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– Buena suerte con la gala -dijo él y luego se alejó, justo en el momento en que surgían de los ascensores treinta personas de golpe. Para Sarah, empezaba la noche del baile de los Smallest Angels.

Capítulo 2

El programa iba con retraso, pues que los invitados entraran en el salón y ocuparan sus asientos en las mesas llevaba más tiempo de lo que Sarah había previsto. El maestro de ceremonias era una estrella de Hollywood que había presentado un programa nocturno de entrevistas, en televisión, durante años y que acababa de retirarse; era fabuloso. Animaba a todo el mundo a sentarse mientras presentaba a las celebridades que se habían desplazado desde Los Ángeles para la ocasión y, por supuesto, al alcalde y a las estrellas locales. La velada se desarrollaba según lo previsto.

Sarah había prometido que los discursos y agradecimientos serían los mínimos. Después de unas breves palabras del médico a cargo de la unidad neonatal, pasaron un breve documental sobre los milagros que realizaban. A continuación, Sarah habló de su experiencia personal con Molly. Y luego pasaron de inmediato a la subasta, que fue muy reñida. Un collar de diamantes de Tiffany fue adjudicado por cien mil dólares. La posibilidad de conocer a las celebridades recogía una cantidad asombrosa de dinero. Un adorable cachorro de Yorkshire terrier consiguió diez mil. Y la subasta por el Range Rover, ciento diez mil. Seth era el segundo postor, aunque, finalmente, bajó la paleta y se rindió. Sarah le susurró que no pasaba nada, que estaba contenta con el coche que tenía. Su marido le sonrió, pero parecía preocupado. Observó de nuevo que parecía estresado, pero supuso que había tenido un día difícil en el despacho.

Durante la noche, vio un par de veces, de refilón, a Everett Carson. Le había indicado el número de las mesas donde había figuras importantes de la sociedad. W estaba allí, al igual que Town and Country, Entertainment Weekly y Entertainment Tonight. Había cámaras de televisión esperando a Melanie para empezar a rodar. La noche estaba resultando un éxito. Habían recaudado más de cuatrocientos mil dólares en la subasta gracias a un subastador muy dinámico. Aunque dos cuadros muy caros donados por una galería de arte local también habían ayudado, al igual que algunos cruceros y viajes fabulosos. Sumado al precio de las entradas, los fondos recogidos hasta el momento superaban todas las expectativas; además, después de la gala y durante algunos días siempre llegaban cheques con donaciones diversas.

Sarah recorría la sala dando las gracias a todos por asistir y saludando a los amigos. Había varias mesas, al fondo, que ocupaban diversas organizaciones benéficas: la Cruz Roja de la ciudad, una fundación dedicada a prevenir los suicidios y una mesa llena de sacerdotes y monjas, reservada por Catholic Charities, que estaba afiliada al hospital donde se albergaba la unidad neonatal. Sarah vio a los sacerdotes con sus alzacuellos y, junto a ellos, a varias mujeres vestidas con trajes oscuros de color azul marino o negro. En la mesa solo había una monja con hábito, una mujer pequeña, pelirroja y con ojos azul eléctrico, que parecía un duendeci-11o. Sarah la reconoció de inmediato. Era la hermana Mary Magdalen Kent, la versión de la Madre Teresa en la ciudad. Era muy conocida por su trabajo en las calles, con los sin techo, y su postura contra el ayuntamiento por no hacer más por ellos suscitaba mucha polémica. A Sarah le habría encantado hablar con ella esa noche, pero estaba demasiado ocupado con los mil detalles que debía vigilar para garantizar el éxito de la gala. Pasó rápidamente junto a la mesa, saludando con un gesto y una sonrisa a los sacerdotes y las monjas que estaban sentados allí, disfrutando de la noche. Hablaban, reían y bebían vino. Sarah se alegró de ver que lo estaban pasando bien.

– No esperaba verte aquí esta noche, Maggie-comentó, con una sonrisa, el sacerdote que dirigía el comedor gratuito para pobres de la ciudad. La conocía bien.

La hermana Mary Magdalen era una leona en las calles, defendiendo a las personas que le importaban, pero un gatito en sociedad. No recordaba haberla visto nunca en una gala. Una de las monjas, vestida con un traje azul, de buen corte, con una cruz de oro en la solapa y el pelo pulcramente corto, era la directora de la escuela de enfermería de la Universidad de San Francisco. Las otras monjas parecían casi modernas y con mucho mundo, sentadas a la mesa, disfrutando de la selecta comida. La hermana Mary Magdalen, o Maggie, como la llamaban sus amigos, se había sentido incómoda la mayor parte de la noche, violenta por estar allí, con la toca algo ladeada porque resbalaba sobre su pelo corto y pelirrojo. Parecía un elfo disfrazado de monja.

– Poco faltó para que no viniera -confesó en voz baja al padre O'Casey-. No me pregunte por qué, pero alguien me dio una entrada. Una trabajadora social con quien trabajo. Ella tenía un compromiso esta noche. Le dije que se la diera a otra persona, pero no quise parecer desagradecida. -Se disculpaba por estar allí; pensaba que debería estar en la calle. Estaba claro que un acontecimiento como aquel no era de su estilo.

– Tómate un descanso, Maggie. Trabajas más que nadie que conozca -dijo el padre O'Casey, magnánimo. El y la hermana Mary Magdalen se conocían desde hacía años, y la admiraba por sus ideas radicalmente caritativas y por su intenso trabajo a pie de calle-. Sin embargo, me sorprende verte con el hábito -añadió, riendo para sus adentros y sir-viéndole una copa de vino, que ella no tocó. Incluso antes de entrar en el convento, a los veintiún años, nunca había bebido ni fumado.

Ella se echó a reír, en respuesta al comentario sobre su ropa.

– Es el único vestido que tengo. Cada día, para trabajar, llevo vaqueros y una sudadera. No necesito ropa elegante para lo que hago. -Miró a las otras tres monjas de la mesa, que parecían amas de casa o profesoras universitarias más que monjas, excepto por la pequeña cruz de oro de la solapa.

– Es bueno que salgas.

Luego se pusieron a hablar acerca de la política de la Iglesia, de la polémica postura que el arzobispo había adoptado recientemente sobre la ordenación de sacerdotes y sobre los últimos pronunciamientos de Roma. A Maggie le interesaba en particular una propuesta ciudadana que estaba evaluando la junta de supervisores y que afectaría a las personas con las que trabajaba en la calle. Opinaba que la ley era limitada e injusta y que perjudicaría a su gente. Maggie era brillante, así que, a los pocos minutos, otros dos sacerdotes y una de las monjas habían entrado en la discusión. Les interesaba lo que ella tenía que decir, ya que sabía más que ellos sobre aquella cuestión.

– Maggie, eres demasiado dura -le recriminó la hermana Dominica, que dirigía la escuela de enfermería-. No podemos resolver de golpe los problemas de todo el mundo.

– Yo trato de resolverlos uno por uno -dijo la hermana Mary Magdalen, humildemente.

Las dos mujeres tenían algo en común, ya que la hermana Maggie se había graduado en enfermería justo antes de entrar en el convento. Descubrió que sus conocimientos eran útiles para aquellos a los que trataba de ayudar. Mientras continuaba la acalorada discusión, se apagaron las luces. La subasta había terminado, se habían servido los postres y Melanie estaba a punto de aparecer en escena. El maestro de ceremonias acababa de anunciarla y la sala fue quedándose en silencio, expectante.

– ¿Quién es? -preguntó, en un susurro, la hermana Mary Magdalen, y el resto de la mesa sonrió.

– La cantante joven más en boga en el mundo. Acaba de ganar un Grammy -murmuró el padre Joe, y la hermana Maggie asintió.

Estaba claro que aquella velada no formaba parte de su mundo. Cuando empezó la música, estaba cansada y con ganas de que se acabara. La orquesta estaba tocando la canción emblemática de la artista; entonces, en medio de una explosión de sonido, luz y color, entró Melanie. Caminó hasta el escenario, como una modelo exquisita, cantando su primera canción.