¿Qué clase de hombre era su marido? ¿Cuánto tiempo llevaban casados? ¿Era un honrado comerciante o un ladrón? ¿Conocía las habilidades de carterista que tenía su esposa? ¿Él también las poseía? Más preguntas para las que estaba decidido a hallar respuesta. Y necesitaba hacerlo deprisa porque la sensación de muerte inminente, que le asaltó por primera vez el mes anterior y que no le había abandonado desde entonces, se hacía cada vez más intensa, sobre todo desde que estaba en Londres.
Abrió los ojos, apuró la copa de coñac y se levantó a servirse otra. Mientras vertía el líquido ambarino, se quedó mirando las llamas doradas y se hizo la pregunta que le atormentaba desde que el sueño recurrente de su propia muerte había caído sobre él.
¿Cuánto tiempo le quedaba?
Exhaló el aire, impaciente, pasándose la mano por el cabello. Había tratado de convencerse de que la sensación de creciente peligro era producto de su imaginación enloquecida, o simplemente fruto del cansancio. Nada más que la melancolía que siempre lo asaltaba al acercarse el aniversario de la muerte de su madre. Pero incluso después de que pasase el triste día, seguía sin poder librarse de aquella sensación.
Entonces había empezado el sueño o, mejor dicho, la pesadilla. Atrapado en un espacio oscuro y estrecho, con el corazón desbocado y los pulmones ardiendo, sabiendo con todo su ser que el peligro estaba cerca. Muerte inminente. Despertando, bañado en sudor frío, incapaz de volver a dormirse, con un nudo en la garganta por el inexplicable temor a los lugares cerrados que sufría desde su infancia.
Había aprendido tiempo atrás a escuchar sus sensaciones y a confiar en su instinto. En realidad, durante sus años al servicio de la Corona, su instinto le habían salvado la vida en más de una ocasión. Por eso no podía ignorar el mensaje perturbador que le susurraban desde hacía un mes: algo malo iba a ocurrirle. Algo que no podría evitar. Algo a lo que probablemente no sobreviviría. El sentimiento se había vuelto más pronunciado desde su llegada a Londres, y no se había disipado en modo alguno tras su enfrentamiento con aquel gigante del cuchillo. Había conseguido escapar al desastre en aquel momento, pero ¿sería igual de afortunado la próxima vez? Su instinto le decía que no, no lo sería. Y que le acechaban más peligros.
Había reflexionado que tal vez parte de aquel profundo presentimiento se debiese a que él tenía ahora la misma edad que tenía su madre cuando murió, pero desechó la idea por considerarla una superstición. No, él no era un hombre supersticioso. Pero era un hombre que escuchaba su instinto.
La innegable sensación de su propia mortalidad, del tiempo que se agotaba, pesaba mucho sobre él. De ahí su apremiante necesidad de cumplir con sus deberes y obligaciones, y de inmediato. Antes de que fuese demasiado tarde. Y el más urgente de esos deberes y obligaciones era encontrar una esposa y engendrar un heredero.
Su sentido común trataba de decirle que se equivocaba, que no le ocurriría nada y que viviría hasta alcanzar una edad avanzada. Desde luego, esa era su esperanza. Pero no había forma de negar aquella sensación funesta de la que no podía librarse, y no era un riesgo que estuviese dispuesto a asumir.
Sobre todo porque, en caso de que encontrase una muerte prematura, Nathan heredaría el título y todo lo que lo acompañaba. Y eso, como él sabía, era lo último que su hermano menor habría deseado, y por lo tanto era lo último que Colin habría deseado para él. Nathan siempre había evitado la pompa de la alta sociedad, prefiriendo centrar su atención y su talento en la medicina, y era un buen médico. Deseaba el título tanto como habría querido que le arrancasen las vísceras con una cuchilla oxidada.
No, la responsabilidad de engendrar un heredero le correspondía a Colin. Ahora solo deseaba haber cumplido esa obligación siendo más joven. Antes de que aquella sensación de urgencia lo agarrase por el cuello. Cuando aún había tiempo. Por supuesto, solo un mes atrás, creía tener todo el tiempo del mundo…
Al levantar los ojos su mirada tropezó con el escritorio de cerezo, y recordó que Ellis le había dicho que tenía una carta. Tras apoyar la copa vacía sobre la mesa, cruzó la habitación y cogió el papel vitela doblado, de color marfil y sellado con un poco de lacre rojo. Enarcó las cejas al ver su nombre escrito en la cara externa con los inconfundibles trazos vigorosos de Nathan. Resultaba asombroso que su hermano hallase tiempo para escribir una carta, llevando solo siete meses casado y todo eso. Desde luego, si Colin tuviese la suerte de tener una mujer como la bellísima Victoria, de la que Nathan estaba apasionadamente enamorado, Dios sabía que no malgastaría el tiempo escribiendo cartas.
Tras romper el sello de lacre, leyó la breve nota:
Llegaré a la ciudad pasado mañana en lugar de la semana que viene con Victoria y varios amigos a cuestas. Nos alojaremos en la casa de Wexhall, pues mi mujer tiene previsto ayudar a su padre con los preparativos de su fiesta. Cuando lleguemos te haremos una visita.
Nathan
Le asaltó el mismo sentimiento de culpa persistente que siempre albergaba al pensar en Nathan, pero lo apartó de sí para centrarse en lo agradable que sería volver a ver a su hermano. Dobló la nota y luego dirigió su atención al pequeño plato azul y blanco de porcelana de Sèvres que descansaba en una esquina del escritorio. Una sonrisa curvó sus labios a la vista del trío de exquisitos mazapanes, cada uno una obra de arte en miniatura modelada en perfecta imitación de una fruta. Observó las variedades de esa noche: una fresa, una pera y…
Una naranja.
Su elección no ofrecía la menor duda.
Alargó la mano, cogió la apetitosa naranja y se la llevó a la boca. Cerró los ojos y saboreó el dulzor de fruta y almendra que resbalaba por su lengua, mientras la imagen de la misteriosa madame Larchmont le ocupaba la mente.
Aquella mujer era un enigma y actuaba de forma poco clara, pero Colin era especialista en desentrañar misterios y nunca se le había resistido ninguno. Estaba decidido a obtener respuesta a muchas de sus preguntas aun antes de que la joven fuese al día siguiente.
Que la mujer no solo estuviese viva sino que pareciese prosperar indicaba que poseía inteligencia y suerte en abundancia. Pero Colin juró que esta vez había encontrado la horma de su zapato. Y, si se dedicaba a alguna clase de robo, su suerte estaba a punto de acabar.
Alex avanzó deprisa a través de una serie de callejones y luego subió corriendo los peldaños gastados hasta el segundo piso del edificio en el que vivía. Tras echar un vistazo al oscuro corredor para asegurarse de que estaba sola, introdujo la llave y abrió en silencio la puerta de su piso. Se deslizó en el interior y cerró la puerta tras de sí sin perder un momento. Luego se apoyó contra la madera áspera y cerró los ojos. Su respiración agitada le quemaba los pulmones, y el corazón le latía desbocado, no solo por su apresuramiento, sino también por la inquietante sensación de que alguien la vigilaba y la había seguido mientras se dirigía a casa tras abandonar el carruaje de lord Sutton. Estaba acostumbrada a la presencia de ladrones y rufianes, y sabía evitarlos. También sabía defenderse si evitarlos le era imposible. Sus dedos rozaron el bulto de su falda, donde escondía un cuchillo enfundado y metido en la liga.
Pero lo que había experimentado esa noche era distinto. La abrumadora sensación de que la vigilaban y le seguían los pasos la había atormentado a lo largo de todo el camino hasta casa, produciéndole escalofríos. Unos escalofríos especialmente agudos tras la conversación que había sorprendido esa noche en el estudio de lord Malloran. Quienes la tenían en su punto de mira sabían permanecer ocultos, pero ella había vivido en las calles de los barrios más pobres de Londres demasiado tiempo para no saber cuándo la estaban observando.