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Everett no sabía nada de él; si estaba casado o soltero, si había ido a la universidad ni qué hacía para ganarse la vida. Entonces tuvo una idea y tecleó las mismas preguntas respecto a Susan, pero no la encontró. Quizá se había trasladado a otro estado o se había vuelto a casar. Podía haber muchas razones para que no apareciera en la pantalla. Además, lo único que deseaba realmente era ver a Chad. Ni siquiera estaba seguro de querer reunirse con él. Echaría una mirada y decidiría, una vez que estuviera allí. Había sido una decisión difícil para él y sabía que tanto Maggie como su recuperación tenían mucho que ver con esa decisión. Antes de que estos dos factores entraran en su vida, no habría tenido el valor de hacerlo. Tenía que enfrentarse con sus fracasos, con su incapacidad para relacionarse o comprometerse, o intentar siquiera ser padre. Tenía dieciocho años cuando nació Chad; era un crío. Ahora Chad era mayor que él cuando nació su hijo. La última vez que lo vio, Everett tenía veintiún años; fue antes de marcharse para convertirse en fotógrafo y recorrer el mundo como si fuera un mercenario. Pero no importaba cómo lo maquillara o que tratara de darle un toque romántico; a efectos prácticos y desde el punto de vista de Chad, lo había abandonado y había desaparecido. Everett se avergonzaba de ello, y era totalmente posible que Chad lo odiara. Sin ninguna duda, tenía el derecho de hacerlo. Por fin, Everett estaba dispuesto a enfrentarse a él, después de todos esos años. Maggie le había dado el empujón que necesitaba.

De camino al aeropuerto estuvo silencioso y pensativo. Compró un café en Starbucks y se lo llevó al avión; luego, se sentó y miró por la ventanilla mientras se lo bebía. Aquel vuelo era diferente del que había cogido el día anterior, cuando fue a San Francisco para ver a Maggie. Incluso si estaba enfadada o lo evitaba, tenían una relación que había sido toda, o en su mayor parte, agradable. Chad y él no tenían nada, salvo el rotundo fracaso de Everett como padre. No había nada en lo que apoyarse ni que cultivar. No había habido ninguna comunicación ni puente entre ellos durante veintisiete años. Aparte del ADN, eran unos extraños.

El avión aterrizó en Butte y Everett le pidió al taxista que pasara por delante de la dirección que había sacado de internet. Era una casa pequeña, limpia, de construcción barata, en un barrio residencial de la ciudad. No era un barrio elegante, pero tampoco pobre. Tenía un aspecto corriente, prosaico y agradable. El trozo de césped delante de la casa era pequeño, pero estaba bien cuidado.

Después de ver el lugar, Everett le dijo al taxista que lo llevara al motel más cercano. Era un Ramada Inn, sin nada distintivo. Pidió la habitación más pequeña y barata, compró un refresco de la máquina y volvió a la habitación. Se quedó allí mucho rato, con la mirada fija en el teléfono, deseando marcar el número, pero demasiado asustado para decidirse, hasta que, finalmente, reunió el valor para hacerlo.

Sintió que necesitaba ir a una reunión. Pero sabía que podría hacerlo más tarde; antes tenía que llamar a Chad. Ya dispondría de tiempo, más adelante, para compartir lo que pasara, y probablemente lo haría.

Contestaron al teléfono al segundo timbrazo. Era una mujer y, por un segundo, se preguntó si se habría equivocado de número. Si era así, resultaría complicado. Charles Carson no era un nombre inusual y debía de haber muchos en el listín telefónico.

– ¿Podría hablar con el señor Carson? -preguntó Everett en tono educado y amable. Notó que le temblaba la voz, pero la mujer no lo conocía lo suficiente para darse cuenta.

– Lo siento, ha salido. Volverá dentro de media hora. -Le dio la información amablemente-. ¿Quiere que le dé algún recado?

– Esto… no… yo… ya volveré a llamar -dijo Everett y colgó antes de que ella pudiera hacerle más preguntas. Se preguntó quién era la joven. ¿Esposa? ¿Hermana? ¿Novia?

Se tumbó en la cama, encendió la tele y se adormiló. Eran las ocho cuando se despertó y volvió a quedarse con la mirada fija en el teléfono. Rodó por la cama y marcó el número. Esta vez contestó un hombre con una voz fuerte y clara.

– ¿Podría hablar con Charles Carson, por favor? -preguntó Everett a la voz del otro extremo, y esperó ansiosamente. Tenía la impresión de que era él y esa perspectiva le producía vértigo. Era mucho más difícil de lo que había pensado. ¿Qué iba a hacer una vez que se hubiera identificado? Quizá Chad no quisiera verlo. ¿Por qué habría de querer?

– Soy Chad Carson -corrigió la voz-. ¿Con quién hablo? -Sonaba ligeramente suspicaz. Preguntar por él con su nombre completo le decía que quien llamaba era un extraño.

– Yo… esto… Sé que parece una locura, pero no sé por dónde empezar. -Entonces, lo soltó-: Mi nombre es Everett Carson. Soy tu padre. -Hubo un silencio sepulcral al otro extremo de la línea, mientras el hombre que había contestado intentaba descubrir qué estaba pasando. Everett imaginaba el tipo de cosas que Chad podía decirle, y «piérdete» era, de lejos, la más suave-. No estoy seguro de qué decirte, Chad. Supongo que «lo siento» es lo primero, aunque no explica veintisiete años. No estoy seguro de que nada pueda hacerlo. Si no quieres hablar conmigo lo entenderé. No me debes nada, ni siquiera una conversación.

El silencio se prolongó mientras Everett se preguntaba si debía continuar hablando o colgar discretamente. Decidió esperar unos segundos más, antes de renunciar por completo. Le había costado veintisiete años tenderle la mano a su hijo e intentar un reencuentro. Chad, que no tenía ni idea de qué estaba pasando, se había quedado mudo de asombro.

– ¿Dónde estás? -fue lo único que dijo, mientras Everett se preguntaba qué estaría pensando. Todo aquello resultaba bastante alarmante.

– Estoy en Butte. -Everett lo pronunció como un natural del lugar. Aunque había vivido en otros sitios, seguía teniendo un ligero acento de Montana.

– ¿Aquí? -Chad pareció asombrado de nuevo-. ¿Qué haces aquí?

– Tengo un hijo aquí -respondió Everett, simplemente-. No lo he visto desde hace mucho tiempo. No sé si querrás verme, Chad. Y no te culpo, si no quieres. Llevo mucho tiempo pensando en hacer esto. Pero haré lo que quieras. He venido a verte, pero eres tú quien decide si quieres que nos veamos. Si no, lo comprenderé. No me debes nada. Soy yo quien te debe una disculpa por los últimos veintisiete años. -Se produjo un silencio al otro extremo, mientras el hijo que no conocía digería sus palabras-. He venido para reparar el daño.

– ¿Estás en Alcohólicos Anónimos? -preguntó Chad, con cautela, reconociendo la conocida fórmula.

– Sí, así es. Veinte meses. Es lo mejor que he hecho nunca. Por eso estoy aquí.

– Yo también -dijo Chad, después de una pequeña vacilación. Y luego tuvo una idea-. ¿Quieres venir a una reunión?

– Sí. -Everett respiró hondo.

– Hay una a las nueve -contestó Chad-. ¿Dónde te alojas?

– En el Ramada Inn.

– Te recogeré. Llevo una camioneta Ford de color negro. Tocaré la bocina dos veces. Estaré ahí dentro de diez minutos. -Pese a todo, quería ver a su padre tanto como este quería verlo a él.

Everett se echó un poco de agua por la cara, se peinó y se miró al espejo. Lo que vio fue un hombre de cuarenta y ocho años, que había vivido tiempos borrascosos y que, a los veintiuno, había abandonado a su hijo de tres. Era algo de lo que no se sentía orgulloso. Había muchas cosas que todavía lo angustiaban, y esta era una de ellas. No había hecho daño a muchas personas en su vida, pero a la que más había herido era precisamente su hijo. No había modo alguno de que pudiera compensarlo por ello ni devolverle los años que había pasado sin padre, pero, por lo menos, ahora estaba allí.