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– De acuerdo, mamá. Te lo pasaré por esta vez. Solo por esta vez. De ahora en adelante debes preguntarme.

– Lo prometo -respondió la madre, con expresión ligeramente compungida.

Ambas iban a tener que adaptarse. Melanie tenía que asumir la responsabilidad de su vida. Y su madre tenía que cedérsela. No era tarea fácil para ninguna de las dos, pero lo intentaban. El tiempo que habían estado separadas las había ayudado a hacer la transición.

Tom pasó el día de Navidad con ellas y le dio a Melanie un anillo de compromiso. Era un fino aro de diamantes que su hermana le había ayudado a elegir. A Melanie le encantó y él se lo puso en la mano derecha.

– Te quiero, Mel -dijo en voz baja en el momento en el que Janet salía con un delantal de Navidad con lentejuelas rojas y verdes y una bandeja con ponche de huevo.

Se habían presentado varios amigos. Janet estaba de buen humor y más ocupada que nunca. Desde su vuelta, Melanie había pasado la semana ensayando para el concierto de Nochevieja en el Madison Square Garden. Era una reaparición muy exigente; nada que ver con un comienzo suave. Tom iría a Nueva York con ella, dos días antes del concierto. Además, el tobillo de Melanie estaba completamente curado. Durante tres meses, solo había llevado sandalias.

– Yo también te quiero -susurró a Tom.

Llevaba el reloj de Cartier que ella le había regalado. Le encantaba. Pero, sobre todo, la quería a ella. Había sido un año asombroso para los dos, desde el terremoto de San Francisco hasta Navidad.

Sarah dejó a los niños con Seth el día de Navidad. El se había ofrecido a ir a su casa, pero ella no quería que lo hiciera. Se sentía incómoda cuando estaba allí. Todavía no había decidido qué hacer. Había hablado con Maggie varias veces. La monja le recordaba que el perdón era un estado de gracia, pero por mucho que lo intentara, Sarah no parecía poder alcanzarlo. Seguía creyendo en lo de «para bien y para mal», pero ya no sabía qué sentía por él. No podía digerir lo que había pasado. Estaba como anestesiada.

Habían celebrado la Navidad la noche anterior, en Nochebuena, así que, por la mañana, los pequeños rebuscaron en sus calcetines y abrieron los regalos de Santa Claus. Oliver se lo pasó en grande desgarrando el papel y a Molly le encantó todo lo que le había traído. Comprobaron que Santa Claus se había bebido casi toda la leche y comido todas las galletas. Rudolph había mordisqueado todas las zanahorias, y faltaban dos.

A Sarah le dolía celebrar las tradiciones familiares con los niños y sin Seth, pero él dijo que lo comprendía. Había empezado a ver a un psiquiatra y tomaba medicación para los ataques de ansiedad que sufría. Sarah se sentía muy mal también por eso. Pensaba que debería estar con él, a su lado, aportándole consuelo. Pero ahora era un extraño para ella, aunque un extraño al que había amado y todavía amaba. Era un sentimiento raro y doloroso.

Seth sonrió cuando la vio delante de la puerta, con los niños; la invitó a entrar, pero ella alegó que no podía. Dijo que iba a reunirse con unos amigos; aunque, en realidad, iba a tomar el té en el St. Francis, con Maggie. Melanie la había invitado; no estaba lejos de donde vivía Maggie, aunque todo un universo separara los dos barrios.

– ¿Cómo te va? -preguntó Seth.

Oliver entró vacilando; ahora ya caminaba. Molly corrió al interior para ver qué había debajo del árbol. Le había comprado un triciclo rosa, una muñeca tan grande como ella y muchos otros regalos. Su economía estaba en el mismo estado que la de Sarah, pero Seth siempre había gastado mucho más dinero que ella. Ahora ella procuraba tener mucho cuidado con su salario y con el dinero que él le daba para los niños. Sus padres también la ayudaban, incluso la habían invitado a ir a las Bermudas a pasar las vacaciones, pero no quería hacerlo. Prefería quedarse en la ciudad y que los niños estuvieran cerca de su padre. Por lo que sabían, esta podía ser su última Navidad en libertad durante mucho tiempo y no quería privarlo de sus hijos, ni a ellos de él.

– Estoy bien -respondió ella.

Seth sonrió con espíritu navideño, pero se habían roto demasiadas cosas entre ellos. En sus ojos, y también en los de ella, podía verse la decepción y la tristeza que, sumadas a su traición, habían caído encima de Sarah como una bomba. Seguía sin entender qué había pasado o por qué. De nuevo se daba cuenta de que había una parte de él que ella no conocía, una parte que tenía mucho en común con personas como Sully y nada en común con ella. Esa era la parte que la asustaba. Siempre había habido un extraño viviendo en la casa con ella. Y ya era demasiado tarde para conocerlo; además, no quería hacerlo. Ese extraño le había destrozado la vida. Pero poco a poco la estaba reconstruyendo. Dos hombres la habían invitado a salir recientemente, pero los había rechazado a ambos. Sarah consideraba que seguía casada, al menos hasta que decidieran lo contrario, y todavía no lo habían hecho. Pospondría la decisión hasta después del juicio, a menos que, de repente, lo viera con claridad. Seguía llevando la alianza, igual que Seth. Por el momento seguían siendo marido y mujer, aunque vivieran separados.

Seth le dio un regalo de Navidad antes de marcharse; también ella tenía uno para él. Le había llevado una chaqueta de cachemira y algunos suéteres; él le había comprado una preciosa chaqueta de armiño. Era exactamente de su gusto; era preciosa, de un marrón oscuro suntuoso. Abrió el paquete y se la puso; luego lo besó.

– Gracias, Seth. No deberías haberlo hecho.

– Sí que debía -dijo con tristeza-. Mereces mucho más que esto.

En otros tiempos, le habría regalado alguna joya enorme de Tiffany o Cartier, pero ese año no era posible y nunca más lo sería. Todas las joyas de Sarah habían desaparecido. Finalmente, las habían subastado el mes anterior, y el dinero había quedado inmovilizado, con el resto de sus bienes, ya que las facturas de los abogados llegaban hasta el cielo. Seth se sentía muy mal por ello.

Sarah lo dejó con los niños. Pasarían la noche con él. Seth había comprado una cuna plegable para Ollie y Molly dormiría en la cama con él, ya que solo había una habitación en el pequeño apartamento.

Sarah le dio un beso al marcharse; mientras se alejaba en el coche sentía infinita tristeza. La carga que compartían ahora era casi imposible de soportar. Pero no tenían más remedio.

Everett fue a una reunión de AA el día de Navidad por la mañana. Se había ofrecido para ser el orador invitado y hacerles partícipes de su historia. Era una gran asamblea a la que le gustaba acudir. Había muchos jóvenes, algunos tipos de aspecto rudo, un puñado de gente rica de Hollywood, e incluso había entrado un grupo de gente sin hogar. Le gustaba mucho esa mezcla, porque era muy real. Algunas de las reuniones a las que había ido en Hollywood y Beverly Hills estaban demasiado maquilladas y eran demasiado pulidas para él. Prefería que las asambleas fueran más duras y realistas. Esta siempre lo era.

También participó en la parte protocolaria de la reunión. Dijo su nombre y que era alcohólico, y cincuenta personas de la sala respondieron: «¡Hola, Everett!» al mismo tiempo. Incluso después de dos años, aquello le producía una sensación de calidez y hacía que se sintiera en casa. Nunca ensayaba ni practicaba sus intervenciones. Decía lo primero que se le ocurría o lo que le preocupara en aquel momento. Esta vez mencionó a Maggie; dijo que la quería y que era monja. Contó que ella también lo quería, pero que permanecía fiel a sus votos y le había pedido que no volviera a llamarla, así que no lo había hecho. Durante los tres últimos meses había sentido esta pérdida amargamente, pero respetaba sus deseos. Más tarde, al dejar la reunión y subir al coche para volver a casa, se puso a pensar en lo que había dicho: que la quería como nunca había querido a ninguna otra mujer, monja o no monja. Aquello significaba algo y, de repente, se preguntó si había hecho lo acertado o si debía haber luchado por ella. No lo había pensado hasta entonces. Iba de camino a casa cuando dio un giro brusco y se dirigió al aeropuerto. No había mucho tráfico el día de Navidad. Eran las once de la mañana y sabía que, a la una, había un vuelo para San Francisco y que llegaría a la ciudad sobre las tres. En esos momentos, nada habría podido detenerlo.