– ¿Te encuentras bien, Alex?
Abrió los ojos al oír la pregunta, formulada en voz baja, y se encontró con los ojos azules de Emma, llenos de preocupación.
Aunque solo tenía diecisiete años, seis menos que Alex, Emma Bagwell era muy lista y perspicaz gracias a su conocimiento de los bajos fondos de Londres. Se habían encontrado hacía tres años y, juntas, habían conseguido sobrevivir y dejar atrás el lugar del que procedían.
Alex comprendió que no solo era inútil tratar de ocultarle un secreto a su tenaz amiga, sino que además necesitaba confiarle los detalles de aquella perturbadora velada.
– Hay algo que me inquieta, pero antes de contártelo… -Se interrumpió, indicando con la cabeza la cortina desteñida de terciopelo azul que aislaba una parte de la habitación-. ¿Cuántos tenemos esta noche?
Emma miró la cortina.
– Ocho.
Ocho. La noche anterior fueron seis, y la de antes, doce. El martes de la semana anterior habían hecho espacio para diecisiete.
– ¿Está Robbie?
Emma asintió.
– Ha sido el último en llegar, hace una hora más o menos. Muy sucio y agotado. Apenas ha podido mantenerse despierto el tiempo suficiente para cenar -explicó, con un destello de cólera en la mirada-. Estaba más que sucio, Alex. Le han pegado.
Alex se agarró la capa con fuerza.
– ¿Cómo está?
– Tiene un ojo hinchado y el labio reventado. Lo he limpiado, pero deberías echarle un vistazo. Ha preguntado por ti.
– De acuerdo -murmuró-. Lo haré ahora, porque se marchará antes de que nos despertemos.
– Es como un fantasma -convino Emma, asintiendo-. Todos son así. Añadiré más agua al hervidor y prepararé té para las dos.
– Gracias.
Alex cruzó la habitación y colgó la capa en el destartalado armario que compartía con Emma. Incluso con la ropa de ambas, había espacio de sobras. Sabiendo que Robbie y los otros estaban ya dormidos, se tomó unos minutos para quitarse el vestido y luego, sin perder un momento, se puso su sencillo camisón de algodón. Se ató el cinturón de la bata y se dirigió a la cortina de terciopelo. Llevaba dos años haciendo aquello, por lo que sabía qué encontraría; aun así, inspiró para prepararse antes de apartar la pesada tela.
Aguardó un momento a que su vista se adaptase a la oscuridad, y poco a poco se hicieron más visibles. Ocho de ellos esa noche, cada uno envuelto en el único consuelo que habían conocido jamás: una manta. Su mirada recorrió sus formas dormidas. Por muchas noches que los viese allí, cada noche le rompían el corazón.
Reconoció a Will y Kenneth, Dobbs, Johnny y Douglas. Y allí, en el rincón, yacía Mary, y junto a ella, Lilith. Todos dormían sobre los jergones que se guardaban enrollados en el rincón, preparados para ellos. Cada niño parecía un pequeño ángel herido. Y eso eran para Alex, pues ninguno de ellos tenía más de doce años. Todos estaban seguros durante unas horas en el refugio que su pobre hogar proporcionaba, pero el amanecer llegaría demasiado pronto, y ellos abandonarían aquel santuario para volver al infierno que les aguardaba en las calles y callejones hostiles donde pasaban los días.
Por último, su mirada dio con Robbie y, como le ocurría cada vez que lo veía, se le encogió el corazón, sobre todo en ese instante que la débil luz del fuego que ardía despacio en la habitación principal le iluminaba el ojo magullado y el labio inferior reventado. Todos aquellos niños, y muchos más como ellos, huérfanos o abandonados, víctimas de la intensa pobreza, los malos tratos y unas condiciones de vida horribles, le rompían el corazón, pero había algo en Robbie que la conmovía aún más. Tal vez porque le recordaba a sí misma a su edad. Un manojo de miedo tembloroso envuelto en capas de falsa bravuconería.
Lágrimas de ira, frustración y profunda compasión pugnaron por brotar de sus ojos. Por el amor de Dios, apenas tenía seis años.
Un mechón de su pelo claro, sucio de hollín, le caía sobre la frente, y los dedos de Alex anhelaban apartárselo. Pero sabía que, si lo tocaba, lo más probable era que se despertase. Por necesidad, debido al lugar y a la forma en que vivían, todos los niños tenían un sueño ligero. Si dormían demasiado profundamente, cualquier clase de horror podía caer sobre ellos. Alex seguía teniendo un sueño ligero y nunca dormía muchas horas seguidas. Los niños dormían mejor allí, sabiendo que estaban seguros por unas horas. Por ello, aunque Alex anhelaba acercarse, Robbie necesitaba el sueño más de lo que ella necesitaba tocarlo y arriesgarse a asustarlo.
Tras una última mirada, dejó caer la cortina y se dirigió hacia la zona de la cocina, donde Emma servía el té en gruesas tazas de loza. Se sentó en el largo banco de madera, de pronto fatigada y sin energías. El aroma de naranjas y magdalenas recién horneadas flotaba en la habitación.
– Gracias por ocuparte del horno esta noche -dijo con una sonrisa cansada, en voz baja para no despertar a los niños.
– De nada -respondió Emma, presentando con un floreo una bandeja en la que había una sola galleta-. Te he guardado una.
Ante aquel detalle a Alex se le hizo un nudo en la garganta. Emma conocía su debilidad por los dulces, una debilidad que ella misma compartía. Alargó el brazo, partió la galleta por la mitad y dio a su amiga el pedazo más grande.
– Siento dejarte a ti todas las tareas.
– No digas tonterías -dijo Emma, colocando una taza humeante delante de su amiga-. Para mí es un placer, y es más importante que madame Larchmont emplee sus habilidades para echar las cartas a la gente rica y elegante. Gracias al dinero extra que estás ganando, podremos mudarnos a un sitio más grande, mejor y más seguro, y antes de lo que esperábamos. Entonces podrás empezar a enseñarles.
Sí, había trabajado mucho para conseguir un sitio más grande, mejor y más seguro para ella misma, Emma y los niños que confiaban en ellas, que acudían a ellas en busca de protección. Estaba decidida a obtenerlo. Por fin había podido albergar la esperanza de lograrlo con el reciente éxito de su identidad como madame Larchmont.
– Eso espero -dijo-, pero ya sabes lo inconstante que puede ser la gente de la alta sociedad, lo pronto que se aburre y lo poco que tarda en pasar al siguiente entretenimiento. Ahora estoy muy solicitada, pero no me hago ilusiones de que mi actual popularidad dure más allá del fin de la temporada.
– Entonces, asegurémonos de que te forras esta temporada -dijo Emma, mirándola por encima del borde de su taza humeante.
– Eso espero también… pero… bueno, ambas sabemos que la carrera de madame Larchmont se acabaría si los miembros de la alta sociedad que ahora piden a voces sus servicios descubriesen su pasado.
La mirada de Emma se hizo más perspicaz.
– Dices eso como si hubiese algún motivo para pensar que podrían hacerlo.
Ella envolvió la taza con las manos, absorbiendo el calor con sus dedos, de pronto fríos.
– Emma, esta noche he encontrado a un hombre. Es… él.
Emma parpadeó dos veces, confusa, pero luego los ojos se le ensancharon al comprender.
– ¿Él? ¿El hombre que salía en tus cartas?
– Sí -asintió.
– ¿Estás segura?
– Lo estoy.
Emma no preguntó cómo sabía Alex que aquel era el hombre que había desempeñado una función tan destacada en sus tiradas a lo largo de los años; no le extrañó, pues estaba acostumbrada a su «intuición», así que asintió pensativa.
– Vaya, ha tardado mucho en llegar -dijo-. ¿Quién es?
– Se llama Colin Oliver -dijo, negándose a reconocer el escalofrío que la recorrió al decir su nombre en voz alta-. Lleva el título de vizconde Sutton.
Emma se quedó boquiabierta.