Con cada paquete se sentía más incómoda. Ella siempre había sido más feliz dando que recibiendo. Pero él se estaba divirtiendo y ella no quería estropearle el momento. Así que todo fue más o menos bien hasta que abrió el último regalo. Era una caja pequeña de terciopelo negro, y dentro había un colgante de zafiro en forma de corazón, precioso.
– Will… no puedes hacer esto.
– Puedes cambiar lo que no te guste.
– No tiene nada que ver con el gusto. Es porque me has dado demasiados regalos y has gastado mucho dinero. Y no puedo aceptar algo así.
Tenía miedo de tocar la joya. La cadena de oro era muy delicada y los zafiros parecían tener vida propia.
– ¿Por qué?
– Porque yo no puedo hacerte a ti lo mismo.
Él también estaba rodeado de cajas. Laura le había comprado guantes y una bufanda que él se había puesto al cuello, ilusionado como un niño.
– Laura, de niño nunca tuve nada. Ahora tengo mucho dinero y no hay ninguna razón por la que no pueda gastarlo como más me guste. Y adoro sorprenderte. ¿Qué tiene de malo?
No era la primera vez que ella intentaba discutir el problema de su extravagancia, pero era imposible.
– Sorprenderme está bien. Las sorpresas son maravillosas, pero aceptar un colgante así es… diferente. Es demasiado caro. Y no quiero que pienses que tu dinero me importa.
El la miró divertido.
– Bueno, si ése es el único problema… Ya sé lo que opinas de mi dinero. Deberías haberme dejado que cambiara el tejado de esta casa si no fueras tan alérgica a un poco de ayuda. Y también deberías haberme dejado que cambiara tu vieja y oxidada lavadora. Casi me cortaste la cabeza cuando te arreglé los frenos del coche, ¿recuerdas? Pensé que ibas a estrangularme.
– Yo puedo arreglar los frenos de mi coche.
– Lo sé, señora Independiente. Pero estabas esperando un cheque el viernes, y esos frenos fallaron el martes. Era una cuestión de seguridad, no de dinero.
– Estás intentando distraerme. No estamos hablando sobre frenos, sino sobre colgantes.
– Puedes tirarlo si no lo quieres.
– Por encima de mi cadáver. Te estoy diciendo que no necesito que seas tan extravagante conmigo. Habría sido muy feliz con un llavero, por el amor de Dios…
– ¿Necesitas un llavero nuevo?
Eso bastó. Laura se echó sobre él con un gruñido de frustración. Will era capaz de salir a comprarle un llavero incluso a esa hora. Tenía que haber algún modo de distraerle para que pensara en otra cosa.
Y la había.
El beso fue para él como un narcótico. Cayó hacia atrás, sobre los lazos y papeles de regalo. Y la tenía sujeta de la cintura, así que ella cayó encima.
Sus lenguas se encontraron. Will estaba hambriento y sus manos tocaban su cuerpo sin parar. Ella sintió que su cuerpo se puso duro y caliente de deseo.
– No voy a quedarme con el colgante.
– Ya hablaremos de eso… pero luego.
La puso bajo él. Rápidamente, se dio cuenta de que ella no llevaba sujetador bajo la sudadera. Fue un error peligroso no ponerse sujetador estando Will cerca, pero era muy divertido tentarlo.
Él necesitaba tentación. Había cientos de cosas que ella no entendía sobre el hombre misterioso de quien se había enamorado. Pero sabía que no tenía apellido. Él había elegido Montana porque fue el estado en el que nació, y no tenía ningún lazo familiar con nadie. Quizás él amara ese abandono porque fue abandonado de pequeño. Quizás se entregara tan completamente porque era el único modo de expresar sus sentimientos.
Laura consiguió quitarle el cinturón y sacarle la camisa. Quería tocarlo, pero él no la ayudaba. Will ya le había quitado la sudadera y había metido la cabeza entre sus pechos. Sus mejillas eran rugosas y eróticas, especialmente comparadas con su lengua. Will conocía su cuerpo mejor que ella misma.
Al final Laura ganó la batalla con los botones de la camisa y se la quitó. Cuando su pecho quedó desnudo, ella extendió las manos por su piel.
La luz de las velas brillaba en la cara de Will, reflejando la solitaria oscuridad en sus ojos. Las luces de colores del árbol se reflejaban en sus enormes hombros desnudos. Ese hombre solitario que necesitaba una familia había sido el que le había robado el corazón, y no el amante extravagante y alocado.
Aunque posiblemente su relación con él era sólo un sueño. Posiblemente su misterioso caballero evitaba temas como los bebés y las familias porque no tenía interés en ello y nunca lo tendría.
– ¿Qué ocurre, Laura?
– Nada.
Lo besó con fuerza, queriendo borrar todos sus miedos. Dado su pasado, era normal que él no quisiera compromisos. No sabía nada de la felicidad de una familia, y Will no era un hombre al que se pudiera forzar.
Aún así, ella nunca había estado tan enamorada.
– Laura.
– Sshh…
– Laura, hay alguien en la puerta. Están llamando.
No era posible. Laura acababa de oír el reloj de cuco en la cocina que había dado las doce. Nadie podría llamar a esa hora.
Pero entonces oyó los golpes impacientes en la puerta, y miró a Will confundida.
– No puede haber nadie ahí.
– Pues lo hay. Yo me ocuparé.
Will recogió su camisa y se puso de pie.
Laura se pasó una mano por el pelo revuelto. Se levantó y buscó su sudadera. Se la puso y trató de ordenarse el pelo mientras iba también hacia la puerta.
Cuando Will la abrió, sus anchos hombros le bloquearon la visión.
– ¿Quién es?
Entonces se puso junto a Will y lo vio.
No había visto a su hermana pequeña desde hacía un años. A Laura nunca le había gustado el hombre con el que ella se casó tres años antes, pero la pareja se había mudado a Oregón, lo que parecía el otro lado del mundo.
Deb se quedó embarazada el año anterior, y a pesar de que las conferencias eran muy caras, Laura llamaba a menudo a su hermana. Y estaba preocupada, porque últimamente Deb le parecía distinta. Ella sabía que el embarazo suponía un trastorno emocional, y Deb le había dicho una y otra vez que estaba bien y feliz, de manera que pensó que se preocupaba sin necesidad pues, según creía, su hermana no tenía ninguna razón para mentirle.
Pero no se dio cuenta hasta ese momento de lo bien que mentía Deb.
Deb no llevaba sombrero, y su vieja chaqueta de lana estaba abierta y sin botones. Habría perdido casi diez kilos desde la última vez que Laura la vio, y a su hermana nunca le había sobrado peso precisamente. Deb siempre había sido la bella de la familia, pero en ese momento tenía las mejillas hundidas y el rostro demacrado, y el pelo despeinado. Y sus ojos, sus maravillosos ojos llenos de vida, estaban llenos de miedo.
– ¡Laura!
Deb echó una mirada rápida a Will pero luego se dirigió a su hermana. Pareció desmoronarse. Se le llenaron los ojos de lágrimas y al instante empezó a llorar descontrolada.
Laura, atónita, corrió hacia su hermana con los brazos abiertos.
Algo tarde se dio cuenta de que Deb no era la única ahí fuera.
El bebé en los brazos de su hermana estaba acurrucado hecho un ovillo y llorando sin parar.
Capítulo Dos
– Necesito que te quedes un tiempo con Archie. Te juro que no será mucho tiempo, Laura. Yo tengo que encontrar un sitio donde vivir. Roger… no quiere al niño. Pero sí a mí, y hasta que pueda encontrar un sitio donde escondernos los dos y estar a salvo…
– ¿Puedes sentarte un momento? Sabes que me quedaré con el niño y te ayudaré en todo lo que pueda. Eres una burra si creías que me lo tenías que preguntar. ¿Pero por qué no me dijiste que tenías problemas?
Deb no dijo nada.
– Oh, Dios, ¿Te hizo ese cerdo esa herida en el cuello?
– Estoy bien, Laura.
– No lo estás. Y no quiero que vayas a ninguna parte. Tú y Archie os quedaréis conmigo y…