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– ¿Un vizconde? -repitió, sacudiendo la cabeza-. Debes de haberte equivocado de tipo. Tus cartas decían que ese hombre tendría una función destacada en tu futuro, que te influiría mucho. ¿Cómo podría referirse eso a un vizconde?

Emma dibujó una O con la boca y se llevó las puntas de los dedos a los labios.

– ¡Oh! A menos que quiera que seas… a menos que tengas pensado ser su… querida.

Alex se sintió acalorada de pronto, lo que atribuyó de inmediato al vapor que desprendía el té caliente, y apartó la taza.

– No, claro que no -susurró.

– Entonces ¿de qué otra manera podría tener un hombre así una función en tu futuro? Además, se supone que el hombre de las cartas es alguien que ya conociste años atrás -dijo Emma, sacudiendo la cabeza con decisión. Un rizo de color caoba se le desprendió de la trenza-. No, no es él, Alex.

– Sí, lo es. Yo… ya lo había visto una vez. Le robé.

– ¿Cómo puedes estar segura de que es el mismo tipo? Todos esos ricachones parecen iguales en la oscuridad. Siempre bebidos y pagados de sí mismos. Primos, eso es lo que son.

– Lo que eran -subrayó Alex-. Esa era nuestra antigua profesión. Y lo recuerdo muy bien porque me sorprendió.

– ¿Te sorprendió? -repitió Emma en un susurro incrédulo-. ¡Pero a ti nunca te sorprendían! ¡Eras la mejor!

– Aunque agradezco tu valoración de mis antiguas aptitudes, te aseguro que me sorprendió. Conseguí escapar y nunca volví a verlo. Hasta esta noche.

Emma captó las repercusiones al instante.

– ¡Dios del cielo! ¿Te ha reconocido?

Incapaz de permanecer sentada, Alex se levantó y se puso a caminar por delante de la mesa.

– No lo sé. No creo, pero…

Sacudió la cabeza y luego contó a Emma todos los acontecimientos de la velada, incluyendo la conversación que había oído y la nota que había dejado para lord Malloran. Los únicos detalles que omitió fueron las sensaciones que le provocó lord Sutton y la forma en que le besó la muñeca.

– Mañana por la tarde le haré una tirada en privado en su casa. O, mejor dicho, hoy.

Emma la miró inquieta.

– No sé qué me preocupa más, Alex, que vuelvas a ver a ese vizconde, cosa que en mi opinión es meterse en la boca del lobo, o la conversación que has oído. ¿Y si alguien averigua que estás enterada y que has sido tú quien ha escrito la nota?

– ¿Cómo podría averiguarlo nadie? He disfrazado mi letra deliberadamente. Nadie perderá el tiempo tratando de descubrir quién ha escrito la nota. Estarán demasiado ocupados intentando saber quién va a ser asesinado en la fiesta de lord Wexhall y evitando que ocurra.

A pesar de sus palabras, Emma seguía inquieta.

– Espero que tengas razón.

Yo también, pensó Alex. Yo también.

Capítulo 4

Colin se encontraba en la oscuridad que le brindaba un portal situado en una estrecha calle de adoquines, frente al edificio hasta el que había seguido a madame Larchmont la noche anterior. A la luz del día, el ladrillo cubierto de hollín parecía poco atractivo, y aún más siniestro debido a las nubes grises que flotaban bajas en el cielo de color pizarra.

Por las observaciones que hizo la noche anterior después de que ella entrase en el edificio, las sombras que se movían al otro lado de la ventana en la tercera habitación del segundo piso indicaban que aquel era su destino. Dos personas habían salido del edificio en el último cuarto de hora, pero hasta el momento no había ni rastro de madame Larchmont. Se sacó el reloj de bolsillo y miró la hora. Las dos y media. ¿Era posible que se hubiese marchado ya para acudir a su cita de las tres?

Una joven pelirroja salió del edificio, y Colin entornó los párpados. No era su presa. La muchacha, vestida con un sencillo vestido marrón, llevaba una caja plana que le colgaba por debajo de la cintura, sujeta con unas correas. Era la clase de recipiente que utilizaban las vendedoras de naranjas, aunque por lo que Colin podía ver lo que llevaba no eran naranjas. Parecían ser tartas o magdalenas.

Transcurrieron otros diez minutos, que Colin pasó esperando con paciencia el momento oportuno. Acababa de mirar de nuevo el reloj cuando la vio salir del edificio. Aunque un gorro de ala ancha le protegía los ojos del sol, la muchacha resultaba inconfundible. Llevaba una bolsa que parecía una mochila. Al verla, Colin frunció el ceño. Se le entrecortó el aliento, y su corazón ejecutó una extraña maniobra. La joven vaciló durante varios segundos mirando a su alrededor, y él se hundió más aún en la oscuridad. Luego la muchacha se puso a caminar a buen paso, avanzando en dirección opuesta a la casa de él.

Al igual que la noche anterior, ella se movía con la seguridad de alguien familiarizado con la zona. Al cabo de unos diez minutos, se acercó a un edificio medio destartalado, justo en la periferia de los bajos fondos. Cuatro escaparates, tres de ellos tapados, cubrían la planta baja. Un cartel manchado con una jarra de cerveza mal pintada que anunciaba El Barril Roto marcaba la cuarta puerta. La joven entró en la taberna y salió cinco minutos después, ya sin mochila. Antes de echar a andar volvió a mirar a su alrededor, y Colin se preguntó si lo haría normalmente o si intuía su presencia. La causa podía ser simplemente lo poco recomendable de la zona, pues Colin también sentía el peso de otros ojos sobre él. Después de echar a su vez un vistazo alrededor y no detectar a nadie, la siguió durante varios minutos más. Cuando quedó claro que no volvía a su casa sino que se dirigía a Mayfair, Colin volvió sobre sus pasos. En la esquina del edificio en el que vivía la muchacha se detuvo un momento para frotarse el muslo dolorido.

Tras comprobar que nadie lo observaba, Colin entró en el edificio. Un olor de col y sudor invadía el aire mientras subía en silencio por la escalera. Voces ahogadas y el sonido del llanto de un niño flotaron hacia abajo. Cuando llegó al segundo piso, se detuvo en la tercera puerta y apoyó la oreja en la rendija, atento por si oía voces, mientras sus dedos ágiles manipulaban la cerradura. Al no oír nada, y convencido de que la habitación estaba vacía, abrió la puerta y se deslizó en silencio en el interior.

Se apoyó de espaldas contra la puerta y permaneció inmóvil durante varios segundos, observando los detalles. La habitación era más grande de lo que esperaba, aunque poco espaciosa, y estaba muy limpia. Olió el aire y percibió los aromas agradables de naranjas y magdalenas recién horneadas. El suelo de madera estaba cubierto de alfombras hechas con lo que parecían tiras trenzadas de tela. Había un solo ropero en el rincón, flanqueado por dos camas estrechas. Un gato de rayas grises yacía acurrucado en un extremo de la cama más próxima a la ventana. Había una mesita junto a cada cama, un baño de asiento en un rincón y un solo tocador contra la pared. Al otro lado de la habitación estaba la zona de la cocina, con una mesa y dos bancos. Una cortina desteñida de terciopelo azul aislaba una parte de la habitación. ¿Otra zona para dormir?

Colin se acercó al ropero sin hacer ruido. Al abrir la puerta, sus sentidos se vieron asaltados de inmediato por un delicado aroma cítrico. De golpe surgió en su mente la imagen de madame Larchmont, evaluándolo con sus ojos marrón chocolate y a punto de hablar con aquellos labios gruesos. La mirada de Colin se fijó en un familiar vestido de color bronce. Alargó el brazo y pasó los dedos por el tejido, recordando cómo parecía brillar contra la piel clara de ella. Antes de poder detenerse, se inclinó hacia delante, se llevó la tela al rostro y aspiró.

Naranjas. Y algo más, algo agradable que solo se le ocurría calificar de fresco. Seguramente eran los restos de su jabón. Cerró los ojos y otra imagen de ella se materializó en su mente. La joven salía del baño y una estela de pompas de jabón serpenteaba por su silueta húmeda y brillante. Enseguida se sintió invadido por el calor y abrió los ojos. Gimió asqueado de sí mismo y dejó caer el tejido como si se hubiese quemado.