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Cuando la manicura acabó de arreglarle las manos, Melanie se tiró a la piscina. Nadó durante un rato y, a las seis, llegó su preparador. Pam lo había organizado todo y luego se había ido a su casa. Cuando el preparador se marchó, Janet encargó comida china, pero Melanie solo tomó dos huevos pasados por agua. Dijo que no tenía hambre y que necesitaba perder algo de peso. La comida del campamento era demasiado buena y había engordado. Era hora de ponerse seria de nuevo antes del concierto que daría al cabo de pocas semanas. Pensó en Tom y en su hermana, que irían a verla, y sonrió. Todavía no le había hablado a su madre de ellos. Calculó que había tiempo antes de que llegaran. Tom iba a quedarse en San Francisco un poco más. Pero ella no podía saber cuándo iría a Los Ángeles. Entonces, como si le hubiera leído el pensamiento, mientras estaba en la cocina comiéndose los huevos pasados por agua, su madre le preguntó por él. Janet se estaba dando un atracón de comida china; según ella, se había muerto de hambre los nueve días pasados, lo cual no era ni mucho menos cierto. Cada vez que Melanie la veía, estaba comiendo donuts, una piruleta o una bolsa de patatas fritas. Tenía aspecto de haber aumentado dos kilos en la última semana, si no cuatro.

– No te estarás entusiasmando con aquel chico del campo, ¿verdad? El que tiene ese título de ingeniería por Berkeley.

Melanie se sorprendió de que su madre lo recordara. Se había mostrado tan despreciativa con él que le costaba creer que se acordara de sus estudios. Pero estaba claro que parecía muy consciente de quién era, título incluido.

– No te preocupes, mamá -dijo Melanie sin comprometerse.

De todos modos, no era asunto de su madre. Iba a cumplir veinte años dentro de dos semanas. En su opinión, ya tenía edad suficiente para elegir a sus hombres. Había aprendido mucho de los errores que había cometido al salir con Jake. Tom era un ser humano de un tipo muy distinto y a ella le encantaba formar parte de su vida, que era mucho más íntegra y saludable que la de Jake.

– ¿Qué significa eso? -preguntó su madre con aire preocupado.

– Significa que es un chico agradable, que ya soy mayor y que, sí, puede que lo vea de nuevo. Eso espero. Si me llama.

– Llamará. Parecía loco por ti; además, después de todo, eres Melanie Free.

– ¿Y qué? ¿En qué cambia eso las cosas? -preguntó Melanie, disgustada.

– Las cambia y mucho -le recordó Janet-, para todos los habitantes del planeta, excepto para ti. ¿No crees que llevas la humildad demasiado lejos? Escucha, ningún hombre puede separar quién eres como persona de quién eres como estrella. No está en su ADN. Estoy segura de que ese chico está tan impresionado contigo como todos los demás. ¿Quién quiere salir con alguien sin importancia, si puede salir con una estrella? Se apuntaría un buen tanto.

– No creo que le importe apuntarse ese tipo de tantos. Le importan las cosas serias; es ingeniero y un buen hombre.

– ¡Qué aburrido! -exclamó su madre, con cara de asco.

– No es aburrido. Es inteligente -insistió Melanie-. Me gustan los hombres inteligentes. -No se disculpaba por ello. Era un hecho.

– Entonces has hecho bien en librarte de Jake. Estos últimos nueve días me sacaba de quicio. Lo único que hacía era quejarse.

– Creía que te caía bien. -Melanie parecía sorprendida.

– Yo también lo creía -admitió Janet-. Pero cuando finalmente nos marchamos estaba más que harta de él. Hay personas que no son las más adecuadas como compañeras en una crisis. Y Jake es una de ellas. Solo habla de sí mismo.

– Al parecer, Ashley también es una de esas personas a las que no querrías como compañeras en una crisis. Sobre todo si se acuestan con tu pareja. Puede quedárselo. Jake es un pesado y un narcisista.

– Puede que tengas razón. Pero no metas a Ashley en el mismo saco.

Melanie no dijo nada. Ya la había metido en él.

Melanie se retiró pronto a su habitación. Estaba decorada en satén blanco y rosa, según un diseño de su madre, con un cubrecama blanco de piel de zorro. Parecía la habitación de una corista de Las Vegas; precisamente lo que su madre, en el fondo, nunca había dejado de ser. Le había dicho al decorador exactamente lo que quería, hasta el detalle de un osito rosa de peluche. Todas las peticiones de Melanie para conseguir una desnuda sencillez habían sido barridas a un lado. Así era como su madre había decidido que tenía que ser. Sin embargo, al tumbarse en la cama, Melanie reconoció que, por lo menos, era cómoda. Era agradable volver a sentirse mimada. Aunque se sentía un poco culpable, en particular cuando pensaba en la gente de San Francisco, todavía en el refugio, y en que la mayoría de ellos estarían allí durante meses, mientras ella estaba en casa, en su cama cubierta de satén y pieles. En cierto sentido, aquello no le gustaba, aunque, por otro lado, estaba bien. Pero no del todo bien, ya que no era su estilo; era el de su madre. Melanie lo veía más claro cada día que pasaba.

Se quedó en la cama mirando la televisión hasta bien entrada la noche. Vio una vieja película, las noticias y, finalmente, la MTV. A su pesar y aunque la experiencia que había vivido había sido interesante, se dijo que era estupendo estar de vuelta en casa.

El sábado por la tarde, mientras Melanie y su grupo volaban hacia Los Ángeles, Seth Sloane estaba sentado en la sala de estar, con la mirada perdida. Habían pasado nueve días desde el terremoto, pero seguían aislados y sin comunicación con el exterior. Seth ya no estaba seguro de si era una bendición o una maldición. No había conseguido tener noticias de Nueva York. Nada. Cero.

A consecuencia de ello, el fin de semana era angustioso y estresante. Finalmente, desesperado, intentó dejar de pensar en sus problemas y jugar con sus hijos. Sarah llevaba días sin hablarle. Apenas la veía y, por la noche, en cuanto acostaba a los niños, desaparecía en la habitación de invitados. El no le había comentado nada; no se atrevía.

El lunes por la mañana, once días después del terremoto, Seth estaba sentado a la mesa de la cocina tomando un café, cuando, de repente, la BlackBerry que había dejado sobre la mesa, a su lado, volvió a la vida. Era la primera oportunidad que tenía de comunicarse con el exterior y la aprovechó. Inmediatamente envió un mensaje de texto a Sully y le preguntó qué había pasado. La respuesta llegó dos minutos más tarde.

La respuesta de Sully fue sucinta.

«La SEC se me ha echado encima. Tú eres el siguiente. Lo saben. Tienen los informes del banco. Buena suerte.»Mierda, susurró Seth entre dientes y le envió un nuevo mensaje.

«¿Te han arrestado?», preguntó.

«Todavía no. Gran jurado la semana que viene. Nos han cogido, hermano. Estamos jodidos.»Era precisamente lo que estaba temiendo desde hacía una semana. Pero aunque sabía que era probable que sucediera, Seth sintió que se le hacía un nudo en el estómago al leer aquellas palabras. Decir «Estamos jodidos» era quedarse corto, sobre todo si tenían los documentos del banco de Sully. El de Seth seguía cerrado, pero no por mucho tiempo.

Abrió al día siguiente. El abogado de Seth le había aconsejado que no hiciera nada. Seth había ido andando hasta su casa para hablar con él, ya que no podía ponerse en contacto por teléfono. Cualquier cosa que Seth hiciera ahora podía incriminarlo más todavía, teniendo en cuenta que ya estaban investigando a Sully. Dado que había perdido parte de su casa en el terremoto, el abogado de Seth no podría reunirse con él hasta el viernes. Sin embargo, el FBI se les adelantó. El viernes por la mañana, dos semanas después del terremoto, dos agentes especiales del FBI se presentaron en su casa. Fue Sarah quien abrió la puerta. Cuando preguntaron por Seth, ella los acompañó a la sala de estar y fue a buscar a su marido. Estaba sentado en su despacho, en el piso de arriba, donde se había refugiado, aterrorizado, durante aquellas dos semanas. El lío empezaba a desenmarañarse y no había manera de saber cómo acabaría.