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– Llevas mucho tiempo en rehabilitación -comentó Everett cuando se iban-. Gracias por dejarme venir contigo esta noche. Necesitaba ir a una reunión.

– ¿Con cuánta frecuencia asistes? -preguntó Chad. Le había gustado la participación de su padre. Fue abierta y honesta, y parecía sincera.

– Cuando estoy en Los Ángeles, voy dos veces al día. Cuando estoy de viaje, una vez. ¿Y tú?

– Tres veces a la semana.

– Llevas una pesada carga, con cuatro hijos. -Sentía mucho respeto por él. De alguna manera, había supuesto que Chad debía de vivir en una especie de hibernación todos aquellos años, permanentemente niño; en cambio, se había encontrado con un hombre que tenía una esposa y una familia. Everett reconoció que, en cierto sentido, había logrado hacer con su vida mucho más que su padre-. ¿Qué pasa con el capataz?

– Es un capullo -dijo Chad, de repente con un aire muy joven e irritado-. No deja de tocarme los huevos. Es un tío muy anticuado y lleva el rancho igual que hace cuarenta años. El año que viene se retira.

– ¿Crees que te darán el puesto? -preguntó Everett con preocupación paterna.

Chad se echó a reír y se volvió a mirarlo mientras iban camino del hotel.

– No hace ni una hora que has vuelto ¿y ya te preocupas por mi trabajo? Gracias, papá. Sí, más vale que lo consiga o me cabrearé. Llevo diez años trabajando allí y es un buen trabajo.

Everett sonrió de oreja a oreja, cuando lo llamó «papá». Era una sensación agradable y un honor que sabía que no merecía.

– ¿Cuánto tiempo te quedarás aquí? -preguntó Chad.

– Depende de ti -contestó Everett francamente-. ¿Qué me dices?

– ¿Por qué no vienes a cenar mañana? No será nada del otro mundo, porque tengo que encargarme yo de cocinar. Debbie tiene muchas náuseas. Siempre le ocurre cuando está embarazada, hasta el último día.

– Debe de ser muy valiente para hacerlo tantas veces. Y tú también. No es fácil mantener a tantos hijos.

– Vale la pena. Espera a conocerlos. De hecho -Chad entornó los ojos, mirándolo-, Billy se parece a ti.

Chad no se parecía a Everett; había notado que se parecía a su madre y a los hermanos de esta, que eran clavados a ella. Eran de origen sueco, grandes y macizos; habían llegado a Montana hacía dos generaciones, desde el Medio Oeste y antes de eso de Succia.

– Te recogeré mañana a las cinco y media cuando vuelva del trabajo. Puedes hacerte amigo de los niños mientras yo cocino. Aunque tendrás que disculpar a Debbie. Está hecha mierda.

Everett asintió y le dio las gracias. Chad era increíblemente cordial, mucho más de lo que él merecía. Pero estaba enormemente agradecido de que su hijo estuviera tan dispuesto a abrirle su vida. Hacía demasiado que Everett era una pieza que le faltaba.

Se dijeron adiós con un gesto mientras Chad se alejaba en el coche. Hacía mucho frío y había hielo en el suelo. Everett se sentó en la cama con una sonrisa y llamó a Maggie. Ella contestó en cuanto sonó el teléfono.

– Gracias por venir ayer -dijo Maggie cálidamente-. Fue muy agradable -continuó, en voz baja.

– Sí, lo fue. Tengo que decirte algo. Tal vez te sorprenda. -Ella se puso nerviosa al oírlo, temiendo que fuera a presionarla-. Soy abuelo.

– ¿Cómo? -preguntó echándose a reír. Pensó que bromeaba-. ¿Desde ayer? Menuda rapidez.

– Al parecer, no tan rápido. Tienen siete, cinco y tres años. Dos niños y una niña. Y otra que viene de camino. -Sonreía ampliamente al decirlo. De repente, le gustaba la idea de tener una familia, incluso si los nietos hacían que se sintiera viejo. Pero ¡qué demonios!

– Espera un momento. Estoy confusa. ¿Me he perdido algo? ¿Dónde estás?

– Estoy en Butte -contestó, orgulloso, y todo gracias a ella. Era otro de los muchos regalos que ella le había dado.

– ¿Montana?

– Sí, señora. He llegado hoy, en avión. Es un chico estupendo. Un chico no, un hombre. Es el segundo del capataz de un rancho de aquí, tiene tres hijos y están esperando otro. Todavía no los conozco, pero iré a cenar a su casa mañana. Incluso sabe cocinar.

– Oh, Everett -dijo Maggie, y parecía tan entusiasmada como él-. Me alegro tanto… ¿Cómo te va con Chad? ¿Acepta las cosas… te acepta a ti?

– Es muy noble. No sé cómo fue su infancia ni cómo se siente al respecto, pero parece contento de verme. Tal vez los dos ya estemos preparados. También está en AA, desde hace ocho años. Esta noche hemos ido a una reunión. Es un hombre realmente firme. Es mucho más maduro de lo que yo era a su edad o, quizá, incluso ahora.

– Lo estás haciendo bien. Me alegro mucho de que te hayas decidido. Siempre tuve la esperanza de que lo harías.

– Nunca lo habría conseguido sin ti. Gracias, Maggie. -Con su insistencia, delicada y persistente, le había devuelto a su hijo y a toda una nueva familia.

– Lo habrías hecho de todos modos. Me alegro de que me hayas llamado y me lo hayas contado. ¿Cuánto tiempo te quedarás?

– Un par de días. No puedo quedarme demasiado tiempo. Tengo que estar en Nueva York en Nochevieja, para cubrir un concierto de Melanie. Pero lo estoy pasando muy bien aquí. Ojalá pudieras venir a Nueva York conmigo. Sé que disfrutarías en uno de sus conciertos. Es increíble sobre un escenario.

– Quizá vaya a uno, un día de estos. Me gustaría.

– Tiene un concierto en Los Ángeles, en mayo. Te invitaré.

Con un poco de suerte, quizá para entonces habría tomado una decisión respecto a dejar el convento. Ahora, era lo único que deseaba, pero no dijo nada. Era una decisión muy importante y sabía que necesitaba tiempo para pensar. Le había prometido no presionarla. Solo la había llamado para contarle lo de Chad y los niños y para darle las gracias por llevarlo hasta allí, a su manera siempre tranquila.

– Pásalo bien con los niños mañana, Everett. Llámame y dime qué tal ha ido.

– Lo prometo. Buenas noches, Maggie… y gracias… -No me des las gracias a mí, Everett-dijo, sonriendo-. Agradéceselo a Dios.

Así lo hizo, antes de quedarse dormido.

Al día siguiente, Everett fue a comprar algunos juguetes para llevárselos a los niños. Compró una colonia para Debbie y un gran pastel de chocolate para el postre. Lo llevaba todo en bolsas de la compra cuando Chad lo recogió, lo ayudó a ponerlo en la parte de atrás de la camioneta. Le dijo a su padre que comerían alitas de pollo a la barbacoa y macarrones con queso. Últimamente, los niños y él decidían los menús.

Los dos hombres se alegraron de verse de nuevo. Chad lo llevó a la casa, pequeña y pulcra, por la que Everett había pasado cuando dio una vuelta por allí para ver dónde vivía su hijo. El interior era cálido y acogedor, aunque había juguetes por todo el salón, niños tumbados encima de todos los muebles, la televisión estaba encendida y una bonita joven, rubia y pálida, estaba recostada en el sofá.

– Tú debes de ser Debbie. -Se dirigió a ella primero.

Ella se levantó y le estrechó la mano.

– Sí. Chad se alegró enormemente de verte anoche. Hemos hablado mucho de ti durante estos años.

Hizo que resultara como si los comentarios del pasado hubieran sido agradables, aunque, siendo realista, no podía pensar que ese fuera el caso. Cualquier mención de él debía de haber puesto furioso o triste a Chad.

Everett se volvió hacia los niños y se quedó sorprendido de lo encantadores que parecían. Eran tan guapos como sus padres y aparentemente no se peleaban entre ellos. Su nieta parecía un ángel y los dos chicos eran fuertes y robustos vaqueros en miniatura, pero grandes para su edad. Parecían una familia de un cartel que hiciera publicidad del estado de Montana. Mientras Chad preparaba la cena y Debbie se echaba de nuevo en el sofá, visiblemente embarazada, Everett jugó con los niños. Les encantaron los juguetes que les había llevado. Luego enseñó a los chicos a hacer trucos de cartas, con Amanda sentada sobre sus rodillas y, cuando la cena estuvo lista, ayudó a Chad a servir los platos de los niños. Debbie ni siquiera pudo sentarse a la mesa; el olor y la vista de la comida le provocaban náuseas, pero participó en la conversación desde el sofá. Everett lo pasó en grande; no le apetecía nada marcharse cuando llegó el momento de que Chad lo acompañara de vuelta al motel. Everett le agradeció efusivamente aquella estupenda noche.