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Llegó a casa veinte minutos después y fue recibido por Ellis.

– ¿Está aquí? -preguntó Colin.

– Sí, señor. Ha llegado a las cuatro en punto. Tal como usted ordenó, le he pedido disculpas de su parte por no estar disponible enseguida y le he servido té en el salón. Le espera allí.

– Gracias.

Colin echó a andar a grandes zancadas por el corredor revestido de madera mientras se arreglaba los puños y la chaqueta. Se detuvo un momento en el umbral del salón y, al verla, se quedó inmóvil.

Estaba de pie ante el hogar, mirando el retrato que colgaba sobre la chimenea de mármol blanco. Un alegre fuego calentaba la habitación, disipando el tenebroso gris que entraba por las ventanas situadas a espaldas de la joven. Al observar su perfil, Colin se fijó en la ligera inclinación de la nariz y en el gracioso arco que formaba su cuello al mirar hacia arriba. A diferencia de la noche anterior, llevaba el cabello sujeto en un sencillo moño, con un par de rizos sueltos, brillantes y oscuros, que reposaban sobre su hombro. Su vestido de día, de color verde claro, resaltaba la textura cremosa de su piel, y cubrían sus manos unos guantes de encaje similares a los que llevaba la víspera. Todo en ella tenía un aspecto suave y femenino, y los dedos de Colin se crisparon con el vivo deseo de tocarla para descubrir si era tan suave como parecía.

La mirada de Colin recorrió la silueta de ella y, aunque el vestido era recatado, su imaginación evocó unas exuberantes curvas femeninas. La muchacha cambió de posición, inclinando la cabeza hacia la izquierda, y eso atrajo la atención de él más arriba. La joven se humedeció los labios con la lengua, y el cuerpo de Colin se tensó con un deseo inconfundible. Como si estuviese en trance, se encontró imitando la acción. Su imaginación encendida ardía con la imagen mental de su propia lengua rozando el grueso labio inferior de ella mientras sus manos exploraban las exuberantes curvas que insinuaban el vestido.

Una pequeña parte de objetividad volvió a la vida y le advirtió que semejantes pensamientos acerca de aquella mujer -una mujer que en el mejor de los casos era una ladrona, y que probablemente lo seguía siendo- eran del todo inadecuados, pero no había forma de detener las imágenes sensuales que lo bombardeaban.

Justo entonces, ella se volvió y sus miradas se encontraron. Colin trató de disimular, aunque al ver que la joven abría un poco los ojos supuso que debía de quedar en su expresión algún resto de sus pensamientos. Como en cada ocasión en que sus miradas se unían, se sintió ligeramente desestabilizado, un fenómeno misterioso que ni entendía ni le gustaba.

La expresión de la muchacha se suavizó y, con aire imperturbable, inclinó la cabeza.

– Buenas tardes, lord Sutton.

Cuando Colin fue a abrir la boca para hablar, observó con fastidio que su boca ya estaba abierta y que contenía el aliento. Diablos. El efecto que aquella mujer tenía en él era sencillamente… imposible. Nunca había permitido que sus pasiones lo esclavizasen -él las controlaba a ellas, y no al revés-, y no iba a empezar ahora. Apretó los labios, adoptó una expresión de pesar y se acercó a ella.

– Madame Larchmont, discúlpeme por hacerla esperar. Me han entretenido sin que pudiera evitarlo.

Se detuvo ante ella y se inclinó en un gesto formal, irracionalmente decepcionado al ver que ella no le ofrecía la mano. -Como me han ofrecido un ambiente tan agradable y un té tan delicioso para entretener la espera, no me quejaré, señor respondió la joven con una sonrisa-. Al menos, no demasiado.

Colin echó un vistazo al juego de té de plata colocado sobre la mesa de cerezo situada delante del sofá, y observó la vacía y las migas diminutas que quedaban en el plato.

– ¿Le apetece otra taza de té? ¿Más pastas?

– No puedo rehusar la oferta. Las pastas estaban deliciosas -contestó, volviendo a sonreír. Sus labios gruesos y encarnados fascinaban a Colin-. La verdad es que me encantan los dulces.

Por el amor de Dios, estaba embobado como si nunca hubiese visto unos labios. Muy molesto consigo mismo, se obligó a mirarla a los ojos, solo para sentirse distraído al ver que sus iris estaban salpicados de matices de un marrón más claro, como chocolate rociado con canela. Vaya. Él sentía especial afición por el chocolate rociado con canela.

Se aclaró la garganta.

– Le encantan los dulces… Eso es algo que tenemos en común. Siéntese, por favor -rogó, señalando el sofá.

La joven se volvió y pasó junto a él, dejando un aroma de naranjas a su paso. A Colin casi se le hizo la boca agua.

– ¿Cuáles son sus favoritos? -preguntó ella mientras se acomodaba sobre el cojín de brocado.

– ¿Mis favoritos?

– Dulces. A mí me encantan los pasteles escarchados, y siento debilidad por el chocolate.

– Yo no diría que no ni a una cosa ni a otra.

Ni a nada que a ti te pudiera encantar…, añadió en su mente.

Reprimiendo un gemido avergonzado por sus caprichosos pensamientos, Colin se acomodó en la butaca de cuero situada frente a ella. Ahora los separaba más de metro y medio y una mesa. Excelente.

– También siento debilidad por el mazapán.

La muchacha cerró los ojos y emitió un sonido que solo podía describirse como un ronroneo.

– Mazapán -dijo en tono suave y reverente.

Colin observó cómo sus labios formaban la palabra y se quedó paralizado, en la necesidad de removerse en su asiento. ¿Tenía idea de lo excitada que parecía? Sus ojos se abrieron despacio y lo miraron fijamente.

– Sí, es una maravilla -murmuró con una voz ronca que no sirvió para disipar la incomodidad que tenía lugar en los pantalones de Colin-. Sobre todo con una taza de chocolate.

– Estoy de acuerdo. Resulta que ese es mi tentempié favorito antes de acostarme.

La muchacha enarcó las cejas.

– ¿De verdad? ¿No es coñac u oporto y un puro?

– No, me temo que para mí es chocolate y mazapán.

Ella sonrió.

– Qué poco elegante, señor -opinó mientras inclinaba la cabeza hacia el juego de té-. ¿Le sirvo?

– Sí, gracias.

Colin se apoyó en el respaldo y la miró servir con una habilidad que no dejaba adivinar que hubiese pasado el tiempo robando carteras en lugar de tomar lecciones de urbanidad. Parecía muy tranquila y relajada, cómoda en su presencia, algo que lo irritaba más de lo que le habría gustado reconocer, pues él tenía que esforzarse por mantener una apariencia de calma. Lo cierto era que, a pesar de sus sospechas acerca de las motivaciones de ella, no podía dejar de admirar su aparente serenidad. Aunque esa era una característica excelente, y muy necesaria, para una ladrona.

– ¿Azúcar? -preguntó ella.

– Dos, por favor.

Después de pasarle la taza y el platillo, cogió las delicadas tenacillas de plata.

– ¿Pastas?

Él sonrió.

– ¿Es una pregunta retórica?

La joven le devolvió la sonrisa, revelando un par de hoyuelos poco profundos a ambos lados de los labios. Formaban un triángulo perfecto con la hendidura de la barbilla, una forma que Colin deseó ardientemente explorar.

– No le estaba preguntando si quería una, señor, sino cuántas quería.

– Mmm. Al parecer, he cometido un error estratégico al revelar mi debilidad por los dulces.

– Un hombre en su situación sabrá sin duda que revelar cualquier debilidad es siempre un error estratégico.

La muchacha colocó dos de los pastelillos escarchados en el plato y luego enarcó las cejas en un gesto de interrogación.

– Tomaré tres.

Alex añadió otro dulce al plato y se lo pasó. Observándola con atención, Colin rozó sus dedos de forma deliberada al aceptar el plato. Si la joven experimentó el mismo escalofrío apasionado durante el breve contacto, no dio muestras de ello.