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– Buenas noches, Melanie. -Maggie sonrió cálidamente-. Gracias por tu ayuda.

Al alejarse, Melanie dijo adiós con la mano; la hermana se quedó mirándola. Era una joven muy bonita y aunque no estaba segura de por qué, Maggie tenía la sensación de que andaba buscando algo, que en su vida faltaba algo importante. Era difícil de creer, siendo tan guapa, con una voz como la suya y con el éxito que tenía. Maggie esperaba que, fuera lo que fuese lo que estuviera buscando, lo encontrara.

Maggie fue a informar que se marchaba a dormir un poco. Mientras volvía a la sala donde había dejado a los demás, Melanie sonreía. Le había encantado trabajar con Maggie. Todavía le costaba creer que aquella mujer tan llena de vida fuera monja. Melanie no pudo evitar desear tener una madre así, llena de compasión, calidez y sabiduría, en lugar de la que tenía, que siempre la presionaba y vivía a través de su hija. Melanie era muy consciente de que su madre también quería ser una estrella y creía que lo era porque su hija lo había conseguido y había alcanzado el estrellato. A veces, resultaba una carga muy pesada ser el sueño de su madre, en lugar de tener el suyo propio. Ni siquiera estaba segura de cuáles eran sus sueños. Lo único que sabía era que durante unas horas, y más de lo que nunca había sentido en el escenario, le parecía haber encontrado su sueño aquella noche, inmediatamente después ti el terremoto de San Francisco.

Capítulo 5

Melanie estaba de vuelta en el hospital de campaña antes de las nueve de la mañana siguiente. Habría llegado antes, pero se detuvo para escuchar el anuncio emitido por el sistema de megafonía en el patio principal. Cientos de personas se habían reunido para enterarse de cuál era la situación en toda la ciudad. El número de víctimas mortales estaba ya por encima del millar y dijeron que pasaría una semana, como mínimo, antes de que volvieran a tener electricidad. Dieron una lista de las zonas que habían quedado más dañadas y dijeron que dudaban de que los móviles volvieran a estar en servicio antes de, por lo menos, diez días. Informaron que estaban enviando suministros de emergencia por avión desde todo el país. El presidente había hecho una breve visita para ver la devastada ciudad el día anterior y luego había volado de vuelta a Washington, después de prometer ayuda federal y elogiar a los habitantes de San Francisco por su valor y compasión. Por los altavoces comunicaron a los residentes temporales de Presidio que la Sociedad Protectora de Animales había establecido un refugio especial, donde estaban llevando animales de compañía, con la esperanza de poder reunidos con sus amos. También dijeron que disponían de traductores, tanto de mandarín como de español. La persona que leía el comunicado dio las gracias a todos por su cooperación y por obedecerlas normas del campamento temporal. Dijo que, en aquellos momentos, había más de ochenta mil personas en Presidio y que aquel mismo día abrirían dos comedores más. Prometió mantenerlos a todos informados de cualquier acontecimiento en cuanto se produjera y les deseó un buen día.

Cuando Melanie encontró a Maggie en el hospital de campaña, la menuda monja estaba quejándose de que el presidente había sobrevolado Presidio en helicóptero, pero no había visitado el hospital. El alcalde había pasado un momento el día anterior y se esperaba que el gobernador recorriera Presidio aquella tarde. También habían estado allí muchos reporteros. Se estaban convirtiendo en una ciudad modelo dentro de otra que había quedado gravemente dañada por el terremoto de hacía casi dos días. Considerando el alcance de los daños sufridos, las autoridades locales estaban impresionadas por lo bien organizados que estaban y lo comprensivos que eran los ciudadanos. En todo el campamento prevalecía un ambiente de bondad y compasión, una camaradería parecida a la de los soldados en zona de guerra.

– ¡Qué madrugadora! -exclamó la hermana Maggie cuando apareció Melanie.

Parecía joven, guapa y limpia, aunque llevaba la misma ropa que el día anterior. No tenía otra, pero se había levantado a las siete para hacer cola en las duchas. Había sido estupendo lavarse el pelo y tomar una ducha caliente. Después, había desayunado copos de avena y tostadas en el comedor.

Por suerte, los generadores conservaban la comida fresca. Al personal médico le preocupaba que, de no ser así, pudiera producirse una intoxicación por alimentos y disentería. Pero, por el momento, su principal problema eran las heridas, no las enfermedades, aunque a la larga las segundas también podían llegar a serlo.

– ¿Has dormido? -preguntó Maggie.

El insomnio era uno de los principales síntomas de un trauma; muchas de las personas a las que atendían decían que no habían dormido en dos días. Una escuadra de psiquiatras, que se habían ofrecido voluntarios para tratar a las víctimas de un posible trauma, estaban instalados en una sala aparte. Maggie había enviado muchas personas a verlos, en particular a los ancianos y a los muy jóvenes, que estaban muy asustados y fuertemente conmocionados.

Destinó a Melanie a trabajar con los ingresos; a anotar los detalles, los síntomas y demás datos de los pacientes. No cobraban por lo que hacían, no había ningún sistema de facturas; todos los trámites y el papeleo lo realizaban los voluntarios. Melanie se alegró de estar allí. La noche del terremoto había sido aterradora, pero por primera vez en su vida sentía que estaba haciendo algo importante, en lugar de esperar detrás del escenario de algún teatro, grabar en los estudios y cantar. Allí, por lo menos, ayudaba a la gente. Y Maggie estaba muy contenta con su trabajo.

Había otras monjas y sacerdotes trabajando en Presidio, procedentes de diversas órdenes e iglesias de la ciudad. Algunos pastores andaban arriba y abajo, hablando con la gente e incluso habían montado espacios donde quien quisiera podía ir en busca de consejo. Miembros del clero de todas las confesiones visitaban a los heridos y enfermos. Muy pocos llevaban alzacuellos, hábitos o símbolos religiosos del tipo que fuera. Decían quiénes eran y hablaban con la gente mientras recorrían el lugar. Algunos incluso servían comida en el comedor. Maggie saludaba a muchos de los sacerdotes y monjas. Parecía conocer a todo el mundo. Melanie se lo comentó más tarde, cuando se tomaron un descanso. Maggie se echó a reír.

– Llevo mucho tiempo por aquí.

– ¿Te gusta ser monja?

Melanie sentía curiosidad. Pensaba que era la persona más interesante que había conocido en su vida. En sus casi veinte años en la tierra, nunca se había tropezado con nadie que desprendiera tanta bondad, sabiduría, profundidad y compasión. Vivía sus creencias y las llevaba a la práctica, en lugar delimitarse a hablar de ellas. Su dulzura y aplomo llegaban a todos los que conocía. Una de las otras personas que trabajaban en el hospital dijo que Maggie poseía una gracia asombrosa; la expresión hizo sonreír a Melanie. Siempre le había gustado mucho el himno que llevaba ese nombre y lo cantaba con frecuencia. A partir de ahora, le recordaría a Maggie. Estaba en el primer CD que Melanie había grabado y fue el que le permitió usar de verdad su voz.

– Me gusta mucho ser monja -contestó Maggie-. Siempre me ha gustado. Nunca lo he lamentado, ni un solo minuto. Me va a la perfección -dijo, con aspecto feliz-. Me gusta estar casada con Dios, ser la esposa de Cristo -añadió.

Esas palabras impresionaron a su joven amiga. Melanie vio entonces la delgada alianza de oro blanco que llevaba. Maggie le contó que se la dieron cuando hizo los últimos votos, diez años atrás. Dijo que la espera hasta recibir el anillo había sido larga y que simbolizaba la vida y el trabajo que tanto le gustaban y de los que se sentía tan orgullosa.

– Debe de ser difícil ser monja -dijo Melanie, con profundo respeto.

– Es difícil ser cualquier cosa en esta vida -dijo Maggie, sensatamente-. Lo que tú haces tampoco es fácil.