La joven adoptó una expresión glacial y levantó la barbilla.
– No he conversado con nadie sobre usted. No he investigado nada ni he adornado nada. Solo he interpretado lo que las propias cartas me decían.
– No pretendía ofenderla, madame. No discuto su talento para brindar un cuarto de hora de diversión. Solo afirmo que no hacía falta «conectar con las energías sutiles» para adivinar que disfruté de una infancia privilegiada. Mi posición en la sociedad ya lo indica. También mencioné que tenía un hermano.
Colin se apoyó en el respaldo y la observó con mirada firme, reprimiendo el impulso de informarla de que la mujer que «no es lo que parece» y de la que tenía que protegerse estaba sentada justo delante de él.
– En cuanto a sus demás afirmaciones, me costaría mucho nombrar a una persona que llegue a la edad adulta sin experimentar alguna forma de soledad, dolor, culpa, mentiras y traición. Gracias al Times, usted y el resto de los londinenses saben muy bien que pienso mucho en mi futuro. Mi deber hacia mi título, buscar una esposa para engendrar herederos, es justo la razón por la que estoy aquí. En cuanto a la enfermedad y la muerte, por desgracia, con el tiempo nos afectan a todos.
– Yo no hablaba de «con el tiempo», sino del futuro inmediato -dijo ella con rigidez-. No me divierto haciendo predicciones siniestras, lord Sutton. Me gustaría tener mejores noticias, pero todo en su tirada apunta a la necesidad de ser prudente, estar en guardia y cuidar su salud. Ahora. Espero que me haga caso y tenga cuidado.
– Tomo nota. Por suerte mi hermano es médico y podrá curarme en caso de que caiga víctima de una jaqueca o un dolor de estómago.
Pareció que la joven deseaba replicar, pero no dijo nada. Se limitó a asentir con la cabeza y luego envolvió deprisa sus cartas en la pieza de seda y volvió a meterlas en su bolso de redecilla. A continuación se puso en pie y lo miró con su habitual expresión serena e impenetrable.
– Querría volver a echarle las cartas, señor, si me lo permite. Aquí, en su casa, pero en una habitación distinta, utilizando cartas distintas, para ver si su tirada es la misma.
Colin se levantó y cruzó los brazos sobre el pecho.
– ¿Y por qué quiere hacer eso?
Hubo de reprimirse para no añadir: «Aparte de para cobrarme otra tarifa escandalosa».
– Porque quiero asegurarme de que la tirada es correcta, tener la certeza de que no me equivoco y tal vez averiguar algo más acerca del peligro que le espera.
– Yo preferiría concentrarme en descubrir la identidad de la mujer con la que estoy destinado a casarme -dijo él con sequedad-, pero desde luego concertaremos otra cita. ¿Qué le parece mañana a las tres? -añadió, escogiendo deliberadamente la misma hora que había sugerido en un principio para la entrevista de aquel día.
– Lo siento, pero ya estoy comprometida a las tres. Sin embargo, estoy disponible para las cuatro.
– Excelente. Aguardaré con impaciencia. Como le he dicho, siempre estoy dispuesto a entretenerme con divertidos pasatiempos.
Sin dejar de mirarla a los ojos, Colin dio la vuelta a la mesa para situarse delante de ella. Solo les separaba la distancia de un brazo, y el hombre no podía apartar la vista de ella. La textura cremosa de su piel parecía tan suave que Colin hubo de cerrar los puños para no alargar la mano y rozarle la mejilla con los dedos.
El resplandor del fuego arrancaba sutiles reflejos del brillante cabello de la joven, y Colin anheló retirar las horquillas de su pulcro moño y pasar los dedos por las lustrosas trenzas.
Cuando se dio cuenta, para su pesar, de que volvía a contener el aliento, inspiró con fuerza. El sutil aroma de naranjas llenaba su mente, mezclado con algo más que olía como el azúcar. Le costó reprimir un gemido. Demonios, ¿cómo podía oler una mujer como el azúcar? Al instante se imaginó inclinándose para rozar con la lengua su airoso cuello para comprobar si sabía tan dulce como olía. Su pulso se aceleró ante la idea. Aunque le doliese reconocerlo, estaba claro que deseaba a aquella mujer. Y mucho.
Sin embargo, más le dolía darse cuenta de que ella no parecía experimentar ese mismo deseo. La muchacha lo miró con la tranquila expresión de aquellos grandes ojos de color chocolate. ¿Cómo podía parecer tan serena cuando él se sentía tan… poco sereno?
Irritado consigo mismo y decidido a equilibrar la situación, Colin tomó la mano de ella y la levantó.
– Estoy especialmente dispuesto a entretenerme con cualquier pasatiempo que incluya la compañía de una mujer hermosa.
Mirándola a los ojos, besó con suavidad las puntas de sus dedos enguantados y luego, como la noche anterior, volvió la mano de ella y apretó los labios contra la piel clara y sedosa del interior de la muñeca.
La muchacha abrió mucho los ojos, y sus labios se separaron con una rápida inspiración. Un rubor seductor cubrió sus mejillas. Alex bajó la mirada hasta el punto en que la boca de él se apoyaba contra su piel perfumada y se humedeció los labios con la punta de la lengua.
Colin se sintió invadido por una satisfacción sombría. Entonces… no era solo él. Ella también sentía aquel calor que crepitaba entre ellos. Ahora la única pregunta que quedaba era qué iban a hacer.
Llamaron a la puerta. Alex retiró la mano con un gemido, y Colin maldijo en silencio la interrupción. Diablos, la joven estaba ruborizada y excitada, y apenas la había tocado.
– Entre -ordenó, sin dejar de mirarla.
Su propia voz le sonó áspera y se aclaró la garganta mientras se abría la puerta. Entró Ellis llevando una bandeja de plata. El sirviente, habitualmente impasible, tenía el ceño fruncido.
– Acaba de llegar este mensaje de lord Wexhall. Su mensajero ha dicho que era urgente y que esperaría su respuesta.
¿Urgente? Durante su servicio a la Corona, Colin rendía cuentas a Wexhall y sabía que «urgente» no era una palabra que el hombre utilizase con ligereza. Un escalofrío recorrió su espalda. La llegada de Nathan y Victoria estaba prevista para el día siguiente. ¿Les habría ocurrido algún accidente?
Con los nervios en el estómago, rompió el sello, desdobló el grueso papel vitela y leyó deprisa la breve nota.
– El doctor Nathan y lady Victoria -dijo Ellis-. ¿Están…?
– Están bien, Ellis -dijo Colin.
El hombre dejó caer los hombros con el mismo alivio que sintió Colin al saber que su hermano y su cuñada no eran el objeto de aquella misiva urgente.
Lord Sutton devolvió su atención a madame Larchmont, cuya inescrutable máscara volvía a estar en su sitio.
– Por desgracia -dijo Colin-, no puede decirse lo mismo de lord Malloran ni de uno de sus lacayos, un joven llamado William Walters. Esta mañana los han descubierto muertos en el estudio de lord Malloran.
Capítulo 6
Alex se puso pálida. Le temblaron las rodillas y hubo de agarrarse al respaldo del sofá para sujetarse. Lord Malloran, el hombre en cuyo estudio había escuchado casualmente un complot para asesinar a alguien, el hombre a quien le había escrito una carta en la que detallaba ese complot, ¿muerto? ¿Junto con su lacayo? Surgió en su mente una imagen de la espalda de un hombre alto y moreno, vestido con la librea de los Malloran, de adornos dorados. Se le encogió el estómago con la horripilante sospecha de que el lacayo muerto fuese el mismo hombre al que había visto.
La joven se quedó paralizada, helada. Dios. ¿Era posible que la nota que había dejado hubiese precipitado aquel trágico giro de los acontecimientos? Se llevó la mano al vientre en un vano intento de calmar su agitación interior. Desde luego, que la persona a quien escribió la nota y también el hombre que seguramente la llevó a escribirla estuviesen muertos no podía ser mera coincidencia. Su instinto de supervivencia le decía a gritos que no lo era.
Pero ¿y la otra persona a la que había oído en el estudio? Estaba claro que aquella persona no era lord Malloran, cuya voz profunda resonaba. Aunque hubiese intentado disimular su voz, Alex dudaba que fuese capaz de emitir aquel susurro que había oído. Además, fue la voz del lacayo la que sugirió que hablasen en el estudio de lord Malloran para mayor intimidad. No habría sido necesario hacerle esa sugerencia al propio lord Malloran.