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Los dos habían perdido mucho peso. El tenía un aspecto demacrado y ella parecía exhausta.

– Pero no se puede hacer mucho para maquillarlo -respondió ella, sinceramente.

Eran los últimos días de su vida en común. Se habían puesto de acuerdo en seguir en la casa de Divisadero, por el bien de los niños, hasta que se vendiera; luego, cada uno se trasladaría a su piso. Esperaban varias ofertas durante aquella semana. No faltaba mucho. Sarah sabía que la entristecería tener que dejar la casa. Pero estaba más disgustada por su matrimonio y por su marido que por la casa, que solo había sido suya durante unos pocos años. La casa de Tahoe estaba a la venta, con todo lo que había en ella, incluidos los utensilios de cocina, los televisores y la ropa blanca. Así era más fácil venderla a alguien que quisiera una casa para ir a esquiar y no tuviera que molestarse en decorarla o llenarla. La casa de la ciudad la vendían vacía. Las antigüedades las subastarían en Christie's, junto con los cuadros de arte contemporáneo. Sus joyas se estaban empezando a vender en Los Ángeles.

Sarah seguía buscando trabajo, pero todavía no había encontrado nada. Conservaba a Parmani para los niños, porque sabía que cuando encontrara trabajo necesitaría a alguien que los cuidara. Detestaría dejarlos en una guardería, aunque sabía que otras madres lo hacían. Pero lo que en realidad deseaba era poder hacer lo que había hecho hasta ahora: quedarse en casa con ellos, igual que durante los tres años anteriores. Pero eso se había acabado. Con Seth gastando cada centavo que tenían en abogados que lo defendieran y, posiblemente, en multas, ella tenía que trabajar, no solo para ayudar, sino porque en algún momento tendría que mantener a los niños sin ayuda de Seth. Si todo lo que tenían desaparecía en órdenes judiciales, pleitos y en el fondo para la defensa, y luego lo enviaban a prisión, ¿quién iba a ayudarlos? Solo quedaría ella.

Después de aquella increíble y espantosa traición, no confiaba en nadie más que en ella misma. Ya no podía contar con él. Además, sabía que nunca más volvería a confiar en él. Seth lo veía claramente en sus ojos, siempre que sus miradas se encontraban. No tenía ni idea de cómo reparar el daño ni si podría conseguirlo alguna vez. Lo dudaba, teniendo en cuenta todo lo que ella había dicho. No lo había perdonado y empezaba a pensar que no lo haría nunca. Pero no podía culparla. Se sentía profundamente responsable del efecto que todo aquello tenía en ella. Había destrozado la vida de los dos.

Se quedó horrorizado al leer el artículo del periódico. Los hacía picadillo, a él y a Sully; los presentaba como si fueran delincuentes comunes. No decía nada amable ni compasivo. Eran dos tipos perversos que habían montado unos fondos de riesgo fraudulentos, habían mentido respecto al respaldo financiero que tenían y habían estafado dinero a la gente. ¿Qué más podían decir? Estas eran las imputaciones y, como Seth había reconocido ante Sarah y ante su abogado, todas las acusaciones hechas contra ellos eran ciertas.

Sarah y Seth apenas hablaron durante todo el fin de semana. Sarah no lo insultó ni le hizo ningún reproche. No servía de nada. Estaba demasiado dolida. Él había destruido hasta la última brizna de fe y seguridad que ella tuvo alguna vez en él y había tirado su confianza por la borda, al demostrar que era indigno de ellas. Había puesto en peligro el futuro de sus hijos y asestado un duro golpe al suyo. Había convertido sus peores pesadillas en realidad, para bien o para mal.

– No me mires así, Sarah -dijo él finalmente por encima del periódico.

Había un artículo más extenso y desagradable en la edición dominical de The New York Times, que también incluía a Seth. La vergüenza de Seth y Sarah era proporcional a lo importantes que habían llegado a ser en su comunidad. Aunque ella no había hecho nada y no sabía nada de las actividades de su marido antes del terremoto, veía que la estaban midiendo por el mismo rasero. El teléfono no había parado de sonar desde hacía días, así que conectó el contestador. No quería hablar con nadie, y tampoco quería saber nada de nadie. La compasión la habría atravesado como un puñal y todavía le apetecía menos oír las apenas veladas risitas de satisfacción de los envidiosos. Estaba segura de que habría muchos de esos. Las únicas personas con las que habló fueron sus padres. Estaban destrozados y horrorizados; tampoco ellos comprendían qué le había pasado a Seth. Al final, todo se reducía a la falta de integridad y a una enorme codicia.

– ¿No podrías, por lo menos, intentar poner mejor cara? -preguntó Seth en tono de reproche-. La verdad es que sabes cómo empeorar las cosas.

– Me parece que de eso ya te ocupaste tú, y con mucha eficacia, Seth -dijo mientras recogía los platos del desayuno.

Seth vio que lloraba junto al fregadero.

– Sarah, no… -En sus ojos había una ponzoñosa mezcla de rabia y pánico.

– ¿Qué quieres de mí? -Se volvió para mirarlo, angustiada-. Seth, estoy muy asustada… ¿Qué va a pasarnos? Te quiero, y no deseo que vayas a la cárcel. Querría que nada de esto hubiera sucedido… Quiero que vuelvas atrás y deshagas lo que has hecho… no puedes… no me importa el dinero. No quiero perderte… te quiero… pero has tirado toda nuestra vida por la borda. ¿Qué se supone que tengo que hacer?

Seth no podía soportar el dolor que veía en sus ojos pero, en lugar de abrazarla, que era lo único que ella quería, dio media vuelta y se marchó. También él sentía tanto dolor y tanto miedo que no tenía nada que darle. La quería, pero estaba demasiado asustado por lo que podía ocurrirle para ser de alguna ayuda para ella y para los niños. Sentía como si estuviera solo, ahogándose. Igual que ella.

Sarah no recordaba que en toda su vida le hubiera pasado nada tan terrible, excepto cuando su bebé prematuro estuvo a punto de morir, aunque lo salvaron en la unidad neonatal. Pero ahora no había forma de salvar a Seth. Su delito era demasiado grave, demasiado espantoso. Hasta los agentes del FBI parecieron sentir repugnancia hacia él, especialmente cuando vieron a los niños. Sarah nunca había perdido a nadie en circunstancias traumáticas. Sus abuelos murieron antes de que ella naciera o a causa de la edad, sin sufrir enfermedades terminales. Las personas a las que había querido la habían apoyado incondicionalmente. Había tenido una infancia feliz, sus padres eran unas personas responsables y firmes. Los hombres con los que había salido fueron buenos con ella. Seth siempre había sido maravilloso. Y sus hijos eran adorables y estaban sanos. Esto era, de lejos, lo peor que le había pasado nunca. Ni siquiera había perdido a un amigo en un accidente de coche o por culpa de un cáncer. Los treinta y cinco años de su vida habían transcurrido sin daño alguno, y ahora le habían echado encima una bomba nuclear. Y la persona que lo había hecho era el hombre que amaba, su marido. Estaba tan aturdida que en ningún momento sabía qué decir, particularmente a él. No sabía por dónde empezar para mejorar la situación, ni él tampoco. La verdad era que no había manera de hacerlo. Los abogados de Seth tendrían que hacer lo que pudieran con las abrumadoras circunstancias que él les había dado como punto de partida. Pero al final, Seth tendría que apechugar con las consecuencias, por muy amargas que fueran. Y ella también, aunque no había hecho nada para merecerlo. Esta era la parte de «para bien y para mal». Se estaba hundiendo en el infierno, con él.

Sarah llamó a Maggie al móvil el domingo por la noche y hablaron unos minutos. Maggie había leído los artículos de los periódicos en Presidio y compadecía a Sarah, incluso a Seth. Ambos estaban pagando por los pecados de él. Le daban lástima los niños. Le dijo a Sarah que rezara y que ella también lo haría.

– A lo mejor son indulgentes con él -dijo Maggie, esperanzada.

– Según el abogado de Seth, eso significaría entre dos y cinco años. En el peor de los casos, podrían llegar a ser treinta. -Todo esto ya se lo había dicho antes.