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– Me parece que nosotros somos más sensatos y realistas. Las monjas no se enamoran.

– ¿Y si lo hacen? -insistió él, queriendo una respuesta mejor.

– No lo hacen. No pueden. Ya están casadas con Dios.

– No me vengas con eso. Algunas monjas dejan el convento. Incluso se casan. Tu hermano dejó el sacerdocio. Maggie…

Lo interrumpió en seco antes de que pudiera seguir o decir algo que fueran a lamentar. No podría ser su amiga si él no respetaba los firmes límites que ella había establecido o si se pasaba de la raya.

– Everett, por favor, no. Soy tu amiga. Y creo que tú eres amigo mío. Demos gracias por ello.

– ¿Y si quiero más?

– No quieres más. -Sonrió con sus eléctricos ojos azules-. Solo quieres lo que no puedes tener. O crees que lo quieres. Hay todo un mundo, lleno de gente, esperándote.

– Pero nadie como tú. Nunca había conocido a nadie como tú.

Ella se rió de él.

– Eso puede ser bueno. Algún día darás gracias por ello.

– Doy gracias por haberte conocido -afirmó él, muy en serio.

– Lo mismo digo. Eres un hombre maravilloso y estoy orgullosa de haberte conocido. Apuesto a que ganarás otro Pulitzer por las fotos que has tomado. -El había acabado confesándoselo, con cierta timidez, durante una de sus largas charlas sobre su vida y su trabajo-. ¡O algún otro tipo de premio! Me muero de ganas de ver qué publican.

Con mucho tacto, estaba llevándolo a aguas más seguras, y él lo sabía. Maggie no iba a abrirle ninguna otra puerta, ni siquiera iba a dejar que él lo intentara.

Eran las diez cuando Melanie y Tom volvieron para despedirse. Eran jóvenes y parecían felices y un poco aturdidos por la novedad de su naciente idilio. Everett los envidiaba. Para ellos la vida no hacía más que empezar. En cambio sentía como si la suya casi hubiera acabado, por lo menos la mejor parte, aunque AA y su rehabilitación se la habían cambiado para siempre, mejorándola infinitamente. Pero su trabajo le aburría y añoraba sus viejas zonas en guerra. San Francisco y el terremoto habían devuelto la chispa a su vida, por lo que esperaba que las fotos fueran estupendas. Sin embargo, también sabía que iba a volver a un trabajo que le ofrecía pocos retos, requería pocas de sus habilidades y muy poco de su experiencia y pericia. La bebida, antes de lograr dominarla, lo había llevado a esa situación.

Melanie dio un beso de buenas noches a Maggie; luego, Tom y ella se marcharon. Everett partiría con Melanie y su grupo al día siguiente. Iban a ser de los primeros en dejar San Francisco; un autobús los recogería a las ocho. La Cruz Roja lo había organizado todo. Otras personas saldrían más tarde, con diversos destinos. Ya les habían advertido que quizá tuvieran que ir por callejones y carreteras secundarias para llegar al aeropuerto, ya que había muchos desvíos en la autopista; podría llevarles dos horas llegar hasta allí, o quizá más.

Everett dio las buenas noches a Maggie, con pesar. La abrazó antes de marcharse y le deslizó algo en la mano. Ella no lo miró hasta que él se alejó; entonces abrió la mano y vio que era la insignia de AA. El la llamaba su moneda de la suerte. Sonrió al verla, con los ojos llenos de lágrimas, y se la guardó en el bolsillo.

Tom acompañó a Melanie hasta su hangar. Era la última noche que iba a dormir allí, y la primera vez que volvía desde el incidente con Jake y Ashley. Los había visto en el patio, pero los había evitado. Ashley había ido varias veces a verla al hospital, para hablar con ella, pero Melanie había fingido estar muy ocupada o se había marchado por la puerta trasera, tras pedirle a Maggie que se ocupara de ella. No quería oír sus mentiras, excusas e historias. Para Melanie, Jake y Ashley estaban hechos el uno para el otro. Ella se sentía mucho más feliz pasando su tiempo libre con Tom. Era alguien muy especial, con una hondura y bondad equiparables a las suyas.

– Te llamaré en cuanto funcionen los teléfonos, Melanie -prometió Tom.

Le entusiasmaba saber que ella estaría encantada de recibir sus llamadas. Se sentía como si le hubiera tocado la lotería; todavía no podía creer su buena suerte. No le importaba quién era ella profesionalmente, le parecía la chica más agradable que había conocido nunca. Y ella estaba igualmente impresionada por él, por las mismas razones.

– Te echaré de menos -dijo Melanie, en voz baja.

– Lo mismo digo. Buena suerte con la sesión de grabación.

– Son fáciles y a veces divertidas -afirmó, encogiéndose de hombros-, cuando van bien. Tendremos que ensayar mucho cuando volvamos. Ya me siento oxidada.

– Eso es difícil de creer. Yo no me preocuparía.

– Pensaré en ti -le aseguró, y luego se echó a reír-. Nunca creí que añoraría un campo de refugiados de San Francisco.

Tom se rió con ella y, luego, sin previo aviso, la cogió entre sus brazos y la besó. Melanie estaba sin aliento cuando lo miró y le sonrió. No lo esperaba, pero le había gustado mucho. Nunca la había besado antes, durante sus paseos o las horas que habían pasado juntos. Hasta aquel momento habían sido amigos y esperaba que siguieran siéndolo, aunque añadieran algo más.

– Cuídate mucho, Melanie -dijo en voz baja-. Que duermas bien. Nos veremos por la mañana.

En el comedor estaban empaquetando almuerzos para todos los que iban a viajar a la mañana siguiente. No sabían cuánto tiempo tendrían que esperar en el aeropuerto o si allí habría comida. No parecía probable, así que el comedor les proporcionaba la suficiente para que se la llevaran y les durara hasta que pudieran abastecerse.

Melanie entró en el hangar como si flotara, con una sonrisa soñadora en los labios; encontró a su grupo en el mismo lugar donde habían estado siempre instalados. Observó que Ashley no estaba en la misma cama que Jake, pero ya no le importaba. Su madre, completamente vestida, estaba profundamente dormida y roncaba. Iba a ser su última noche en el refugio. Al día siguiente, cuando volvieran a las comodidades de su vida en Los Ángeles, todo aquello les parecería un sueño. Pero Melanie sabía que siempre recordaría esa semana.

Vio que Ashley estaba despierta, pero no le hizo ningún caso. Jake le daba la espalda y no se movió cuando ella entró, lo cual fue un alivio. No tenía ganas de verlo ni de viajar con él al día siguiente. Pero no había más remedio. Todos volarían en el mismo avión, con otras cincuenta personas del campamento.

Melanie se metió debajo de la manta, en su cama, y entonces oyó que Ashley susurraba:

– Mel… Mel… Lo siento.

– No pasa nada, Ash… no te preocupes -dijo Melanie, pensando en Tom.

Volvió la espalda a su amiga de la infancia, que la había traicionado; cinco minutos después estaba dormida, con la conciencia tranquila. Ashley permaneció despierta, dando vueltas y más vueltas toda la noche, sabiendo que había perdido a su mejor amiga para siempre. Además, ya se había dado cuenta de que Jake no valía la pena.

Capítulo 10

A la mañana siguiente, Tom y la hermana Maggie fueron a despedir a los que se iban. Se utilizarían dos autocares escolares para transportarlos. Todos sabían que el trayecto hasta el aeropuerto iba a ser largo. La comida para los viajeros ya estaba lista y cargada en el autocar. Tom y otros voluntarios del comedor habían acabado de prepararla a las seis de la mañana. Todo estaba dispuesto.

Para sorpresa de todos, había gente que lloraba al despedirse. Habían esperado sentirse encantados de marcharse pero, de repente, les resultaba difícil separarse de sus nuevos amigos. Se intercambiaban promesas de llamar y escribir, incluso de visitarse. La gente de Presidio había compartido mucho dolor, mucho miedo y mucha tensión. Se había creado un vínculo que los uniría para siempre.

Tom estaba hablando con Melanie, en voz baja, mientras Jake, Ashley y los demás subían al autobús. Janet le dijo que se diera prisa. Ni siquiera se molestó en despedirse de Tom. Dijo adiós con la mano a dos mujeres que habían ido a despedirla. Otros deseaban irse a casa también, aunque muchos habían perdido su hogar y no tenían a donde ir. Los que vivían en Los Ángeles tenían suerte de poder dejar la zona y volver a la normalidad. Pasaría mucho tiempo antes de que nada en San Francisco fuera normal.