Compró el billete, subió al avión y se sentó. Durante el vuelo miró por la ventanilla hacia las nubes, el paisaje y las carreteras que se veían abajo. No tenía a nadie más con quien pasar la Navidad; si ella lo rechazaba, no habría perdido mucho. Solo un poco de tiempo y un billete a San Francisco de ida y vuelta. Valía la pena intentarlo. La había añorado insoportablemente en los tres últimos meses; sus opiniones sensatas, sus comentarios reflexivos, su delicada manera de dar consejos, el sonido de su voz y el luminoso azul de sus ojos. Se moría de ganas de verla. Era el mejor regalo de Navidad de todos y el único que tendría. Aunque no le llevaba nada, excepto su amor.
El avión aterrizó con diez minutos de adelanto, justo antes de las dos, y el taxi que tomó lo dejó en la ciudad a las tres menos veinte. Fue a su dirección en Tenderloin, sintiéndose como un escolar que va a ver a su novia; empezó a preocuparse por qué pasaría si no lo dejaba entrar. Tenía un inter-fono y podría decirle que se marchara, pero debía intentarlo de todos modos. No podía dejar que desapareciera de su vida. El amor era algo demasiado escaso e importante para tirarlo por la borda. Nunca antes había querido a nadie como a ella. Pensaba que era una santa, igual que mucha otra gente.
Cuando llegaron a su casa pagó al taxista y recorrió nerviosamente la distancia hasta la puerta. Los escalones estaban desgastados y rotos. Había dos borrachos sentados en la entrada, compartiendo una botella. Media docena de prostitutas andaban arriba y abajo por la calle, buscando «citas». El negocio seguía como de costumbre, aunque fuera Navidad.
Llamó al timbre, pero no contestó nadie. Pensó en llamarla al móvil, pero no quería ponerla sobre aviso. Se sentó en el último escalón, enfundado en sus vaqueros y su grueso suéter. Hacía frío, pero había salido el sol y era un bonito día. Por mucho tiempo que le llevara, iba a esperarla. Sabía que, al final, aparecería. Probablemente estaba sirviendo el almuerzo o la comida a los pobres en algún comedor, en algún sitio.
Los dos borrachos sentados en el escalón por debajo del suyo seguían pasándose la botella; de repente, uno de ellos lo miró y se la ofreció. Era bourbon, de la marca más barata que habían encontrado y del tamaño más pequeño. Los dos hombres estaban asquerosamente sucios, olían mal y le sonreían, con una sonrisa desdentada.
– ¿Un trago? -ofreció uno de ellos arrastrando las palabras. El otro estaba más borracho todavía y parecía medio dormido.
– ¿Habéis pensado alguna vez en ir a Alcohólicos Anónimos? -preguntó Everett amigablemente, rechazando la botella.
El que se la había ofrecido lo miró asqueado y volvió la cara. Dio unos golpecitos a su colega, señaló a Everett y, sin decir palabra, se levantaron y se marcharon a otra escalera de entrada, donde se sentaron y siguieron bebiendo mientras Everett los miraba.
– De no ser por la gracia de Dios, así estaría yo -susurró mientras seguía esperando a Maggie. Le parecía una manera perfecta de pasar el día de Navidad, esperando a la mujer que amaba.
Maggie y Sarah pasaron un rato agradable, tomando el té en el hotel St. Francis. Servían un auténtico té inglés completo, con panecillos, pasteles y un surtido de pequeños sándwiches. Charlaron relajadamente mientras tomaban Earl Grey. Maggie pensó que Sarah parecía triste, pero no la presionó, porque ella también se sentía algo desanimada. Echaba de menos hablar con Everett, sus risas y conversaciones, pero después de lo que había pasado la última vez, sabía que no podía volver a verlo ni hablar con él. No tendría la fuerza necesaria para resistirse a él si lo veía. Después de haberse confesado había reforzado su resolución. Pero, de todos modos, lo echaba de menos. Se había convertido en un amigo muy preciado.
Sarah le contó que había visto a Seth, le confesó lo muchoque lo extrañaba a él y los cómodos días de su vieja vida. Nunca, jamás, había imaginado que todo aquello acabaría. Nada podía estar más lejos de su mente.
Dijo que le gustaba el trabajo y la gente que estaba conociendo. Pero seguía manteniéndose bastante aislada socialmente. Todavía estaba demasiado avergonzada para salir y ver a sus viejos amigos. Sabía que en la ciudad seguían corriendo chismes sobre Seth y ella, y que iba a ser todavía peor cuando empezara el juicio, en marzo. Habían discutido largamente si tratar de conseguir un aplazamiento para retrasar el proceso o presionar para conseguir un juicio rápido. Seth había decidido que quería acabar de una vez. Parecía estar más nervioso cada día que pasaba. También Sarah estaba muy preocupada por todo aquello.
La conversación se desarrolló plácidamente cuando hablaron de acontecimientos de la ciudad: Sarah había llevado a Molly a ver Cascanueces; Maggie había asistido a una misa ecuménica de Navidad a medianoche, la noche anterior, en la catedral de Grace. Era un encuentro cálido y cordial entre dos amigas. Su amistad había sido un regalo para ambas, una bendición inesperada debida al terremoto de mayo.
Se marcharon del St. Francis a las cinco. Sarah dejó a Maggie en la esquina de su calle y se dirigió hacia el centro. Pensaba ir al cine e invitó a Maggie, pero esta le dijo que estaba cansada y que prefería volver a casa. Además, la película que Sarah quería ver le parecía demasiado deprimente. Maggie le dijo adiós con la mano mientras Sarah se alejaba en el coche y caminó, lentamente, calle arriba. Sonrió a dos de las prostitutas que vivían en su edificio. Una era una bonita mexicana; la otra, un travesti de Kansas que siempre era muy amable con Maggie y respetaba que fuera monja.
Estaba a punto de empezar a subir los escalones cuando levantó la cabeza y lo vio. Se detuvo, sin moverse, mientras él le sonreía desde arriba. Llevaba tres horas sentado allí y empezaba a tener frío. No le importaba si moría congelado, allí sentado; no iba a moverse hasta que ella volviera a casa. Y, de repente, allí estaba.
Maggie se quedó mirándolo, incapaz de creer lo que veía; lentamente, Everett bajó la escalera hasta donde estaba ella.
– Hola, Maggie -dijo, en voz baja-. Feliz Navidad.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó ella, mirándolo fijamente. No se le ocurría qué otra cosa decir.
– Estaba en una reunión esta mañana… y les hablé de ti… así que cogí un avión para desearte Feliz Navidad en persona.
Ella asintió. Era creíble. Podía imaginarlo perfectamente haciendo algo así. Nadie había hecho nunca algo parecido por ella. Quería alargar el brazo y tocarlo para ver si era real, pero no se atrevió.
– Gracias -dijo suavemente, con el corazón desbocado-. ¿Quieres que vayamos a tomar un café a algún sitio? Mi casa está hecha un desastre. -Además, no le parecía correcto que él subiera. El mueble principal de la única habitación del estudio era su cama. Y no estaba hecha.
El se echó a reír al oír la propuesta.
– Me encantaría. Mi culo se ha estado congelando, literalmente, en tu entrada, desde las tres.
Se sacudió los fondillos del pantalón, mientras cruzaban la calle hasta un café. El lugar tenía un aspecto deprimente, pero era cómodo, estaba bien iluminado y la comida era casi decente. Maggie cenaba allí algunas veces, de camino a casa. El pastel de carne era bastante bueno, igual que los huevos revueltos. Y siempre eran amables con ella porque era monja.