Tom se echó a reír.
– ¿Desde cuándo no tienes mucho que hacer?
El día anterior, cuando llegó a casa, Melanie se ocupó de todo lo que había sobre su mesa. Siempre estaba ocupada. Y Tom se preocupaba mucho por ella.
Su madre le hizo las mismas preguntas sobre el tobillo cuando llegó a casa. Melanie le explicó que el médico había dicho que no era nada importante, a menos que volviera a salir de gira; entonces sí que podría serlo.
– Empieza a parecer algo serio -dijo su madre como sin darle importancia-. Siempre que te miro, tienes el pie hinchado. ¿Se lo has dicho al médico? Ni siquiera puedes ponerte tacones altos.
Melanie puso cara compungida.
– Lo olvide.
– Ya veo lo madura que eres a los veinte años -le recriminó Janet.
Melanie no tenía por qué ser totalmente adulta. En ciertas cosas era solo una niña. Formaba parte de su encanto. Además, había un montón de gente a su alrededor para cuidarla. Sin embargo, en otros aspectos, Melanie era mucho mayor; los años de trabajo duro y la disciplina de su profesión la habían hecho madurar. Era a un tiempo una mujer de mundo y una niña encantadora. Su madre preferiría convencerla de que seguía siendo una niña pequeña, así tendría todo el poder en sus manos, pero pese a los esfuerzos de Janet, Melanie estaba creciendo y convirtiéndose en una mujer.
Melanie intentó cuidarse el tobillo. Iba a fisioterapia, hacía los ejercicios que le decían y lo metía en agua por la noche. Estaba mejor, pero tenía miedo de ponerse zapatos de plataforma o tacones altos y, cuando estaba mucho tiempo de pie durante los ensayos, le dolía. Era un recuerdo constante de lo que debía pagar por el trabajo que hacía y que no era tan fácil como parecía. El dinero, la fama y los lujos de su profesión no se conseguían fácilmente. Había actuado con una dolorosa lesión todo el verano, saliendo al escenario, viajando constantemente y teniendo que actuar como si todo fuera fabuloso o, por lo menos, que estaba bien, cuando no era así. Pensó en ello toda la noche mientras permanecía despierta en la cama, con el tobillo doliéndole, y por la mañana hizo una llamada. Llevaba el nombre y el número en el monedero desde que se había ido de Presidio en mayo. Pidió una cita para el día siguiente por la tarde, y acudió ella sola, sin decírselo a nadie.
El hombre al que fue a ver era pequeño, rechoncho y calvo y tenía los ojos más bondadosos que había visto nunca, excepto los de Maggie. Hablaron mucho, mucho rato. Y cuando Melanie volvió a su casa en Hollywood estaba llorando. Eran lágrimas de amor, alegría y alivio. Ahora tenía que encontrar algunas respuestas, pero todos los consejos de aquel hombre eran buenos. Y las preguntas que le había hecho sobre su vidala habían sumido en una reflexión todavía más profunda. Había tomado una decisión ese día. No sabía si podría llevarla a cabo, pero le había prometido a él y se había prometido a sí misma que lo intentaría.
– ¿Algo va mal, Mel? -preguntó Tom cuando pasó a recogerla para ir a cenar.
Fueron a un restaurante de sushi que a los dos les gustaba mucho. Era tranquilo, bonito y la comida era buena. Tenía un aire de serenidad japonesa. Melanie lo miró a través de la mesa y le sonrió.
– No, algo va bien, creo. -Le contó la reunión que había tenido con el padre Callaghan. Le explicó que Maggie le había dado su nombre cuando ella le dijo que quería hacer trabajos de voluntariado. El sacerdote dirigía dos orfanatos en Los Ángeles y una misión en México; solo estaba en la ciudad a temporadas. Había tenido suerte de encontrarlo cuando lo llamó. Se marchaba al día siguiente.
Le habló a Tom del trabajo que hacía, sobre todo con niños abandonados, chicas jóvenes que rescataba de los burdeles, chicos que vendían drogas desde los siete u ocho años. Les proporcionaba un techo, los alimentaba, les daba cariño y hacía que su vida cambiara. En ese momento, se encargaba de un refugio para mujeres maltratadas y ayudaba a construir un hospital para enfermos de sida. Trabajaba con personas parecidas en Los Ángeles, pero lo que de verdad le gustaba era lo que hacía en México. Llevaba haciéndolo más de treinta años. Melanie le había preguntado en qué podía ella ayudarlo. Quería trabajar de voluntaria en Los Ángeles, pero pensó que quizá él le pediría que también extendiera un cheque para ayudar a las misiones de México. En cambio, él le sonrió y la invitó a ir a visitarlo allí; le dijo que creía que le haría mucho bien. Quizá encontrara las respuestas que buscaba, aquellas de las que le había hablado. Melanie le dijo que debería estar agradecida por todo lo que tenía: éxito, fama, dinero, buenos amigos, fans que la adoraban, una madre que lo hacía todo por ella, tanto si quería como si no, y un novio que era maravilloso con ella, una persona realmente buena, a la que amaba.
– Entonces, ¿por qué soy tan desdichada? -preguntó al sacerdote, llorando desconsolada-. A veces detesto lo que hago. Me siento como si fuera propiedad de todo el mundo, excepto de mí misma, y tuviera que hacer todo lo que quieren, por ellos… Además, este estúpido tobillo me está matando desde hace tres meses. He trabajado todo el verano apoyándome en él y ahora no consigo que mejore. Mi madre está furiosa conmigo porque no puedo llevar tacones en el escenario y dice que así todo tiene un aspecto de mierda. -Todo se mezclaba en su cabeza y salía en desorden, como si fueran bloques de construcción del juguete de un niño. Sus pensamientos se dispersaban por todas partes. Más o menos podía identificarlos, pero no les encontraba sentido ni podía sacar nada útil de sus preocupaciones.
El sacerdote le tendió unos pañuelos de papel y ella se sonó.
– Y tú, ¿qué quieres, Melanie? -preguntó el padre Callaghan con dulzura-. No importa lo que los demás quieran. Tu mamá, tu agente, tu novio. ¿Qué quiere Melanie?
Antes de poder contenerse, las palabras habían salido de su boca.
– Cuando sea mayor quiero ser enfermera.
– Yo quería ser bombero; en cambio acabé siendo sacerdote. A veces tomamos otro camino que el que esperábamos.
Le contó que había estudiado arquitectura, antes de entrar en el sacerdocio, algo que ahora le resultaba útil para los edificios que construían en los pueblos mexicanos donde trabajaba. Aunque no le dijo que tenía un doctorado en psicología clínica, que todavía le resultaba más útil para tratar con ella. Era franciscano, lo cual iba bien con la línea de trabajo que había elegido, pero alguna vez se había planteado hacerse jesuita. Le interesaba mucho la vertiente intelectual de sus hermanos jesuitas y disfrutaba de los acalorados debates que tenía con ellos siempre que se presentaba la ocasión.
– Tienes una profesión maravillosa, Melanie. Has sido bendecida. Posees un gran talento y tengo la impresión de que disfrutas con tu trabajo, al menos cuando no actúas con el tobillo roto y nadie te explota.
A su manera, no era muy distinta de las chicas que rescataba de los burdeles mexicanos. La habían utilizado demasiadas personas. Aunque a ella le pagaban mejor y sus vestidos eran más caros. Pero notaba que todos, incluida su madre, la estaban obligando a hacer lo que ellos deseaban y que seguirían haciéndolo hasta que el pozo se secara. Para Melanie, había empezado a secarse durante la última gira y, ahora, lo único que quería era huir y esconderse. Quería ayudar a los demás y entrar en contacto con lo que había experimentado en Presidio después del terremoto. Había sido un tiempo de epifanía y transformación para ella, pero luego había tenido que volver a la vida real.
– ¿Y si pudieras hacer las dos cosas? Dedicarte al trabajo que te gusta, pero sin que te resulte abrumador; quizá según tus condiciones. Es posible que tengas que quitar parte de ese control a los demás. Piénsalo. Podrías reservar algún tiempo para ayudar a los demás, a personas que te necesiten de verdad, como los supervivientes del terremoto a los que ayudaste junto con la hermana Maggie. Es posible que de ese modo tu vida adquiera más sentido. Tienes mucho que dar a los demás, Melanie. Y te sorprenderías de lo que ellos te darán a cambio. -En aquellos momentos, nadie le daba nada, salvo Tom. Le estaban chupando la sangre.