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– No lo sé -contestó Maggie, vagamente. Tampoco Sarah lo sabía, pero Maggie creía que no debía hablar de ello con Everett, así que desvió la conversación.

Siguieron sentados a la mesa, en el restaurante francés, mucho rato. Era acogedor y confortable y el camarero los dejaba en paz mientras hablaban.

– He oído el rumor de que Melanie está en México -comentó Everett y Maggie sonrió-. ¿Has tenido algo que ver? -Olía su mano en ello.

Maggie se echó a reír.

– Solo indirectamente. Hay un sacerdote maravilloso que dirige una misión allí. Pensé que tal vez harían buenas migas. Creo que se quedará casi hasta Navidad, aunque, oficialmente, no le ha dicho a nadie dónde está. Quiere pasar unos meses como una persona normal y corriente. Es una joven muy dulce.

– Apuesto a que su madre se subía por las paredes cuando se marchó. Trabajar en una misión, en México, no es exactamente una etapa de su camino al estrellato ni debía de estar en los planes de su madre para ella. No me digas que Janet también está allí. -Se echó a reír ante la imagen que le vino a la cabeza.

Maggie negó con la cabeza, también riendo.

– No. Creo que precisamente eso era lo importante. Melanie tenía que intentar volar sola, al menos un poco. Le hará mucho bien alejarse de su madre. Y también le irá bien a Janet. A veces, es difícil cortar esos lazos. A algunas personas les cuesta más que a otras.

– También hay tipos como yo, que no tienen ningún lazo. -Lo dijo como si lo lamentara.

Maggie lo miró atentamente.

– ¿Ya has hecho algo para encontrar a tu hijo? -Lo pinchó suavemente, pero sin presionarlo demasiado. Nunca lo hacía. Siempre creía que un pequeño toque era más efectivo, como en este caso.

– No, pero lo haré uno de estos días. Quizá ha llegado el momento. Aunque esperaré a estar preparado.

Everett pagó la cuenta y empezaron a andar por Union Street. No quedaban señales del terremoto. La ciudad tenía un aspecto limpio y bonito. Había sido un mes de septiembre estupendo, con un tiempo cálido, pero ahora se notaba en el aire el ligero frío del otoño. Maggie rodeó con su mano el brazo de él y siguieron paseando, hablando de esto y de aquello. No pretendían llegar hasta Presidio, pero al final es lo que hicieron. De ese modo pasaron un poco más de tiempo juntos; además, el terreno era llano, lo cual era raro en San Francisco.

Ella acompañó hasta el edificio donde vivía; eran más de las once, lo bastante tarde para que no hubiera nadie fuera. Se habían tomado su tiempo para cenar; siempre parecía que encajaban como las dos mitades de un todo, cada una complementando a la otra, en sus ideas y opiniones.

– Gracias por una velada tan agradable -dijo Maggie, sintiéndose tonta por haber intentado evitarla. La vez anterior que vio a Everett se había quedado confundida, porque sintió una atracción muy fuerte hacia él, pero ahora lo único que sentía era calidez y un profundo afecto. Era perfecto y él la miraba con todo el amor y admiración que sentía por ella.

– Ha sido fantástico verte, Maggie. Gracias por cenar conmigo. Te llamaré mañana cuando me marche. Pasaré por aquí, si puedo, pero creo que la entrevista se alargará mucho, así que tendré que apresurarme para coger el último vuelo. Si no, vendré para tomar un café.

Ella asintió, mirándolo. Todo en él era perfecto. Su cara. Sus ojos, con aquel sufrimiento profundo y antiguo de su alma que asomaba en ellos, junto con la luz de la resurrección y la sanación. Everett había estado en el infierno y había vuelto, pero eso había hecho tic él el hombre que era. Mientras lo miraba, vio cómo inclinaba lentamente la cara hacia ella. Ella iba a besarlo en la mejilla, pero antes de darse cuenta de lo que pasaba, notó unos labios en los suyos y se besaron. No había besado a un hombre desde la guardería e, incluso entonces, no a menudo. Pero ahora, de repente, todo su ser, en cuerpo y alma, se sintió atraído hacia él y sus espíritus se fundieron en uno. Fue la súbita unión de dos seres que se convierten en uno con un solo beso. Se sentía mareada cuando finalmente se separaron. No era solo él quien la había besado, ella también lo había besado a él. Se quedó mirándolo, aterrada. Había sucedido lo inimaginable. A pesar de lo mucho que había rezado para que no fuera así.

– ¡Oh, Dios mío… Everett! ¡No! -Dio un paso atrás, pero él la cogió por el brazo y la atrajo suavemente hacia él y, mientras ella bajaba la cabeza, pesarosa, la abrazó.

– Maggie, no… No tenía intención de hacerlo… No sé qué ha pasado… ha sido como si una fuerza demasiado poderosa para resistirse a ella nos uniera. Sé que se supone que algo no debe pasar, pero quiero que sepas que no lo había planeado. Sin embargo, tengo que ser sincero contigo. Esto es lo que siento desde el momento en que te conocí. Te quiero, Maggie. No sé si esto cambia las cosas para ti, pero te quiero. Haré cualquier cosa que me pidas. No quiero hacerte daño. Te quiero demasiado.

Ella alzó la mirada sin decir nada y vio amor en sus ojos, puro, desnudo y sincero. Sus ojos reflejaban lo que había en los de ella.

– No podemos volver a vernos -dijo Maggie con el corazón roto-. No sé qué ha pasado. -Entonces le ofreció como regalo la misma honradez que él le había dado. Tenía derecho a saberlo-. Yo también te quiero -susurró-. Pero no puedo hacer esto… Everett, no vuelvas a llamarme. -Decirlo le rompió el corazón.

Él asintió. Le habría dado los brazos y las piernas. Ya era dueña de su corazón.

– Lo siento.

– Yo también -respondió ella con tristeza y, apartándose de él, entró silenciosamente en el edificio.

El se quedó mirando la puerta mientras se cerraba, sintiendo que su corazón se iba con ella. Metió las manos en los bolsillos, dio media vuelta y volvió a su hotel en Nob Hill.

En la cama, a oscuras, Maggie tenía la sensación de que su mundo había llegado a su fin. Por una vez estaba demasiado destrozada y estupefacta para rezar. Lo único que podía hacer era permanecer allí, echada, pensando en el momento en el que se habían besado.

Capítulo 18

La estancia de Melanie en México era tal como esperaba que fuera. Los niños con los que trabajaba eran cariñosos, adorables y agradecían enormemente incluso las cosas más pequeñas que hacían por ellos. Melanie trabajaba con chicas de entre once y quince años; todas ellas habían sido prostitutas, muchas eran ex adictas a las drogas y sabía que tres tenían sida.

Fue un tiempo de crecimiento, lleno de profundo sentido para ella. Tom fue a verla dos veces, dos largos fines de semana, y se quedó impresionado por lo que ella hacía. Melanie le contó que tenía muchas ganas de trabajar cuando volviera, echaba de menos cantar, incluso actuar, pero había algunas cosas que quería cambiar. Sobre todo, quería empezar a tomar decisiones. Ambos estuvieron de acuerdo en que era el momento, aunque Melanie sabía que a su madre le costaría mucho aceptarlo. Pero también ella debía tener su propia vida. Melanie dijo que Janet parecía mantenerse ocupada sin ella. Había ido a Nueva York a ver a unos amigos, incluso había viajado a Londres, y había pasado Acción de Gracias con otros amigos de Los Ángeles. Melanie se había quedado en México el día de Acción de Gracias y había decidido que el año siguiente volvería para trabajar de nuevo de voluntaria. El viaje había sido un éxito en todos los sentidos.

Se quedó una semana más de lo que había planeado, así que aterrizó en el aeropuerto de Los Ángeles una semana antes de Navidad. El aeropuerto estaba adornado y sabía que Rodeo Drive también lo estaría. Tom la recogió; Melanie estaba bronceada y feliz. En tres meses, había pasado de niña a mujer. Ese tiempo en México había sido un rito de paso. Su madre no fue al aeropuerto, pero había preparado una fiesta sorpresa en casa, con todas las personas que eran importantes para su hija. Melanie le echó los brazos al cuello y las dos se pusieron a llorar, felices de verse. Estaba claro que su madre la había perdonado por marcharse y, de alguna manera, había sabido comprender y aceptar lo que había pasado, aunque, durante la fiesta, informó a Melanie de todos los compromisos que había adquirido para ella. Melanie empezó a protestar, pero luego las dos se echaron a reír, con complicidad. Las viejas costumbres no desaparecen fácilmente.