Una búsqueda rápida por el ropero reveló otro vestido verde oscuro que parecía propio de madame Larchmont y un sencillo vestido de día marrón que mostraba los signos del paso del tiempo, pero cuidado de forma meticulosa. En el otro extremo del ropero vio dos vestidos grises. Al igual que los otros, estos eran viejos aunque bien remendados, pero eran al menos diez centímetros más cortos que los otros vestidos. No había ni una sola prenda masculina en ninguna parte.
Mientras asimilaba esa interesante información, dirigió su atención a las mesitas. En ambas había platos desportillados con velas de sebo. En la mesita más próxima a la ventana, un libro descansaba junto a la vela. Colin leyó el título: Orgullo y prejuicio. La otra mesita contenía también un libro de aspecto similar a los blocs utilizados por los estudiantes. Lo cogió y hojeó las páginas llenas de letras y números copiados cuidadosamente, aunque con letra infantil. Tras devolver el libro a su lugar, le echó un vistazo al gato, que se había despertado y lo obsequiaba con una mirada feroz y recelosa.
– Buenas tardes -susurró Colin, dando un lento paso hacia el animal. En un abrir y cerrar de ojos, el gato se metió debajo de la cama.
Colin no deseaba asustar al animal y siguió adelante, cruzando la alfombra hecha a mano para inspeccionar la zona de la cocina. Había unas naranjas apiladas en forma de pirámide, y faltaba la de encima. Un ligero sonido captó su atención, y Colin volvió la cabeza para mirar la cortina de terciopelo azul. ¿El gato? Con movimientos silenciosos y cautos se acercó a la cortina y la apartó con la velocidad del rayo, para descubrir una pequeña zona vacía salvo por una pila de jergones enrollados en un rincón.
Y un niño que intentaba escapar por una trampilla abierta en el suelo.
Sus miradas se encontraron, y, por un instante, en los ojos del niño surgió un destello de puro terror. Colin corrió hacia delante y agarró la puerta antes de que se cerrase. A continuación, cogió bruscamente al chaval por el cuello de la ropa.
– ¡Suéltame, maldito bastardo! -exclamó una voz en la que vibraba el agravio y un miedo inconfundible. Unos brazos flacos metidos en un abrigo muy sucio se agitaban furiosamente mientras unas piernas delgadas enfundadas en unos pantalones andrajosos y unos zapatos rotos y llenos de agujeros trataban de golpear algo-. ¡Suéltame o te abro en canal, te lo juro!
Pese a las valientes palabras, Colin pudo ver que la criatura, que parecía ser un niño de unos cinco o seis años, estaba aterrada.
– No hace falta que me abras en canal -dijo Colin en tono suave, colocando al niño de pie.
Este se esforzó para alejarse de él, pero Colin lo sujetaba con firmeza por los hombros. El niño se quedó quieto y lo miró furioso con los ojos entornados. Ante aquella cara sucia, a Colin se le cayó el alma a los pies. Luego, al ver las contusiones bajo la suciedad, apretó la mandíbula. Demonios, alguien había golpeado a aquel niño.
– ¿Quién eres y qué haces aquí? -exigió saber el niño-. Si crees que dejaré que les robes a la señorita Alex y a la señorita Emmie, estás muy equivocado.
Colin arrancó su mirada de la repugnante visión del cardenal que rodeaba el ojo de la criatura y se encontró mirando el bulto redondo que había en el bolsillo del niño.
– ¿Te refieres a robarles una naranja, como haces tú?
El niño se ruborizó bajo la suciedad y las contusiones.
– No robo. Las dejan para mí. Además, solo he cogido una -dijo el niño, mirando las manos de Colin, que lo agarraban de los brazos. En sus ojos oscuros se dibujó un miedo innegable y tragó saliva-. Yo tengo permiso para estar aquí. Tú no.
Aquella oscilación de miedo conmovió a Colin.
– No voy a hacerte daño -dijo en tono suave.
– ¿Por qué no lo demuestras quitándome las manos de encima? -dijo el niño, con un desprecio que Colin no pudo evitar admirar.
– Si lo hago, tendrás que responder unas cuantas preguntas.
– ¿Por qué debería hacerlo?
– Porque aquí hay un chelín para ti si lo haces.
Los ojos del niño se ensancharon un instante, antes de adoptar una expresión astuta. Su mirada se deslizó por la ropa de Colin, hecha a medida.
– Un tipo como tú puede pagar más.
Colin lo soltó con una mano y se sacó del bolsillo del chaleco una moneda de oro. El niño abrió mucho los ojos.
– Muy bien -accedió él, sujetando la moneda entre los dedos-. Un soberano por tus respuestas.
– ¿Solo por respuestas? ¿Nada más? -preguntó el chaval, mirando la moneda.
A Colin se le encogió el estómago ante las horrendas implicaciones de la pregunta suspicaz del niño.
– Solo por respuestas. Tienes mi palabra.
Estaba claro que la palabra de un hombre significaba poco para aquella criatura.
– No dejaré que hagas daño a la señorita Alex o a la señorita Emmie.
– No tengo ninguna intención de hacerles daño. Otra vez te doy mi palabra.
El niño reflexionó durante unos segundos. A continuación sacudió la cabeza y tendió su mano mugrienta.
– Primero la moneda.
– Primero una pregunta, como muestra de buena fe, y luego te daré la moneda.
El niño apretó los labios y luego asintió.
– ¿De qué conoces a la señorita Alex?
– Es mi amiga -contestó, tendiendo la mano otra vez-. Mi moneda.
Colin echó hacia arriba la pieza de oro. El niño la cogió en el aire y luego, como un rayo, se lanzó hacia la puerta. Colin lo miró marcharse sin perseguirlo. Muy trastornado, se acercó despacio a la puerta, la cerró y corrió el cerrojo, rechazando las docenas de preguntas que le bombardeaban acerca de la criatura y «la señorita Alex y la señorita Emmie». Más tarde. Ya tendría tiempo de meditar más tarde.
Regresó a la habitación detrás de la cortina de terciopelo. Después de levantar la trampilla, descendió despacio por una tosca escalera de madera. Hacía frío, estaba oscuro y olía a humedad. Cuando alcanzó el extremo de la escalera, hubo de avanzar a tientas por un estrecho pasillo, guiado solo por una débil luz procedente de un agujero situado unos diez metros delante de él. Cuando alcanzó la luz, se dio cuenta de que provenía de una puerta que parecía tapada. Acercó el ojo a la rendija y vio lo que parecía ser un callejón desierto. Trató de abrir la puerta, pero fracasó. Estaba claro que era una entrada, lo que significaba que tenía que haber una salida.
Tanteó con cuidado a su alrededor y al cabo de unos minutos localizó un trozo de cuerda cerca de la parte superior de la puerta. Al tirar de él oyó un chirrido ahogado, como si algo se estuviese levantando al otro lado de la puerta, y observó que había entrado un poco más de luz en el pasillo, cerca del suelo. Se agachó y vio una abertura. Bajó un poco la cuerda y la abertura quedó cubierta. Era una abertura del tamaño suficiente para que pasase por ella una criatura, pero no un hombre.
Soltó la cuerda despacio, observando cómo el rayo de luz exterior menguaba hasta casi desaparecer, y a continuación regresó por el pasillo y volvió a subir la escalera. Después de atisbar prudentemente a través de la trampilla para asegurarse de que nadie había entrado en el piso, salió enseguida, y luego hizo uso de las habilidades que tan útiles le resultaron en sus tiempos de espía para cerrar la puerta desde el exterior. Menos de un minuto después, salió a la calle y empezó a caminar a buen paso hacia Hyde Park.
Sin dejar de caminar, consultó su reloj de bolsillo. Madame Larchmont tenía que llegar a casa de él a esa misma hora. Aunque el breve vistazo que había echado a la vida de la joven le había proporcionado la respuesta a algunas de sus preguntas, por otra parte había engendrado docenas de dudas más. ¿Quién era ese niño? Había dicho que la señorita Alex era su amiga. ¿Vivía allí? Al margen del propio niño, no había encontrado indicio alguno de la presencia de un niño, ni ropa ni juguetes. Como tampoco había encontrado indicio alguno de la presencia de un hombre. ¿Quién era aquella «señorita Emmie» que había mencionado el niño? Otra pieza más del misterioso rompecabezas que componía a madame Larchmont.