roja? -preguntó.

Le iría bien un poco de ayuda. Llevaba horas cosiendo cortes pequeños y enviando a la gente a dormir a otras salas. Intentaban que las oleadas de gente que llegaba al hospital de campaña entrara y saliera lo más rápido posible, y atendían a las víctimas según la gravedad de sus heridas, lo mejor que podían. Mandaban los casos peores a los hospitales, donde había aparatos para mantenerlos con vida. El hospital de campaña impedía que los casos de menor importancia acabaran en las salas de urgencias de los hospitales; de ese modo, ellos podían ocuparse de los heridos graves. Hasta el momento, el sistema funcionaba.

– No, simplemente estaba aquí y pensé que podría ayudar -explicó Melanie.

– Buena chica. ¿Qué tal se te da ver cómo cosen a la gente? ¿Te desmayas cuando ves sangre?

– Hasta ahora no -dijo Melanie. Había visto mucha sangre desde la noche anterior, y por el momento no le había dado aprensión, a diferencia de su amiga Ashley, Jake y su madre. Ella lo aguantaba bien.

– Estupendo. Entonces, ven y ayúdame.

Llevó a Melanie de vuelta a la parte de atrás del hangar, donde había organizado una pequeña zona de trabajo, con una camilla de reconocimiento improvisada y material esterilizado. La gente hacía cola, esperando a que les cosieran las heridas. Al cabo de un momento, Melanie ya se había lavado las manos con una solución quirúrgica y le estaba dando lo que necesitaba para coser cuidadosamente a sus pacientes. La mayoría de las heridas no tenían mucha importancia, pero había algunas raras excepciones. La mujer menuda y pelirroja no paraba ni un momento. Alrededor de las dos de la madrugada hubo un período de calma y las dos pudieron sentarse para beber agua y charlar unos momentos.

– Sé cómo te llamas -dijo con una sonrisa aquel pequeño elfo de pelo rojo-, pero he olvidado decirte mi nombre. Soy Maggie. La hermana Maggie -añadió.

– ¿Hermana? ¿Eres monja? -Melanie estaba atónita. En ningún momento se le había ocurrido que esa menuda visión vestida de rosa, con el pelo del color de las llamas podía ser monja. Nada lo hacía adivinar, excepto quizá la cruz colgada del cuello, pero cualquiera podía llevar una-. De verdad que no pareces una monja -dijo Melanie, riendo.

De niña había ido a una escuela católica y entonces pensaba que algunas de las monjas eran enrolladas, por lo menos las jóvenes. Todas estaban de acuerdo en que las mayores eran mezquinas, pero no se lo dijo a Maggie. No había nada mezquino en ella; era toda luz, sonrisas, alegría y trabajo duro, muy duro. Melanie pensó que tenía una manera encantadora de tratar a la gente.

– Sí que parezco una monja -insistió Maggie-. Este es el aspecto que tienen las monjas ahora.

– No cuando yo estaba en la escuela -replicó Melanie-. Me encanta tu sudadera.

– Me la dieron unos chicos que conozco. No estoy segura de que el obispo la aprobara, pero hace reír a la gente. Pensé que hoy era el día indicado para ponérmela. La gente necesita sonreír. Parece que ha habido muchos daños en la ciudad y muchos hogares destruidos, sobre todo por el fuego. ¿Dónde vives, Melanie? -preguntó la hermana Maggie con interés, mientras terminaban el agua y se levantaban.

– En Los Ángeles, con mi madre.

– Eso está muy bien -aprobó Maggie-. Con tu éxito, podrías andar por ahí sola o metiéndote en montones de problemas. ¿Tienes novio?

Melanie sonrió en respuesta y asintió.

– Sí. También está aquí. Seguramente estará dormido en el hangar que nos asignaron. Una amiga vino conmigo al concierto; mi madre también está aquí y los músicos del grupo, claro.

– Parece un montón de gente. ¿Tu novio te trata bien? -Los brillantes ojos azules la miraban atentamente.

Melanie vaciló antes de contestar. La hermana Maggie sentía interés por Melanie. Parecía una chica tan buena y lista… Nada en ella delataba que fuera famosa. Melanie no era en absoluto pretenciosa; era sencilla, hasta parecía humilde. A Maggie le gustaba mucho esto en ella. Actuaba como cualquier chica de su edad, no como una estrella.

– A veces es agradable conmigo -respondió Melanie-. Tiene sus propios problemas. A menudo son un obstáculo.

Maggie leyó entre líneas y sospechó que probablemente bebía demasiado o se drogaba. Lo que más la sorprendía era que Melanie no tenía aspecto de hacer lo mismo. Había acudido a trabajar al hospital por propia iniciativa, quería ayudar sinceramente, y era muy útil y sensata en lo que hacía. Era una persona con los pies en el suelo.

– Lástima -comentó Maggie.

Luego le dijo a Melanie que ya había trabajado bastante. Llevaba casi once horas seguidas, además de no haber dormido casi nada la noche anterior. Le dijo que volviera a la sala donde estaban su madre y los demás y descansara un poco; de lo contrario, al día siguiente no serviría para nada. Maggie dormiría en un catre en una zona del hospital que habían preparado para los voluntarios y el personal médico. Planeaban abrir un edificio independiente para alojarlos, pero todavía no lo habían hecho.

– ¿Puedo volver mañana? -preguntó Melanie, esperanzada. Le había encantado el tiempo que había pasado allí; se sentía realmente útil, lo cual hacía que el tiempo que debían esperar hasta volver a casa fuera más interesante y pasara más deprisa.

– Sí, ven en cuanto te despiertes. Puedes desayunar en el comedor. Yo estaré aquí. Puedes venir siempre que quieras -dijo la hermana Maggie con cariño.

– Gracias -dijo Melanie, educadamente, todavía sorprendida de que fuera monja-. Hasta mañana, hermana.