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– Haremos lo que nos dicen; sacaremos el culo de aquí y procuraremos que no nos aplasten.

A lo largo de los años había vivido terremotos, tsunamis y desastres parecidos en el sudeste de Asia. Pero no había duda de que este había sido uno de los grandes. Hacía exactamente cien años desde el último gran terremoto de San Francisco, en 1906.

– Tengo que buscar a mi madre -dijo Melanie mirando alrededor.

No había señales de ella ni de Jake, y no era fácil reconocer a la gente que había en la sala. Estaba muy oscuro. Además, había demasiadas personas gritando y era tal la confusión a su alrededor que era imposible oír a nadie, salvo a la persona que estuviera justo a tu lado.

– Será mejor que la busques fuera -le aconsejó Everett cuando ella empezaba a dirigirse hacia el lugar donde había estado el escenario. Se había hundido y todo el equipo de la orquesta había resbalado hacia un extremo. El piano de cola se sostenía en un ángulo demencial pero, por fortuna, no le había caído a nadie encima-. ¿Estás bien?

Melanie parecía un poco aturdida.

– Sí… sí, estoy… -Everett la encaminó hacia las salidas y le dijo que él se quedaría unos momentos más. Quería ver si había algo que pudiera hacer para ayudar a los que todavía estaban en el salón.

Unos minutos más tarde tropezó con una mujer que ayudaba a un hombre que decía que había tenido un ataque al corazón. La mujer se alejó para atender a alguien más y Everett ayudó a llevar al hombre al exterior. El y un hombre que dijo ser médico lo sentaron en una silla y lo levantaron. Tuvieron que subirlo tres tramos de escalera. Fuera había ambulancias, camiones de bomberos y paramédicos que asistían a las personas que salían del hotel con heridas leves y les informaban de que dentro había más heridos. Un equipo de bomberos penetró en el interior. No parecía que hubiera fuego en ningún sitio, pero las líneas eléctricas habían caído y había chispas en el aire. Los bomberos, con megáfonos, daban instrucciones de que no se acercaran, y montaban barreras. Everett se dio cuenta de que toda la ciudad estaba a oscuras. Luego, más por instinto que por decisión, cogió la cámara que todavía llevaba colgada al cuello y empezó a tomar fotos de la escena, sin molestar a los heridos graves. Todo el mundo parecía aturdido. El hombre del ataque al corazón ya iba de camino al hospital en una ambulancia, junto con otro que tenía una pierna rota. Había personas heridas desplomadas en la calle; la mayoría habían salido del hotel, pero otras no. Los semáforos no funcionaban y el tráfico se había detenido. Un tranvía se había salido de las vías en la esquina y cuarenta personas, por lo menos, estaban heridas; los paramédicos y los bomberos se ocupaban de ellas. Una mujer que había muerto estaba cubierta con una lona. Era una escena espeluznante. Everett no se dio cuenta de que tenía un corte en la mejilla hasta que llegó al exterior y vio que llevaba la camisa manchada de sangre. No tenía ni idea de cómo había ocurrido. Parecía superficial, así que no le preocupó. Cogió la toalla que le tendía un empleado del hotel y se limpió la cara. Había docenas de empleados repartiendo toallas, mantas y botellas de agua para la gente conmocionada que había por todas partes. Nadie sabía qué hacer. Se limitaban a estar allí, mirándose los unos a los otros y hablando de lo sucedido. Había varios miles de personas que se apiñaban en la calle conforme el hotel se iba vaciando. Media hora después, los bomberos dijeron que ya no quedaba nadie en el salón de baile. Fue entonces cuando Everett vio a Sarah Sloane cerca de él, con su marido. Tenía el vestido roto, empapado de vino y cubierto con los restos de postre que estaban en su mesa cuando se volcó.

– ¿Está bien? -le preguntó. Era la misma pregunta que todos se hacían los unos a los otros, una y otra vez.

Sarah estaba llorando y su marido parecía angustiado, igual que todos. Por todas partes, la gente lloraba, debido a la conmoción, el miedo, el alivio y la preocupación por sus familias, en casa. Sarah había tratado frenéticamente de llamar por el móvil, pero no funcionaba. Seth, que parecía encontrarse mal, también lo había probado con el suyo.

– Estoy preocupada por mis hijos -explicó Sarah-. Están en casa con una canguro. Ni siquiera sé cómo llegaremos hasta allí. Supongo que tendremos que ir a pie.

Alguien había dicho que el garaje donde todos habían dejado el coche se había hundido y que había gente atrapada dentro. No había manera de acceder a los coches, así que todos los que habían aparcado allí no sabían cómo volver a casa. No había taxis. San Francisco se había convertido en una ciudad fantasma en cuestión de minutos. Era pasada la medianoche y el terremoto se había producido hacía una hora. Los empleados del Ritz-Carlton estaban actuando de forma impecable, pasando entre la multitud, preguntando qué podían hacer para ayudar. Nadie podía hacer mucho en aquellos momentos, excepto los paramédicos y los bomberos, que se esforzaban por ocuparse de las víctimas según la gravedad de sus heridas.

Al cabo de unos minutos, los bomberos anunciaron que había un refugio de emergencia a dos manzanas de distancia. Les dieron instrucciones e instaron a la gente a dejar la calle y dirigirse allí. Las líneas eléctricas se habían caído, por lo que había cables electrificados en el suelo. Les advirtieron de que los evitaran y fueran al refugio, en lugar de a su casa. La posibilidad de una réplica seguía aterrándolos a todos. Mientras los bomberos indicaban a la multitud lo que debía hacer, Everett siguió tomando fotos. Este era el tipo de trabajo que le gustaba hacer. No explotaba la desgracia de la gente; era discreto, pero quería captar ese extraordinario momento que ya sabía que era un suceso histórico.

Finalmente, se produjo un movimiento entre la multitud, que empezó a caminar, con piernas temblorosas, hacia el refugio contra terremotos, colina abajo. Seguían hablando de lo ocurrido, de lo que pensaron al principio, de dónde estaban cuando sucedió. Un hombre que estaba en la ducha, en su habitación del hotel, creyó en los primeros momentos que se trataba de algún artilugio vibrador de la ducha. Solo llevaba un albornoz de toalla, e iba descalzo. Se había hecho un corte en un pie con los cristales que había en el suelo, pero nadie podía hacer nada. Otra mujer dijo que mientras caía al suelo pensó que se había roto la cama, pero luego toda la habitación empezó a moverse como una atracción de feria. Aunque no era ninguna atracción, era el segundo mayor desastre que la ciudad había conocido.

Everett cogió una botella de agua que le tendía un botones. La abrió, bebió un largo trago y se dio cuenta de lo seca que tenía la boca. Del hotel salían nubes de polvo procedentes de las estructuras internas que se habían quebrado y de cosas que se habían desplomado. No habían sacado ningún cuerpo. En el vestíbulo, convertido en centro de operaciones, los bomberos tapaban a los que habían muerto. Hasta el momento había unos veinte, pero corrían rumores de que quedaba más gente atrapada en el interior, lo cual hacía que todos se sintieran dominados por el pánico. Aquí y allá había gente llorando porque no encontraba a los amigos o parientes que estaban alojados en el hotel o porque todavía no los había localizado entre el grupo que había asistido a la gala. Estos eran fáciles de identificar, por los trajes de noche desgarrados y sucios. Parecían supervivientes del Titania Fue entonces cuando Everett vio a Melanie y a su madre. La madre lloraba histéricamente. Melanie parecía vigilante y en calma; seguía llevando la chaqueta del esmoquin alquilado de Everett.

– ¿Estás bien? -repitió la consabida pregunta, y ella sonrió y asintió.

– Sí. Mi madre está aterrorizada. Cree que habrá otro mayor dentro de unos minutos. ¿Quieres que te devuelva la chaqueta? -Se habría quedado prácticamente desnuda si se la hubiera devuelto, así que él negó con la cabeza-. Puedo taparme con una manta.

– Quédatela. Te sienta bien. ¿Falta alguien de tu grupo? -Sabía que iba acompañada de mucha gente, pero solo veía a su madre.