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– ¿A qué se refiere al decir «un hombre en su situación»? -preguntó él, rechazando la absurda irritación que le asaltaba.

Alex tardó varios segundos en responder porque, pese a la barrera de sus guantes de encaje, el roce de los dedos de él había minado su concentración. ¿Cómo podía afectarla así un simple contacto?

– A un caballero con título en busca de esposa. Imagino que, si las señoritas jóvenes de la alta sociedad se enterasen de su inclinación por los dulces, se vería usted inundado de regalos de confites.

– ¡Vaya! ¿Por qué no se me ha ocurrido? Creo que publicaré un anuncio en el Times proclamando mi amor por todas las cosas dulces.

Ella se echó a reír y se sirvió con destreza una pasta.

– ¿Solo una, madame Larchmont?

– Ya he tomado dos.

– Espero que eso no le impida seguir comiendo.

– Cometería un grave error de protocolo si comiese más que mi anfitrión.

La mirada de Colin se deslizó hasta la fuente de plata sobre la bandeja del té, en la que quedaba un trío de pastas.

– Pues yo no pienso salir de esta habitación hasta que esa bandeja esté vacía. Espero que no sea tímida y me ayude a terminar lo que queda.

– Tengo muchos defectos, señor, pero le aseguro que la timidez no es uno de ellos.

Una sonrisa curvó despacio la atractiva boca de él, inyectando calor en lugares secretos que la joven no deseaba sentir calientes y llevándola a preguntarse qué se sentiría al tener esa bonita boca contra la suya.

– Una información fascinante, madame Larchmont, aunque tal vez confesarlo sea un error estratégico por su parte.

– No ha sido una confesión sino una advertencia, señor. Así le preparo para el momento en que prescinda de la conversación educada y pase al tema del dinero que va a pagarme por echarle las cartas -dijo ella.

Colin enarcó las cejas.

– Me ha parecido preferible ser directa, dada nuestra conversación de anoche -añadió la joven-. No me gustaría que pensase que digo una cosa y quiero decir otra.

– En este caso, no creo que nadie pueda acusarla de eso. ¿Suelen pagarle antes de que preste sus servicios?

– Sí. Según mi experiencia, es lo mejor. He observado que si le digo a alguien algo que no le gusta demasiado…

– No desea pagar.

– Exactamente.

– ¿Tiene planeado decirme algo que no me guste?

La joven levantó la barbilla.

– Yo no planeo decir nada a nadie, lord Sutton. Solo transmito lo que las cartas indican.

Él no hizo ningún comentario, limitándose a llevarse la taza a los labios y tomar un sorbo de té mientras la observaba por encima del borde. Alex se obligó a sostenerle la mirada. Le parecía que estaban unidos en una silenciosa batalla de voluntades que ella se negaba a perder siendo la primera en apartar la mirada. Tras apoyar la taza en el platillo, Colin se levantó y se acercó al escritorio de caoba, junto a la ventana. Abrió el cajón superior, sacó una bolsita de piel y dejó caer varias monedas en la palma de su mano. Tras contar el importe que quería, retiró otra bolsita más pequeña y metió en ella las monedas. A continuación devolvió la bolsita más grande al cajón y regresó junto a la joven.

– Creo que este es el importe que acordamos -dijo.

Ella cogió la bolsa que él le tendía y luego dejó su taza en la mesa.

– Si no le importa, lo contaré, solo para asegurarme.

Colin volvió a su asiento y cogió una de sus pastas. Alex sentía el peso de su mirada mientras contaba rápidamente las monedas.

– ¿Está todo correcto? -preguntó él cuando terminó la joven.

– Sí.

– No es usted muy confiada.

Ella lo miró a los ojos.

– No pretendía ofenderle, lord Sutton. Simplemente pienso que es mejor no dejar nada al azar.

– No me he ofendido, se lo aseguro. Solo hacía una observación. Lo cierto es que admiro su prudencia, en especial tratándose de dinero. Como usted sabe, por nuestra querida ciudad vagan muchísimos ladrones.

– Soy consciente de ello, por desgracia -dijo la muchacha, con voz serena a pesar de sus latidos acelerados.

Alex trató de leer la expresión de Colin, pero sus rasgos no revelaban nada en absoluto. De nuevo, se sintió como un ratón entre las zarpas de un gato.

– ¿Ah, sí? Espero que no haya sido víctima de algún rufián.

– Recientemente, no, pero me refería a que es imposible vivir en Londres y no ser consciente de la triste situación de pobreza en la que viven tantos ciudadanos. Por desgracia, la necesidad puede empujar a las buenas personas a hacer cosas malas y desesperadas.

– Como por ejemplo robar.

– Sí.

Los ojos verdes del hombre la miraron con fijeza.

– Pero algunas personas, madame Larchmont, son sencillamente malas.

– Sí, lo sé.

Desde luego, lo sabía muy bien. Con la intención de cambiar de tema, Alex indicó con la barbilla el gran retrato colgado sobre la chimenea.

– ¿Su madre?

Los ojos de él se fijaron en el cuadro, y Alex se volvió para mirar la imagen de una preciosa mujer con un vestido de color marfil. Estaba de pie en un jardín lleno de flores de tonos pastel, y una brisa invisible le agitaba con suavidad las faldas y el brillante cabello oscuro. Tenía en los labios una suave sonrisa, y en sus ojos verdes brillaba una expresión traviesa. Cuando Alex dirigió su atención de nuevo hacia lord Sutton, vio que un músculo se le movía en la mandíbula y que tragaba saliva.

– Sí -dijo él en voz baja-. Es mi madre.

– Es muy guapa.

De la forma en que siempre había imaginado a su propia madre. Feliz. Sana. Bien vestida. Querida. Desde luego, querida por alguien que no fuese una niña sucia, hambrienta y asustada que no supo cómo cuidarla cuando la enfermedad cayó sobre ella.

Él apretó los labios durante varios segundos y luego asintió.

– Muy guapa… Sí, lo era. También por dentro. Terminaron el retrato justo antes de que muriese.

En su voz se percibía una honda pena y, cuando miró a Alex, la joven se sintió conmovida al ver la tristeza en sus ojos.

– Lo siento -dijo ella sin saber qué responder, aunque comprendía de sobras el dolor de perder a una madre-. Era joven.

Colin frunció el ceño.

– Tenía la misma edad que tengo yo ahora.

– Tiene usted sus mismos ojos.

La mirada del hombre se dirigió de nuevo hacia el cuadro.

– Sí. También heredé su amor por los dulces.

Se produjo un largo silencio, y luego sus ojos adoptaron una expresión ausente.

– Nos llevaba a mi hermano y a mí a la pastelería Maximillian, en Bond Street -continuó-. Nos pasábamos mucho rato eligiendo, muy serios y correctos. Pero en cuanto entrábamos en el carruaje para volver a casa -añadió con una leve sonrisa-, acometíamos los paquetes y comíamos y reíamos hasta que nos dolían las costillas. Su risa era mágica. Contagiosa…

Alex se quedó inmóvil, conmovida por el tono íntimo y melancólico del hombre, que había pronunciado la última frase como quien piensa en voz alta. Era evidente que había querido mucho a su madre y que esta lo había amado también mucho. La joven sintió una punzada de envidia. Qué bonito sería tener recuerdos de salidas felices. La invadió un dolor extraño y perturbador que no pudo calificar. ¿Lástima por la pérdida de él? ¿Autocompasión por su propia pérdida? ¿Cómo podía añorar algo que nunca había conocido?

– ¿Y su padre? -preguntó ella.

Él parpadeó como si despertase y dirigió de nuevo su atención hacia la joven.

– Tal como mencioné anoche, volvió a casarse hace poco. Su esposa es tía de la esposa de mi hermano. Es una lástima que lady Victoria, la mujer de mi hermano, no tenga una hermana. Si la tuviese, me casaría con ella así -dijo, chasqueando los dedos- y no tendría que perder el tiempo buscando una prometida adecuada.