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Las preguntas asaltaban su mente. ¿Qué había sido de su nota? ¿La había leído lord Malloran? En tal caso, ¿la había quemado… o seguía en su estudio? Un escalofrío le recorrió la espalda. Si la nota tenía algo que ver con la muerte de los hombres…

El asesino buscaría a la persona que había escrito la nota.

– ¿Se encuentra bien, madame Larchmont?

Sobresaltada, se volvió hacia la profunda voz. La mirada perspicaz de lord Sutton se clavó en la suya.

– Pues… sí. La noticia me ha dejado asombrada.

Sin apartar los ojos de la joven, lord Sutton se dirigió a su mayordomo.

– Ellis, dígale al mensajero que lord Wexhall puede esperarme antes de una hora.

– Sí, señor.

El mayordomo salió de la habitación y cerró la puerta sin hacer ruido.

La mirada de lord Sutton la inmovilizó, y Alex se sintió invadida por la familiar y odiosa sensación de verse como un animal atrapado. Demonios, había jurado no volver nunca a sentirse así.

– Está muy pálida -murmuró Colin, acercándose a ella-. ¿Quiere sentarse?

La muchacha se pasó la lengua por los labios resecos y sacudió la cabeza.

– Tengo que irme.

Y lo haría en cuanto sus rodillas dejasen de temblar.

Él asintió, sin dejar de mirarla a los ojos.

– Antes de marcharse, dígame, ¿habló usted con lord Malloran anoche?

Dios, estaba temblando.

– Un poco. Cuando llegué -respondió ella, antes de volver a pasarse la lengua por los labios-. ¿Cómo… murieron?

– No lo sé pero, dado que hubo dos muertes, supongo que no fue por causas naturales. La nota que he recibido indica que pudo haber un robo, ya que el estudio estaba revuelto.

Alex agarró su bolso y se obligó a moverse.

– Una tragedia -murmuró, caminando deprisa hacia la puerta-. Si me disculpa, señor, me temo que debo marcharme.

– Por supuesto -dijo él, adaptándose a su paso-. Haré que traigan mi carruaje para acompañarla a casa.

Alex abrió la boca para protestar, pero Colin volvió a hablar antes de que ella pudiese decir una palabra.

– Insisto.

Como no deseaba prolongar su salida discutiendo, la muchacha asintió.

– Muy bien, gracias.

Cinco minutos después se encontraba aposentada en el mullido y lujoso carruaje. Sentada contra los suaves cojines de terciopelo gris, Alex ocultó la cara entre las manos.

Dios. ¿Qué había hecho?

¿Y qué iba a hacer a continuación?

Al llegar aquella noche a la fiesta de los Newtrebble, Colin aceptó un coñac de un lacayo que pasaba y luego se puso a pasear en torno al perímetro del salón lleno de gente. En lugar de un ambiente apagado dadas las muertes prematuras de lord Malloran y William Walters, una sensación de entusiasmo parecía flotar en el aire. La fiesta estaba en su mejor momento, con lacayos llevando bandejas de plata cargadas de bebidas y entremeses. Mientras caminaba, Colin escuchaba los fragmentos de conversación que sonaban a su alrededor. Las muertes eran el principal tema de conversación, con especulaciones acerca de cómo y por qué habían muerto, y quién -o qué- los había matado. ¿Un ladrón? Según decían, habían registrado el estudio de su señoría. ¿O tal vez unos canapés en mal estado? El último rumor era que los sirvientes de los Malloran afirmaban que se había hallado sobre el escritorio de su señoría una fuente casi vacía de tartaletas de marisco.

– ¡Madre mía, yo tomé anoche una tartaleta de gambas! -exclamó una mujer que se hallaba en el centro de un grupito de damas-. Olía un poco pasada, ya me entienden, y luego tuve muchas náuseas. ¡Vaya, tengo suerte de no haber sufrido el mismo destino horrible que Malloran y ese pobre joven! Aunque no entiendo cómo podía estar comiendo tartaletas de gambas un lacayo…

La mujer sacudió la cabeza.

– ¡Criados! -dijo otra dama con gesto de desprecio, mientras el resto del grupo asentía para indicar que conocía las manías de la clase inferior-. Una se pregunta si le sirvió deliberadamente a Malloran comida en mal estado para robarle, pero le salió mal cuando cayó víctima de su propia traición.

Colin siguió caminando y se deslizó en un hueco en sombras, situado detrás de una gran palmera. Su posición ventajosa le ofrecía una buena visión de la sala. Refugiado entre las sombras, movió su copa de coñac y miró con el ceño fruncido las profundidades de color ámbar, que giraban con suavidad.

Su conversación previa con lord Wexhall, quien, pese a haberse retirado hacía poco de su servicio a la Corona, había acudido a la casa de los Malloran a petición del magistrado junto con este y el médico, resonó en la mente de Colin. «Parece ser un robo -había dicho lord Wexhall-, porque ambos hombres tenían heridas en la cabeza, el atizador de la chimenea estaba fuera de su soporte y la habitación en desorden. Pero mi instinto… me dice que Malloran y Walters no murieron de golpes en la cabeza. Ambos olían ligeramente a almendras amargas, como los posos de la licorera. Y ya sabe usted qué significa eso.»

Colin dio un buen trago del coñac. Sí, sabía qué significaba eso. Ácido prúsico. Malloran y Walters habían sido envenenados. Con una sustancia utilizada con frecuencia para matar roedores.

Por los cazadores de ratas.

Sus dedos se crisparon contra la copa de cristal tallado y escudriñó la multitud, hasta que su mirada se quedó clavada en el otro extremo de la habitación. Su estómago ejecutó una maniobra rara mientras se quedaba sin aliento. Madame Larchmont, ataviada con el vestido de color esmeralda que había visto en su armario esa tarde, se hallaba sentada con las cartas extendidas ante sí, hablando con la matrona sentada frente a ella.

Alexandra… El nombre de ella atravesó su mente en un susurro, mientras su mirada demasiado ávida vagaba sobre la muchacha. La joven llevaba el cabello recogido en un atractivo nudo de estilo griego, entrelazado con cintas doradas y verdes, y brillaba bajo la suave luz proyectada por las arañas llenas de velas. Alex sonrió, atrayendo la atención de Colin por un momento hacia su boca sensual.

Todo en ella parecía inocente y franco. Solo el entretenimiento de la noche que ofrecía con alegría el espectáculo por el que le pagaban. Era evidente que había recuperado la compostura perdida unas horas atrás… ¿o no? Solo por un instante, su mirada se dirigió hacia un lado, como si observase a la multitud cercana, y frunció el ceño de forma casi imperceptible. La verdad, el cambio en su expresión fue tan fugaz que Colin se preguntó si sería producto de su imaginación. Pero su instinto le decía que no y que su apariencia inocente y franca era solo eso, una apariencia.

Porque no había nada inocente y franco en encontrar muertos a dos hombres en la habitación por cuya ventana la había visto salir solo unas horas atrás, hombres que con toda probabilidad habían sido asesinados con una sustancia a la que la joven tenía fácil acceso porque, según ella misma admitía, su marido era cazador de ratas. Aunque Colin albergaba serias dudas en cuanto a la veracidad de esa afirmación.

Tampoco había nada inocente ni franco en su propio olvido de compartir esa información con Wexhall y el magistrado.

Colin apoyó la cabeza contra la pared, dio un buen trago de coñac y cerró los ojos, saboreando el ardor que bajaba por su pecho y confiando en que chamuscase el sentimiento de culpa que le corroía. Demonios, ¿qué le pasaba? Nunca había eludido su deber ni sus responsabilidades. Ni hacia su familia y su título, ni una sola vez durante sus años de servicio a la Corona bajo las órdenes de Wexhall. Durante ese servicio cometió varios actos, uno en particular, que derivaron más tarde en un profundo examen de conciencia, pero su deber estaba claro e hizo lo que tenía que hacer. Debería haberles dicho a Wexhall, por quien sentía el mayor de los respetos, y al magistrado lo que sabía de la escapada nocturna de madame Larchmont por la ventana. Sin embargo, había permanecido en silencio. Y, diablos, no entendía por qué.