– Cuídate, Melanie -le susurró Tom, abrazándola suavemente, y luego la besó otra vez.
La joven no tenía ni idea de si Jake los estaba observando, pero después de lo que había hecho, ya no le importaba. Entre ellos, todo había terminado; debería haberse acabado mucho tiempo atrás. Estaba segura de que, en cuanto llegaran a Los Ángeles, él volvería a las drogas. Por lo menos, se había visto obligado a pasarse sin ellas mientras estaban en el campamento, aunque quizá había conseguido algo. Ya no le importaba lo más mínimo.
– Te llamaré en cuanto llegue a Pasadena -le prometió Tom.
– Cuídate -le susurró ella, lo besó levemente en los labios y subió al autobús con los demás.
Jake le lanzó una mirada asesina cuando pasó junto a él. Al subir, Everett estaba justo detrás de ella en la cola. Él le estaba diciendo adiós a Maggie, y ella le enseñó la insignia que se había guardado en el bolsillo.
– No te separes nunca de ella, Maggie -dijo-. Te traerá suerte.
– Siempre he tenido suerte -respondió ella, sonriendo-. He tenido la suerte de conocerte -añadió.
– No tanta como yo. No corras peligro y ten cuidado. Estaremos en contacto -prometió, la besó en la mejilla, mirándola a aquellos ojos azules insondables por última vez, y subió a bordo.
Everett abrió la ventanilla y dijo adiós a Maggie con la mano, mientras se alejaban. Tom y ella se quedaron allí, mirando al autobús, durante mucho rato; luego, volvieron a sus respectivas tareas. Maggie estaba callada y triste mientras regresaba al hospital; se preguntaba si volvería a ver a Everett alguna vez. Sabía que, en caso de que no fuera así, sería la voluntad de Dios. Creía que no tenía derecho a pedir más. Aunque no volvieran a encontrarse, había compartido una semana extraordinaria con él. Notó la insignia de A A en el bolsillo, la acarició brevemente y volvió al trabajo, entregándose a la tarea con vigor, para evitar pensar en él. Sabía que no podía permitírselo. El regresaba a su vida, y ella, a la suya.
El viaje al aeropuerto resultó todavía más largo de lo previsto. Seguía habiendo obstáculos en la carretera; algunos tramos estaban levantados y habían sufrido graves destrozos. Los pasos elevados se habían desplomado y algunos edificios se habían derrumbado, así que los conductores de los dos autobuses tuvieron que tomar un camino más largo y que daba muchos rodeos. Era casi mediodía cuando llegaron al aeropuerto. Vieron daños en varias terminales, y la torre, que estaba en pie hacía solo nueve días, había desaparecido por completo. Solo había un puñado de viajeros y únicamente habían aterrizado unos pocos aviones, pero el suyo los estaba esperando. Estaba previsto que despegara a la una. Formaban un grupo muy heterodoxo cuando pasaron por facturación. Muchos habían perdido las tarjetas de crédito y solo algunos seguían llevando dinero encima. A los que lo necesitaban, la Cruz Roja les había pagado el billete. Pam, que llevaba consigo las tarjetas de crédito de Melanie, pagó los billetes de todos. Había dejado en Presidio a un numeroso grupo de amigos, después de trabajar muy duro durante una semana. Cuando Pam estaba pagando los billetes, Janet insistió en que Melanie y ella volaran en primera clase.
– No hay ninguna necesidad, mamá -dijo Melanie en voz baja-. Prefiero ir con los demás.
– ¿Después de lo que hemos pasado? Tendrían que regalarnos el avión.
Al parecer, Janet había olvidado que los demás habían pasado por la misma terrible experiencia. Everett estaba cerca de ellas, pagando su billete con la tarjeta de crédito de la revista, que conservaba, y miró a Melanie. La joven sonrió y puso los ojos en blanco, justo en el momento en el que Ashley pasaba con Jake. Todavía parecía apenada siempre que su amiga estaba cerca. Jake parecía totalmente harto.
– Joder, me muero de ganas de estar de vuelta en Los Ángeles -dijo Jake, casi gruñendo.
Everett lo miró con una sonrisa.
– Los demás nos morimos de ganas de quedarnos aquí -replicó, burlón.
Melanie se echó a reír, aunque en el caso del fotógrafo era verdad, y también en el suyo. Ambos habían dejado en el campamento personas que les importaban.
Los empleados de la compañía aérea que los atendían eran excepcionalmente agradables. Eran muy conscientes de lo que habían pasado aquellas personas, y los trataban a todos, no solo a Melanie y a su grupo, como si fueran VIP. Los músicos y los encargados del equipo volaban a casa con ellas. En teoría, disponían de los billetes de la gala, pero se habían quedado en el hotel. Pam lo arreglaría con ellos más tarde. Por el momento, lo único que deseaban era volver a casa. Después del terremoto, no habían tenido la oportunidad de tranquilizar a sus familias, de informarlas de que estaban bien, salvo a través de la Cruz Roja, que los había ayudado mucho. Ahora la compañía aérea tomaba el relevo.
Ocuparon sus asientos en el avión y, en cuanto despegaron, el piloto dijo unas palabras, dándoles la bienvenida y deseando que los últimos nueve días no hubieran sido demasiado traumáticos para ellos. En cuanto terminó, varios pasajeros rompieron a llorar. Everett tomó las últimas fotos de Melanie y su grupo. Su aspecto estaba muy lejos del que tenían cuando llegaron. Melanie llevaba unos pantalones de combate, sujetos con una cuerda, y una camiseta que debió de pertenecer a un hombre diez veces más grande que ella. Janet seguía llevando parte de la ropa que vestía entre bastidores la noche del concierto. Sus pantalones de poliéster le habían hecho un buen servicio, aunque, como todos los demás, al final había tenido que recurrir a las camisetas de las mesas de donación. La que llevaba era varias tallas más pequeña. No tenía un aspecto demasiado glamuroso con sus pantalones de poliéster y sus zapatos de tacón alto, que se había negado a cambiar por las chancletas que todos llevaban. Pam vestía un conjunto completo de ropa del ejército que le había dado la Guardia Nacional. Y los músicos y los encargados del equipo parecían presidiarios con sus monos. Como dijo Everett, aquella foto era la leche. Sabía que Scoop la publicaría, posiblemente en portada, como contraste con las que había tomado de la actuación de Melanie en la gala, con el ajustado vestido de lentejuelas y los zapatos de plataforma. Como decía Melanie, ahora sus pies parecían los de una granjera; su esmerada pedicura de Los Ángeles había desaparecido por completo entre el polvo y la grava del campamento, mientras iba arriba y abajo con las chancletas de goma. Everett conservaba sus queridas botas de vaquero de lagarto negro.
Sirvieron champán, frutos secos y galletitas saladas. Al cabo de menos de una hora, aterrizaban en el aeropuerto de Los Ángeles, entre exclamaciones, hurras, silbidos y lágrimas. Habían sido nueve días espantosos para todos. Algo menos para unos que para otros, pero incluso en las mejores condiciones a todos les había resultado duro. Cada uno contaba su historia: cómo había escapado y sobrevivido, cómo había resultado herido y el miedo que había pasado. Un hombre llevaba la pierna enyesada y andaba con muletas, proporcionadas por el hospital; varias personas se habían roto el brazo y también iban escayoladas. Entre ellas, Melanie reconoció a varios heridos que Maggie había cosido. Algunos días le parecía que habían cosido a la mitad del campamento. Solo de pensar en ello, empezó a echar de menos a Maggie. La llamaría al móvil en cuanto pudiera.
El avión recorrió la pista hasta la terminal; al salir se encontraron con una multitud de periodistas. Eran los primeros supervivientes del terremoto de San Francisco que volvían a Los Ángeles. También había cámaras de televisión, que se lanzaron sobre Melanie en cuanto salió por la puerta, un poco aturdida. Su madre le había dicho que se peinara, solo por si acaso, pero ella no se había molestado en hacerlo. La verdad era que no le importaba. Se alegraba de estar en casa, aunque no había pensado mucho en ello en el campamento. Estaba demasiado ocupada.