– Buscaré un piso para mí -dijo Sarah, en voz baja.
Había tomado la decisión la noche anterior, cuando él estaba en prisión. Maggie tenía razón. No sabía qué haría más adelante, pero había visto claramente que no quería vivir con él en estos momentos. Tal vez volvieran a vivir algún día pero ahora quería tener un piso para ella y los niños; además iba a buscar trabajo.
– ¿Te marchas? -Seth parecía estupefacto-. ¿Qué pensarán en el FBI? -Era lo único que le importaba en aquellos momentos.
– Los dos nos marchamos, en realidad. Y lo que pensarán es que cometiste un error terrible, que yo estoy muy afectada y que nos estamos tomando un tiempo.
Todo ello era cierto. No estaba presentando una demanda de divorcio, únicamente quería espacio. No soportaba formar parte del proceso de desmoronamiento de su vida, solo porque él hubiera decidido ser un estafador, en lugar de un hombre honrado. Había rezado mucho desde su visita a Maggie, y se sentía cómoda con lo que estaba haciendo. Era triste, pero parecía lo acertado; tal como Maggie había dicho, lo sabía. Debía ir paso a paso.
Al día siguiente Sarah llamó a la agencia inmobiliaria y puso la casa en venta. Llamó al fiador judicial para informarle de lo que estaban haciendo, a fin de que no pensara que ocultaban algo. De todas maneras, él tenía la escritura de la casa. Le explicó a Sarah que él debía aprobar la venta y luego quedarse con los diez millones de dólares, pero el resto era para ellos. Le agradeció la llamada; aunque no lo dijo, sentía lástima por ella. Pensaba que su marido era un gilipollas. Incluso cuando se reunió con él en prisión, Seth se mostró pomposo y engreído. El fiador ya había visto a otros como él. Siempre los dominaba su ego y acababan jodiendo a su familia y a su esposa. Deseó buena suerte a Sarah con la venta.
Sarah pasó los siguientes días llamando a personas que conocía en la ciudad y en Silicon Valley, buscando trabajo. Redactó un currículo, con los detalles de su máster por Stanford y su trabajo para una empresa de inversiones en Wall Street. Estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa: operadora, analista, lo que fuera. Si era necesario conseguiría una licencia de corredor de bolsa o trabajaría en un banco. Tenía las credenciales y la inteligencia necesarias; lo único que le faltaba era un trabajo. Mientras, movidos tanto por la curiosidad como por un auténtico interés, posibles compradores pululaban por toda la casa.
Seth alquiló un ático lujoso en lo que llamaban el Hotel de los Corazones Rotos, en Broadway. Era un moderno edificio de apartamentos amueblados, pequeños y caros, ocupados en su mayoría por hombres que acababan de romper con sus esposas. Sarah alquiló un piso pequeño y acogedor en un edificio de estilo Victoriano en la calle Clay. Tenía dos dormitorios, uno para ella y otro para los niños. Disponía de aparcamiento para un coche y un diminuto jardín. Los alquileres habían caído en picado desde el terremoto, así que lo consiguió a buen precio; además podría ocuparlo a partir del primero de junio.
Fue a ver a Maggie a Presidio para contarle lo que estaba haciendo. La monja lo sintió por ella, pero le impresionó ver que seguía adelante y tomaba decisiones sensatas y prudentes. A Seth no se le ocurrió otra cosa que comprarse un nuevo Porsche, para sustituir el Ferrari que había perdido; debió de hacer algún trato por el que no tenía que pagar por adelantado, lo cual puso furioso a su abogado. Le dijo que era el momento de ser humilde, no fanfarrón. Había perjudicado a mucha gente con sus operaciones y su extravagancia no impresionaría favorablemente al juez. Sarah compró un Volvo familiar de segunda mano, para sustituir su aplastado Mercedes. Había enviado sus joyas a Los Ángeles para que las vendieran. Todavía no les había contado nada a sus padres, que de todos modos no habrían podido ayudarla, aunque al menos le habrían dado su apoyo. Hasta el momento, por algún milagro, la acusación contra Seth no había salido en la prensa, ni tampoco la de Sully, pero sabía que no tardaría mucho en hacerlo. Entonces la mierda empezaría a salpicar, más de lo que ya lo había hecho.
Everett pasó varios días editando sus fotos. Había entregado las mejores a la revista Scoop, que había dedicado varias páginas al terremoto de San Francisco. Como era previsible, en portada habían puesto una de Melanie con sus pantalones de camuflaje. De Maggie solo publicaron una, en la que la identificaban como una monja que trabajaba de voluntaria en el hospital de campaña de San Francisco, después del seísmo.
Vendió otras fotos a USA Today y a Associated Press, una a The New York Times y varias a Time y Newsweek. Scoop le había autorizado a hacerlo, ya que ellos tenían más de las que utilizarían y no querían dar tanta cobertura al terremoto. Les gustaban mucho más las noticias de celebridades; habían publicado seis páginas de Melanie y solo tres del resto. Everett había escrito el artículo, en el que hacía grandes elogios de los residentes y de la ciudad. Guardaba un ejemplar de la revista que quería enviar a Maggie. Pero, sobre todo, tenía docenas de fotos absolutamente espectaculares de ella. Su aspecto era luminoso en las instantáneas en las que aparecía cuidando a los heridos. En una de ellas sostenía en brazos a un niño que lloraba y consolaba a un anciano con una brecha en la cabeza, bajo una tenue luz… en otras estaba riendo, con aquellos brillantes ojos azules, mientras hablaba con él… pero había una en particular, disparada cuando se alejaban en el autobús, en la que la mirada de sus ojos era tan triste y desolada que casi lo hizo llorar. Había colgado fotografías suyas por todo el piso. Lo miraban mientras desayunaba por la mañana, mientras estaba sentado a su escritorio por la noche, o cuando estaba tumbado en la cama y se quedaba contemplándola durante horas. Quería hacer copias de todas para dárselas a ella y, finalmente, las hizo. No estaba seguro de adonde enviarlas. La había llamado varias veces al móvil, pero nunca contestaba. Ella le había devuelto sus llamadas dos veces, pero tampoco lo había encontrado. Parecía que estuvieran jugando al ratón y al gato; ambos estaban muy ocupados, así que no habían hablado desde que él dejó San Francisco. La echaba terriblemente de menos; quería que viera las preciosas fotografías que le había hecho y enseñarle algunas de las otras.
Al final, un sábado por la noche, cuando estaba solo en casa, decidió ir a San Francisco para verla. No tenía trabajo los siguientes días. Así que el domingo por la mañana se levantó al alba, cogió un taxi hasta el aeropuerto de Los Ángeles y subió a un avión para San Francisco. No la había avisado, pero si no había cambiado nada en las semanas transcurridas desde su marcha, esperaba encontrarla en Presidio.
El avión aterrizó a las diez de la mañana en San Francisco. Paró un taxi y dio la dirección al conductor. Llevaba la caja de fotos bajo el brazo, para enseñárselas. Eran casi las once cuando llegaron a Presidio y vio que los helicópteros seguían patrullando en lo alto. Se quedó mirando el hospital de campaña, esperando que ella estuviera dentro. Era muy consciente de que lo que acababa de hacer era un poco absurdo, pero tenía que verla. Desde que se había ido, la había echado de menos constantemente.
La voluntaria del mostrador de recepción le dijo que Maggie no estaba. Era domingo y la mujer, que la conocía bien, le comentó que probablemente estaría en la iglesia. Everett le dio las gracias y decidió ir a ver en el edificio donde se alojaban los voluntarios religiosos y los diversos capellanes. Había dos monjas y un sacerdote de pie en el escalón de la entrada y, cuando preguntó por Maggie, una de las monjas dijo que entraría a ver si estaba. Everett sintió que el desánimo se adueñaba de él, mientras se quedaba allí, esperando. Le pareció que pasaba una eternidad. Pero, de repente, allí estaba ella, con un albornoz de toalla, con sus brillantes ojos azules y sus cabellos pelirrojos chorreando. Le dijo que estaba en la ducha. Empezó a sonreír en cuanto lo vio; él casi soltó una exclamación de alivio al verla. Por un momento, había temido no encontrarla, pero allí estaba. La abrazó con tal fuerza que a punto estuvo de dejar caer la caja con las fotos. Dio un paso atrás para mirarla, con una enorme sonrisa.