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– Creo que más le valdría guardarse para sí la frase «perder el tiempo buscando una prometida adecuada». Hasta la más práctica de las mujeres aprecia un poco de romanticismo.

– ¿Y usted se considera práctica?

– Por supuesto.

La mirada del hombre clavada en la suya le dio la impresión de estar sentada demasiado cerca del fuego.

– Y sin embargo aprecia el romanticismo.

– Por supuesto. Pero no hablaba de mí misma, lord Sutton. Hablaba de las señoritas de la alta sociedad entre las que buscará a su futura esposa.

– ¿Así se ganó su afecto monsieur Larchmont? ¿Con romanticismo?

– Naturalmente -respondió ella, cogiendo su taza de té y observándolo por encima del borde-. Con eso y con su natural reserva.

– Ah, es hombre de pocas palabras.

– Muy pocas.

– Es más un hombre de… acción.

– Eso lo describe a la perfección, sí.

– ¿No posee el hábito que, según usted, tienen los hombres de decir una cosa y querer decir otra?

– No. Cuando dice «tengo hambre» quiere decir «tengo hambre».

– Ya veo -contestó lord Sutton. Su mirada se deslizó hasta los labios de ella, donde permaneció varios segundos. Alex se detuvo en el acto de alargar la mano para coger una pasta de té-. Y por lo tanto supongo que cuando dice «tengo hambre» se refiere solo a la comida… y no a cualquier otra clase de hambre que inspire su esposa.

La muchacha se sofocó de pronto, consciente a su pesar del misterioso atractivo de su anfitrión. Se obligó a continuar alargando la mano para coger la pasta y observó incómoda cómo sus movimientos resultaban bruscos.

– Sí, da gusto lo sincero que es -respondió mientras forzaba una sonrisa-. Él y yo somos muy parecidos.

– ¿Se considera usted directa?

En absoluto.

– Mucho.

– Eso es… reconfortante. No hay mucha gente que lo sea.

Antes de que la joven pudiese determinar si había algún sentido oculto tras las palabras de él, lord Sutton alargó el brazo para coger una pasta de té y volvió a hablar.

– ¿A él le gusta vivir con usted aquí en Londres?

La muchacha frunció el ceño.

– ¿A él?

El hombre inclinó la cabeza y la miró con expresión de duda burlona.

– A su marido.

Por el amor de Dios, ¿qué le ocurría?

– Por supuesto. ¿Por qué lo pregunta? -dijo con brusquedad, irritada consigo misma por perder el hilo de la conversación y con él por persistir en sus preguntas.

Él se encogió de hombros.

– Solo me preguntaba si echaba de menos su Francia natal.

– ¡Ah! A veces. Sin embargo, se ha adaptado muy bien.

– ¿Cuánto tiempo llevan casados?

– Tres años. En cuanto a sus cartas…

– ¿Tienen hijos?

– No. Sus cartas…

– ¿No le acompaña a las fiestas a las que asiste?

Si esperaba hacerla reaccionar, la joven no pensaba darle ese gusto.

– No, no le gustan las multitudes.

– ¿También es echador de cartas?

– No. Dígame, lord Sutton, cuando haya elegido esposa, ¿piensa quedarse en Londres?

– No. ¿Cuál es su ocupación?

– ¿La de quién?

– La de monsieur Larchmont.

La joven apoyó la taza sobre la mesa y levantó un poco la barbilla.

– Es cazador de ratas, señor -declaró en tono desafiante.

En realidad, la joven anhelaba que él hiciese algún comentario sobre tan humilde ocupación. De ese modo, ella podría irritarse y así sentir algo, lo que fuese, distinto de aquella conciencia casi dolorosa de la presencia del hombre. Lo dejaría aplastado diciéndole que, de no ser por los cazadores de ratas, los bichos invadirían los hogares de los nobles arrogantes como él. Pero lord Sutton se limitó a asentir, sin dejar de mirarla a los ojos.

– ¿Hace mucho que es cazador de ratas?

– Desde que lo conozco.

Maldición. ¿Por qué hacía tantas preguntas? Ninguno de los otros miembros de la nobleza mostraba aquella curiosidad. Y ¿cómo se las había arreglado para que la conversación girase otra vez en torno a ella?

– Se hace tarde, lord Sutton -dijo en tono firme, decidida a recuperar, y conservar esta vez, las riendas de la situación-. Más valdría que comenzásemos la lectura de sus cartas porque tengo que marcharme pronto.

– ¿Tiene otro compromiso esta noche?

– Sí.

– ¿La fiesta de lady Newtrebble?

Ella asintió, y en ese momento cayó en la cuenta. De pronto se sintió alarmada, pero enseguida la asaltó una oleada de calor.

– ¿Usted también asistirá?

– Sí. Debo seguir buscando a mi prometida, ¿sabe? -respondió él con una sonrisa maliciosa y demasiado atractiva-. Tengo la esperanza de que las cartas puedan decirme de quién se trata.

Fuera quien fuese, Alex le deseó suerte para resistirse a aquel hombre de peligroso atractivo.

– Sí. Para acabar con toda esa pérdida de tiempo. Entonces ¿empezamos?

– Desde luego.

Capítulo 5

Colin acercó su silla a la mesa y luego apartó a un lado el juego de té; se obligó a concentrarse en el asunto que les ocupaba y no en el delicado aroma de naranjas que acababa de percibir.

– ¿Tenemos espacio suficiente aquí?

– Sí, es perfecto.

La muchacha abrió el cordón de su bolso de redecilla y sacó una baraja envuelta en una pieza de seda de color bronce.

– ¿Quién le enseñó a echar las cartas?

– Mi madre -dijo ella, mirando la baraja que tenía en las manos.

– ¿La ve a menudo?

– No. Está muerta.

Lord Sutton percibió la pena, el dolor en sus bruscas palabras -una pena y un dolor que conocía muy bien- y no pudo refrenar la comprensión que brotó en su interior.

– Lo siento. Sé muy bien cuánto duele esa pérdida.

– Estas cartas son todo lo que me queda de ella -murmuró la joven.

Alex alzó los ojos, y sus miradas se encontraron. El hombre contuvo el aliento. Para frustración suya, la expresión de la muchacha era impenetrable, pero algo en sus ojos, algo que parecía vulnerabilidad, le llamó la atención. Lord Sutton se sintió confuso.

El silencio creció entre ellos. ¿Sentía ella aquella tensión densa y perturbadora, o solo la percibía él? La mirada de la joven se posó en sus labios. El hombre notó el impacto de aquella mirada como si fuese una caricia. Para gran irritación suya, tuvo de pronto una erección, y debió echar mano de toda su concentración para no removerse en el asiento a fin de aliviar la molestia.

Solo hacía unos cuantos años que había abandonado el espionaje, pero era evidente que había perdido facultades, entre ellas su control, y de forma inexplicable. Demonios, aquella mujer ni siquiera poseía una belleza convencional. Tampoco era una dama de su propia clase. Además, se trataba de una ladrona.

Era una ladrona cuatro años atrás, irrumpió su conciencia. La gente puede cambiar y efectivamente lo hace.

Maldijo en su fuero interno a su irritante voz interior. Bien. Cuatro años atrás era una ladrona. Lo más probable era que aún lo fuese. Eso era lo que se suponía que debía descubrir, y no que a su cuerpo desmandado la simple visión y aroma de ella le resultaban irracional e intensamente excitantes.

Lord Sutton apretó la mandíbula, y la joven parpadeó varias veces como si volviese al presente. Mientras dejaba sobre la mesa con gesto rápido la baraja envuelta en seda de color bronce, habló en tono enérgico:

– Para que pueda conectar mejor con las energías sutiles y mantener mi concentración, será preferible que nos abstengamos de más conversación innecesaria hasta que su tirada haya terminado. Su función aquí es preguntar. Mientras mezclo las cartas, quiero que piense en la pregunta que más le gustaría que respondiese.