Volvieron al patio principal, cogieron unas botellas de agua de una carretilla y se sentaron a charlar. Era un lugar bonito, con el puente del Golden Gate a lo lejos y la bahía brillando bajo la luz del sol.
– ¿Te gusta lo que haces? Me refiero al trabajo… -preguntó Tom.
– A veces. Aunque a veces es duro. Mi madre me presiona mucho. Sé que debería estar agradecida. Le debo mi carrera y mi éxito. No deja de repetírmelo. Pero ella lo desea más que yo. A mí solo me gusta cantar; me encanta la música. A veces, los conciertos son divertidos, y las giras y todo eso. Pero otras veces, es demasiado. Y no puedes elegir. Tienes que hacerlo a tope o no hacerlo. No puedes quedarte a medias.
– ¿Alguna vez te has tomado un descanso? ¿Tiempo libre?
Melanie negó con la cabeza y luego se echó a reír, consciente de lo joven que parecía.
– Mi madre no me deja. Dice que sería un suicidio profesional. Dice que a mi edad no se toman descansos. Yo quería ir a la universidad, pero debido a lo que estaba haciendo no había manera. Empecé a ser popular el primer año de instituto, así que dejé la escuela, tuve profesores particulares y conseguí mi bachillerato. No hablaba en broma. Me encantaría ir a la escuela de enfermería. Pero mi madre nunca me dejaría.
Incluso a ella le sonaba al cuento de la pobre niña rica. Pero Tom la entendía e intuía las presiones a las que Melanie estaba sometida. No le parecía divertido, aunque los demás pensaran lo contrario. La joven parecía triste cuando hablaba de ello, como si se hubiera perdido una parte importante de su juventud, lo cual era cierto. Al mirarla, Tom era consciente de ello y lo sentía por ella.
– Me encantaría verte actuar, en algún momento -dijo, pensativo-. Quiero decir, ahora que te conozco.
– Tengo un concierto en Los Ángeles, en junio. Luego me iré de gira. Primero a Las Vegas y luego por todo el país. Julio, agosto y parte de septiembre. A lo mejor, puedes venir en junio. -Le gustaba la idea y a él también, aunque acababan de conocerse.
Volvieron lentamente hacia el hospital y él la dejó en la entrada, aunque prometió ir a buscarla más tarde. No le había preguntado si tenía novio y ella había olvidado mencionar a Jake. Este se estaba portando de manera muy desagradable desde que estaban allí, quejándose sin parar. Quería irse a casa, igual que las otras ochenta mil personas, pero ellas parecían soportarlo con paciencia. Los inconvenientes que todos sufrían no habían sido ideados para irritarlo únicamente a él. La noche anterior, Melanie le había comentado a Ashley que Jake era como un niño pequeño. Además, se estaba hartando de ocuparse de él. Era muy inmaduro y egoísta. Se olvidó de Jake, incluso de Tom, cuando volvió al trabajo con Maggie.
La reunión de Alcohólicos Anónimos organizada por Everett aquella noche, en el campamento, fue un éxito. Con gran sorpresa por su parte, acudieron casi un centenar de personas, entusiasmadas por poder reunirse. El letrero de Amigos de Bill W. había atraído a los enterados e iniciados y el anuncio público hecho por la mañana en el patio había informado a todos de adonde debían ir. La reunión duró dos horas, y participó un número sorprendente de personas. Everett se sentía como un hombre nuevo cuando entró en el hospital a las ocho y media para contárselo a Maggie. Observó que parecía cansada.
– ¡Tenías razón! ¡Ha sido fantástico!
Al contarle el éxito de la reunión, le resplandecían los ojos con entusiasmo. Maggie estaba encantada por él. Everett se quedó por el hospital una hora, mientras había calma. Para entonces, Maggie había enviado a Melanie de vuelta a su sala. Así que los dos se sentaron y charlaron un buen rato.
Al final, dejaron el hospital juntos. Maggie firmó el registro de salida y él la acompañó de vuelta al edificio donde se alojaban los religiosos voluntarios. Había monjas, sacerdotes, pastores, hermanos, varios rabinos y dos monjes budistas con sus ropas de color naranja; iban y venían, mientras Everett y Maggie permanecían sentados en el escalón de la entrada. Él se sentía renovado después de la reunión y le dio las gracias de nuevo cuando se levantó para marcharse.
– Gracias, Maggie. Eres una amiga fantástica.
– Tú también, Everett -dijo sonriendo-. Me alegro de que saliera bien.
Por un momento, le había preocupado qué pasaría si no acudía nadie. Pero el grupo había decidido reunirse cada día, a la misma hora, y tenía la impresión de que iba a crecer de manera exponencial. Todos estaban sometidos a mucha tensión. Incluso ella lo sentía. Los sacerdotes de su edificio decían la misa cada mañana y para ella era una buena manera de empezar el día, igual que la reunión de Everett lo había sido para él. También rezaba por lo menos una hora por la noche, antes de dormirse, o tanto tiempo como conseguía permanecer despierta. Las jornadas eran largas, duras y agotadoras.
– Hasta mañana -se despidió él, antes de marcharse.
Maggie entró en el edificio donde se alojaba. Había luces, alimentadas por baterías, en la entrada y en la escalera. Pensó en él mientras entraba en la habitación que compartía con otras seis monjas; todas ellas desempeñaban diversos trabajos voluntarios en Presidio, pero, por primera vez en años, se sentía separada de ellas. Una de las monjas llevaba dos días quejándose de no poder vestir el hábito. Lo había dejado en el convento, cuando el edificio se incendió debido a una fuga de gas; todos huyeron y llegaron a Presidio en albornoz y zapatillas. Repetía que se sentía desnuda sin el hábito. En los últimos años, Maggie detestaba ponerse el suyo; lo había llevado la noche de la gala, únicamente porque no tenía ningún vestido, solo la ropa para trabajar en la calle.
Era la primera vez en su vida que se sentía aislada de las demás monjas. No estaba segura del motivo, pero, de algún modo, le parecían estrechas de miras. Pensó en las conversaciones que había tenido con Everett sobre lo mucho que le gustaba ser monja. Era verdad, pero había ocasiones en las quelas otras monjas, incluso los sacerdotes, le crispaban los nervios. A veces olvidaba que su conexión era con Dios y con los seres perdidos con los que trabajaba. Pero los miembros de las órdenes religiosas le parecían irritantes, en particular cuando pretendían ser superiores moralmente o se mostraban intolerantes respecto a sus propias elecciones en la vida.
Sin embargo, lo que estaba sintiendo la preocupaba. Everett le había preguntado si alguna vez había dudado de su vocación. Nunca lo había hecho y tampoco lo hacía ahora. Pero, de repente, echaba de menos hablar con él, sus conversaciones filosóficas, las cosas divertidas que él decía. Y pensar en él la inquietaba. No quería sentir demasiado apego por ningún hombre. Se preguntaba si esa monja estaba en lo cierto. Tal vez debían llevar el hábito, para recordar a los demás quiénes eran y para mantener la distancia. No había distancia entre Everett y ella. En las inusuales circunstancias que estaban viviendo, se habían formado sólidas amistades, vínculos imposibles de romper, incluso idilios en ciernes. Estaba dispuesta a ser amiga de Everett, pero, ciertamente, nada más. Se lo recordó a sí misma mientras se lavaba la cara con agua fría. Luego se echó en la cama y rezó, como hacía siempre. No permitió que él se entrometiera en sus plegarias, pero no había duda: seguía merodeando por su cabeza y tuvo que hacer un decidido esfuerzo para dejarlo fuera. Aquello le recordó, como nada lo había hecho desde hacía muchos años, que era la esposa de Cristo y de nadie más. No pertenecía a nadie más que a Él. Así había sido siempre, así era y así seguiría siendo. Mientras rezaba con renovado fervor, consiguió eliminar la visión de Everett de su cabeza y llenarla solo con Cristo. Cuando acabó de rezar, suspiró largamente, cerró los ojos y se quedó dormida en paz.
Melanie estaba agotada cuando volvió a su edificio aquella noche. Había sido su tercer día de duro trabajo en el hospital y, aunque le gustaba lo que hacía allí, en el camino de vuelta a la sala donde dormía tuvo que reconocer que habría sido estupendo poder tomar un baño caliente, tumbarse en su cómoda cama con la tele encendida y quedarse dormida. En cambio, compartía una sala enorme con varios cientos de personas. Estaba atestada, había mucho ruido, olía mal y la cama era dura. Sabía que pasarían allí algunos días más, ya que la ciudad estaba bloqueada y no había manera de marcharse. Tenían que arreglárselas lo mejor posible, como le decía a Jake cuando se lamentaba. Se sentía decepcionada por sus constantes quejas y porque, muchas veces, se las hacía pagar a ella. Y Ashley no era mucho mejor. No dejaba de llorar, decía que sufría un choque postraumático y que quería irse a casa. A Janet tampoco le gustaba estar allí, pero por lo menos estaba haciendo amigos, con los que hablaba constantemente de su hija, para que todos supieran lo importante y especial que era. A Melanie no le importaba. Estaba acostumbrada. Su madre hacía lo mismo dondequiera que fueran. Los músicos y los encargados del equipo también habían hecho numerosos amigos. Pasaban mucho rato con ellos y jugaban al póquer. Pam y ella eran las únicas que trabajaban, así que Melanie apenas veía a los demás.