– Bien, ya sabes dónde estoy, por lo menos de momento. -Maggie cogió un bolígrafo y un papel y anotó su número de móvil-. Cuando los teléfonos vuelvan a funcionar, puedes llamarme a este número. Hasta entonces, estaré aquí. A veces, ayuda hablar con alguien, como amigas. No quiero entrometerme, así que llámame si crees que puedo ayudarte en algo.
– Gracias -dijo Sarah, agradecida. Se acordó de que Maggie era una de las monjas que estaban en la gala. Y, al igual que les había pasado a Melanie y a Everett, Sarah pensó que no tenía en absoluto aspecto de monja, sobre todo con vaqueros y unas deportivas altas Converse. Tenía un aspecto encantador y sorprendentemente joven. Aunque sus ojos eran los de alguien que lo había visto todo; no había nada joven en ellos-. Te llamaré -prometió Sarah y, unos momentos después, volvieron con los demás.
Mientras se acercaban a ellos, Sarah se secó los ojos. Everett también se había dado cuenta de que pasaba algo, pero no dijo nada. Volvió a felicitarla por la gala y por el dinero que habían recaudado. Dijo que había sido un acto organizado con mucha clase, gracias también a la ayuda de Melanie. Tenía siempre una palabra amable para todo el mundo. Era un hombre cordial, de trato fácil.
– Me gustaría trabajar de voluntaria aquí-añadió Sarah, impresionada por la eficiencia de todos los colaboradores.
– Debes estar en casa, con tus hijos -respondió Maggie-. Te necesitan. -Sentía que en aquellos momentos Sarah los necesitaba a ellos. No sabía qué problema tenía con su marido, pero era evidente que la afectaba profundamente.
– No creo que vuelva a separarme nunca de ellos -dijo Sarah, estremeciéndose-. El jueves por la noche, hasta que llegamos a casa, sentí que me volvía loca, pero estaban bien.
El chichón de la cabeza de Parmani también había desaparecido, pero se había quedado con ellos, porque no había forma de que pudiera volver a su casa. Su barrio era un caos y lo habían acordonado. Habían ido hasta allí en coche para verlo. La policía no la dejó entrar en su casa, ya que una parte del tejado se había desplomado.
Todas las empresas y servicios de la ciudad seguían cerrados. El barrio financiero también estaba cerrado y aislado. Sin electricidad en toda la ciudad, sin tiendas abiertas, sin servicio de gas ni teléfono era imposible que nadie trabajara.
Sarah se marchó unos minutos después con la niñera y los niños. Subieron al coche de Parmani y se fueron, después de dar las gracias a Maggie por su ayuda. Le había dado a la monja su número de teléfono y su dirección, y también el número del móvil, pero no pudo evitar preguntarse cuánto tiempo seguirían allí o si perderían la casa. Esperaba que pudieran quedarse un tiempo; quizá Seth consiguiera llegar a un acuerdo, en el peor de los casos. Sarah también se despidió de Everett y de Melanie al marcharse. No creía que volviera a verlos. Ambos eran de Los Ángeles y no era probable que se encontraran de nuevo. A Sarah le había caído muy bien Melanie y su actuación había sido perfecta, tal como había dicho Everett. Todos los que estaban allí habrían estado de acuerdo, pese al espantoso final.
Cuando Sarah se fue, Maggie envió a Melanie a buscar suministros, y Everett y ella se quedaron charlando. Maggie sabía que el almacén principal estaba a cierta distancia, así que la joven tardaría en volver. No era una estratagema; necesita-ba los suministros. En particular el hilo de sutura. Todos los médicos con los que había trabajado le habían dicho siempre que daba unos puntos impecablemente pulcros. Era el fruto de años de trabajo de aguja en el convento. Cuando era más joven, era algo agradable en que ocuparse por la noche, cuando las monjas se reunían después de la cena y charlaban. Desde que vivía sola en el piso, casi nunca hacía trabajos de aguja, pero seguía dando unas puntadas limpias y diminutas.
– Parece una mujer agradable -afirmó Everett, refiriéndose a Sarah-. Sinceramente, me pareció un acontecimiento excepcional -dijo elogiándola, aunque ya se había marchado.
A pesar de que era mucho más tradicional que la gente con la que solía relacionarse, realmente le caía bien. Había algo sustancial e íntegro en ella que brillaba a través de su exterior conservador.
– Es curioso cómo los caminos se cruzan una y otra vez, ¿verdad? -prosiguió-. Me tropecé contigo delante del Ritz y te seguí toda la noche, incluso por la calle. Y ahora, aquí me tienes; he vuelto a tropezarme contigo en un refugio. También a Melanie la conocí aquella noche, y le di mi chaqueta. Luego tú y ella os encontrasteis aquí. Y yo me he encontrado con las dos, de nuevo; entonces, la organizadora de la gala que nos reunió a todos se presenta en el hospital de campaña con su hijo que tiene dolor de oído, y aquí estamos otra vez. La semana de los viejos amigos. En una ciudad tan grande como esta, es un condenado milagro que dos personas se encuentren dos veces, pero nosotros no hemos hecho otra cosa en los últimos días. Por lo menos, es reconfortante ver caras conocidas. Me gusta mucho -declaró, sonriendo a Maggie.
– A mí también -asintió la monja. Conocía a tantos extraños en su vida que ahora disfrutaba particularmente al ver a los amigos.
Continuaron charlando un rato, hasta que finalmente volvió Melanie. Traía lo que Maggie le había encargado y parecía encantada. Estaba tan ansiosa por ayudar que consideraba un triunfo que el encargado de los suministros tuviera todo lo que había en la lista de Maggie, una lista larga. Le había dado todos los medicamentos que Maggie había pedido; también las vendas de los tamaños adecuados, tanto elásticas como de gasa, y una caja entera de esparadrapo.
– A veces, me parece que eres más enfermera que monja. Cuidas muy bien de los heridos -comentó Everett.
Ella asintió, aunque no estaba totalmente de acuerdo.
– Cuido de los heridos de cuerpo y de espíritu -dijo Maggie, en voz baja-. Tal vez crees que soy más enfermera que monja porque eso te parece más normal, pero la verdad es que soy monja más que cualquier otra cosa. No dejes que los zapatos de color rosa te engañen. Los llevo por diversión. Pero ser monja es muy serio, y lo más importante de mi vida. Estoy convencida de que «la discreción es la mejor parte del valor»; siempre me ha gustado esta cita. Aunque no tengo ni idea de quién lo dijo, creo que estaba en lo cierto. La gente se siente incómoda si voy por ahí pregonando que soy monja.
– ¿Por qué? -preguntó Everett.
– Me parece que a la gente le dan miedo las monjas -respondió Maggie con sentido práctico-. Por eso es genial que ya no tengamos que vestir el hábito. Desconcertaba a todo el mundo.
– A mí me parecían muy bonitos. Cuando era joven, siempre me impresionaban las monjas. Eran tan guapas, bueno, al menos algunas de ellas. Ya no se ven monjas jóvenes. Aunque quizá sea algo bueno.
– Tal vez tengas razón. Ya no entran en el convento tan jóvenes. En mi orden, el año pasado, admitieron a dos mujeres cuarentonas y a otra que me parece que tenía cincuenta y era viuda. Los tiempos han cambiado, pero por lo menos ahora saben qué hacen cuando ingresan. En mis tiempos, muchas personas se equivocaban; entraban en el convento cuando no deberían haberlo hecho. No es una vida fácil -dijo sinceramente-. Es un cambio enorme, con independencia de cómo fuera antes tu vida. Vivir en comunidad siempre es un reto. Tengo que reconocer que ahora lo echo de menos. Pero los únicos momentos en los que estoy en el piso son para dormir.
Era un pequeño estudio, en un barrio horrible. Everett solo lo había visto brevemente, desde fuera, cuando la acompañó hasta allí.