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– Dime, ¿cómo es Melanie Free en persona? -preguntó la peluquera, esperando algún cotilleo-. ¿Jake está con ella?

– Sí-dijo Sarah, discretamente-. Ella parece un encanto. Estoy segura de que estará fantástica esta noche. -Sarah cerró los ojos, tratando desesperadamente de relajarse. Iba a ser una noche larga y esperaba que triunfal. Se moría de ganas de que empezara.

A Sarah le estaban recogiendo el pelo en un elegante moño, con pequeñas estrellas de bisutería prendidas en él, cuando Everett Carson se registró en el hotel. Medía un metro noventa y cinco, era originario de Montana y seguía teniendo el aspecto del vaquero que había sido en su juventud. Era alto y delgado; el pelo, un poco demasiado largo, se veía despeinado; vestía vaqueros, una camiseta blanca y las que él llamaba sus botas de la suerte. Eran viejas, gastadas, cómodas y estaban hechas de piel de lagarto negro. Eran su posesión más preciada, y tenía intención de llevarlas con el esmoquin alquilado, pagado por la revista para aquella noche. Enseñó su pase de prensa en recepción; le sonrieron y le dijeron que lo estaban esperando. El Ritz-Carlton era mucho más elegante que los sitios donde Everett solía alojarse. Era nuevo en este trabajo y en esta revista. Estaba allí para cubrir la gala para Scoop, una revista de Hollywood dedicada a los cotilleos. Había pasado años cubriendo zonas en guerra para Associated Press y, después de dejarlos y tomarse un año libre, necesitaba un trabajo, así que había aceptado aquel. La noche de la gala, llevaba tres semanas trabajando para la revista. Hasta el momento había cubierto tres conciertos de rock, una boda en Hollywood y esta era su segunda gala. Decididamente, no podía decirse que le gustara. Empezaba a sentirse como un camarero, con tanto esmoquin. La verdad era que echaba de menos las condiciones miserables a las que se había acostumbrado y en las que se había sentido cómodo durante sus veintinueve años con la AP. Acababa de cumplir los cuarenta y nueve, y trató de sentirse agradecido por la pequeña y bien equipada habitación que le habían asignado, donde dejó caer la raída bolsa que lo había acompañado por todo el mundo. Tal vez, si cerraba los ojos, podría fingir que estaba de vuelta en Saigón, Pakistán o Nueva Delhi… Afganistán… Líbano… Bosnia, durante la guerra. Se preguntaba una y otra vez cómo era posible que un tipo como él hubiera acabado asistiendo a galas y a bodas de celebridades. Era un castigo cruel e inusual.

– Gracias -le dijo al empleado que lo había acompañado. Había un folleto sobre la unidad neonatal encima de la mesa y una carpeta con información periodística relativa al baile para los Smallest Angels, que no le importaba lo más mínimo. Pero haría su trabajo. Estaba allí para tomar fotos de las celebridades y hacer un reportaje de la actuación de Melanie. Su editor le había dicho que era muy importante para ellos, así que allí estaba.

Sacó un refresco de la nevera del minibar, lo abrió y tomó un trago. Desde la habitación se veía el edificio del otro lado de la calle y todo en ella estaba inmaculado y era increíblemente elegante. Añoraba los ruidos y los olores de las ratoneras donde había dormido durante treinta años, el hedor de la pobreza de las callejuelas de Nueva Delhi y todos los lugares exóticos donde lo había llevado su profesión a lo largo de tres décadas.

– Tómalo con calma, Ev -dijo en voz alta. Conectó la CNN, se sentó al pie de la cama y sacó un papel doblado del bolsillo. Lo había conseguido en internet, antes de salir del des-pacho en Los Ángeles. Se dijo que debía de ser su día de suerte. Había una reunión a una manzana de distancia, en una iglesia de California Street llamada Oíd St. Mary's. Era a las seis y duraría una hora, así que podía estar de vuelta en el hotel a las siete, cuando empezara la gala. Significaba que tendría que ir a la reunión con esmoquin, para no llegar tarde. No quería que nadie se quejara de él a los editores. Era demasiado pronto para hacer el trabajo deprisa y corriendo. Siempre lo había hecho, y había salido bien librado. Pero en aquel entonces bebía. Este era un nuevo comienzo y no quería tentar su suerte. Se estaba portando bien, siendo consciente y honrado. Era como volver a la guardería. Después de fotografiar a soldados moribundos en las trincheras y estar rodeado de fuego enemigo por todas partes, hacer el reportaje de una gala benéfica en San Francisco era condenadamente aburrido, aunque a otros les habría gustado. Por desgracia, no era uno de ellos. Este trabajo le resultaba duro.

Suspiró mientras terminaba el refresco; tiró la botella a la papelera, se quitó la ropa y se metió en la ducha.

Era un placer sentir el agua cayéndole por encima con fuerza. Había sido un día muy caluroso en Los Ángeles y allí también hacía calor y bochorno. Afortunadamente, la habitación tenía aire acondicionado, así que se sintió mejor cuando salió de la ducha. Mientras se vestía, se dijo que ya estaba bien de quejarse de su vida. Decidió sacar el máximo partido y cogió uno de los bombones que había en la mesita de noche y se comió una galleta del minibar. Se miró en el espejo, mientras se sujetaba la pajarita y se ponía la chaqueta del esmoquin alquilado.

– Dios mío, pareces un músico… o un caballero -dijo, sonriendo-. No… un camarero… no nos volvamos locos. -Era un gran fotógrafo que había ganado un Pulitzer. Varias de sus fotos habían salido en la portada de la revista Time. Tenía un nombre en el sector y, durante un tiempo, lo había fastidiado todo con la bebida, pero por lo menos eso había cambiado. Se había pasado seis meses en rehabilitación y otros cinco en un ashram tratando de encontrar sentido a su vida. Pensaba que lo había conseguido. Había dejado el alcohol para siempre. No había otro camino. Cuando tocó fondo, estuvo a punto de morir en un hotel de mala muerte en Bangkok. La puta que estaba con él lo salvó y lo mantuvo vivo hasta que llegó la ambulancia. Uno de sus compañeros periodistas lo embarcó de vuelta a Estados Unidos. Lo despidieron de la AP por haber faltado a su trabajo durante casi tres semanas y por incumplir todos los plazos de entrega por centésima vez en un año. Había perdido el control, así que aceptó hacer rehabilitación, aunque solo treinta días, nada más. Estando allí fue cuando se dio cuenta de lo mal que estaban las cosas. Era desintoxicarse o morir. Así que se quedó seis meses y decidió desintoxicarse, en lugar de morir la próxima vez que se fuera de juerga.

Desde entonces había aumentado de peso, tenía un aspecto sano y acudía a las reuniones de Alcohólicos Anónimos todos los días, a veces hasta tres veces al día. No beber ya no le resultaba tan duro como al principio, pero suponía que si las reuniones no siempre lo ayudaban, el hecho de que él estuviera allí quizá ayudara a otros. Tenía un padrino, él también apadrinaba a alguien, y llevaba sobrio poco más de un año. Tenía su ficha de un año en el bolsillo, calzaba sus botas de la suerte y se había olvidado de peinarse. Cogió la llave de la habitación y salió tres minutos después de las seis, con la bolsa de las cámaras colgada del hombro y una sonrisa en los labios. Se sentía mejor que media hora atrás. La vida no resultaba fácil, pero era muchísimo mejor que un año atrás. Como le dijo alguien en Alcohólicos Anónimos, «Todavía tengo días malos, pero antes tenía años malos». La vida le parecía bastante agradable mientras salía del hotel, doblaba a la izquierda, entraba en California Street, y caminaba una manzana, colina abajo, hasta la iglesia Old St. Mary's. Tenía ganas de llegar a la reunión. Aquella noche tenía el ánimo adecuado para ella. Tocó la ficha que llevaba en el bolsillo testigo de un año de sobriedad, como hacía con frecuencia para recordarse lo lejos que había llegado.